Por
Enrique Ochoa Antich / Opinión
Mientras
aguardamos en ascuas a que la PUD decida en horas lo que debió decidir hace
meses, consideremos por un momento qué es la ruta democrática.
Año
1972. Nuevo Circo de Caracas. Retumbante discurso de Teodoro Petkoff:
"Venimos a decir, ¡la pelea sigue! Ahora es cuando hay coraje, ahora es
cuando sobra espíritu... porque jamás se apagará esa llama eterna que ha ardido
por siempre en el sueño del hombre: el de un mundo justo, habitado por hombres
justos e iguales". Luego toma la palabra José Vicente Rangel, primer
candidato presidencial del MAS. Entre otras cosas dice: "Vamos a
llegar al poder... hasta por la vía electoral". Con esa frase
provocadora han de titular los diarios al día siguiente.
Sí,
pertenecíamos a ese universo mitológico de la izquierda ex comunista que
aceptaba la vía democrática al socialismo casi a regañadientes, no como
un componente esencial del proyecto de cambio que se quería encarnar: medio
y fin de nuestra política (eso sólo lo hicimos dos años después, cuando
debatimos las llamadas "Tesis del nuevo modo de ser de la política
socialista" y con ellas impugnamos el maximalismo y el esencialismo de la
izquierda marxista y comunista de entonces).
Lo
que dijo Rangel aquella noche fue, en resumidas cuentas, que podíamos llegar al
poder por la vía electoral... pero que no desechábamos la línea
insurreccional de la cual recién salíamos, con las tablas en la cabeza y
cientos de tumbas a nuestras espaldas. En el fondo aún añorábamos el fusil del Bella
ciao, las imágenes de Einsenstein sobre el asalto al Palacio de Invierno,
la Larga Marcha de Mao y la Sierra Maestra, y casi lamentábamos que no fuese
por las armas que nos dispusiésemos a aproximarnos al poder. Todavía no
habíamos internalizado la propuesta gramsciana de guerra de posiciones,
acaso muy aburrida y lenta para nuestro exaltado espíritu.
Para
un extremista, la ruta electoral puede ser una buena "treta" para
engañar a incautos, un embauco del que echar mano cuando otras estrategias no
funcionan. Es lo que pienso cuando escucho a algunos ultras del oposicionismo
vernáculo. Y así llego a la conclusión de que para muchos de ellos la ruta
electoral es una simulación, pero que en el fondo siguen añorando, como
buenos "revolucionarios" (no importa si de derecha), ese amanecer
rojo en que todas las injusticias serán vengadas, del que hablaban los
comunistas y anarquistas de diversa ralea.
Manuel
Rosales, en una reciente entrevista, lo ha dicho con claridad: algunos hablan
de la ruta electoral, pero allá en el fondo de su corazón calcinado por el
maximalismo y el esencialismo, acarician con nostalgia volver a la nada
de la abstención, como con acierto la bautizó para siempre Mires. Algunos son
fanáticos de ponerse al margen.
La
falla de origen de esa duda ontológica que atormenta las febriles cabezas de
nuestros oposicionistas más recalcitrantes, es que no admiten que la ruta
electoral es sólo parte de algo más vasto y profundo: la ruta democrática.
La ruta
democrática, por ejemplo, implica admitir que la ruta insurreccional queda
descartada como estrategia. Que al cambio político se llegará a través de un proceso
evolutivo y acumulativo de reformas, y no "de golpe y porrazo",
como anhelan los cultores del mito de la ruptura revolucionaria.
La ruta
democrática se hace parte del sistema, ése que quiere cambiar desde
adentro, por tanto no desafía ni desconoce sus leyes, sus instituciones, su
poder. Si se sienta a la mesa de juego, constata y acepta sus reglas, y no
amenaza con tirar el tablero al aire. Por ejemplo: se respalda la
Constitución, incluso para cambiarla.
La ruta
democrática nos impone admitir al otro como un igual, y no como un enemigo que
debe ser exterminado de la faz de la tierra. Implica convertir al diálogo y la
negociación en el oficio permanente y privilegiado de la política, que no
excluye pero que gobierna a la lucha de calle. Comprende los valores
del otro aunque no los comparta. Sólo conociendo al adversario y pensando como
él es posible ganar, escribió hace miles de años un estratega llamado Sun Tzu.
Toda ética comienza por ser capaces de ponernos en el lugar del otro.
La ruta
democrática supone el respeto al otro, y por tanto el abandono de prácticas
como la descalificación personal y moral del adversario. Esto incluye abandonar
la cómoda épica del bien contra el mal, donde siempre yo soy el bien y el otro
es el mal.
La ruta
democrática es pacífica o no es democrática.
La ruta
democrática radica por definición en la soberanía popular que es parte de
la soberanía nacional. Por lo que es soberanista y no admite tutelajes de
ningún polo de poder internacional.
Podríamos
borronear cien cuartillas abundando en cuánto más que voto es la ruta
democrática. Pero permítanme concluir subrayando que la ética política
descarta por impertinente el juicio moral respecto de las opiniones contrarias,
pues suele ocurrir que en nombre de pretendidos atributos espirituales la
acción termine en la ineficacia y ésta a su vez en la perpetuación del mal que
se quiere combatir. Con lo que lo moral viene a ser inmoral.
De
fariseos y de falsos profetas está llena la historia. Conviene no olvidarlo.