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23 marzo, 2023

LA ÚLTIMA CARTA DE MARÍA ANTONIETA

    Por Ricardo Emilio Quero* / Especial para Entre Todos D.

      Es una húmeda y oscura celda ubicada a orillas del Sena, en París.      Falta aún para la llegada de la aurora del 16 de octubre de 1793.  A una prisionera vestida de negro le  facilitan papel y tinta para que escriba una carta.  Como una última gracia le permiten que se alumbre con dos velas. Y aunque tal dama aún no llega a los 38 años aparenta mucho más edad; incluso su pelo es completamente blanco, en marcado contraste del rubio-zanahoria de poco tiempo atrás.  En las primeras líneas asentaría: «Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo! Me enteré por los alegatos mismos del proceso que mi hija ha sido separada de vos, ¡Dios Mío! A la pobre niña no me atrevo a escribirle, ella no recibiría mi carta, ni siquiera sé si esta llegará hasta vos, reciba por medio de esta carta, para ellos dos mi bendición.

          Son las cinco cuando, mientras  aún escribe, los tambores de las 48 secciones de la capital tocan a llamada. Comienza la movilización para lo que todos los parisinos saben será recordado hasta el fin de los tiempos. A esa hora sin duda muchísima gente debe estar en la calle y en los alrededores del edificio donde se halla la prisión La Conciergerie. Tal vez muchos se imaginarán contándole algún día aquel hecho a sus descendientes.

      Aquella mujer no es otra que María Antonieta de Francia. Lo que está escribiendo no es sino una despedida de la vida: hace pocos minutos el tribunal revolucionario acaba de condenarla a la pena capital. ¿Qué pensamientos pasarían por su mente en tan trágicos momentos…? Factible es que en esos instantes hubiese realizado un viaje en retrospectiva de lo que había sido su existencia. ¿Evocaría las palabras de su hermano José cuando, de manera premonitoria, le advirtiera que la revolución iba a ser cruel con ella...? Quizás por su atormentada cabeza desfilasen imágenes de su primera y apoteósica visita oficial a París, donde quedaría tan maravillada que en carta a su madre le relataría con detalles las impresiones de esa inolvidable travesía: «El martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida: nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al vernos.  En el jardín de las Tullerías había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento».

       Y cómo no recordar, en aquella hora postrera, las palabras del mariscal De Brissac cuando,  en el balcón del palacio de Las Tullerías, hallándose completamente extasiada ante aquella delirante multitud, aquél se incline ante ella y exprese galantemente:  «Señora, que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres enamorados de Vuestra Alteza».

           Pero todo aquello pertenece ahora al pasado. Una vez concluye esta  carta la confía a Warden Bault, su principal carcelero, con la encomienda de que la haga llegar a madame Élisabeth, su cuñada, la misma a quien llama “hermana” —Élisabeth es la hermana menor del  difunto Luis XVI, guillotinado el 21 de enero de ese año y último de los monarcas por derecho divino.     Este escrito —obviamente el último que llevaría al papel la célebre reina constituye un verdadero enigma histórico, y por muchas vicisitudes  habría de pasar para ser conocido por la posteridad.  En primer lugar Bault  no se atrevería a cumplir una misión que podía costarle la vida —Élisabeth en ese momento se encuentra prisionera en El Temple y comparecerá ante la guillotina en mayo del año siguiente—. Dicho personaje decide entonces seguir los canales regulares: entrega el documento a Antoine Fouquier Tinville, el tristemente célebre fiscal  del tribunal revolucionario y primo de Camille Desmouliens  —quien, el 12 de julio de 1789 en el Palais Royal, arengara a las masas a tomar las armas, lo que quizás deviniera  en la toma de La Bastilla dos días después—.  Al parecer Fouquier engavetó la epístola.  O tal vez no tuvo tiempo para otra cosa, ocupado como se hallaba enviando víctimas a lo que Jacques René-Hébert denominara «la navaja nacional»;  aunque todo indica que llegó a manos del todopoderoso Robespierre. Después del fin de de la orgía de sangre del «Reinado del Terror» —cuando las cabezas de sus principales impulsores, incluidos Danton, Desmouliens, Hébert, Fouquier Tinville y el propio Maximilien Robespierre han comparecido ante el invento del doctor Guillotín—, un oscuro diputado de nombre Courtois  recibe el encargo de la Convención  de ordenar los papeles que pertenecieran a Robespierre, al parecer con la intención de darlos a la luz. Grande y grata debió ser la sorpresa de Courtois cuando se topa con aquella carta. Es indudable que dicho funcionario comprendió en el acto que tal cosa no era un papel cualquiera. Decide por ello quedársela. Durante veinte años aquel manuscrito permanece en su poder, casi con seguridad  ignorado por el resto de los mortales.

      

                                                                    *****

        La Revolución es solo un recuerdo; el imperio napoleónico ya sucumbió y la monarquía ha sido restaurada en Francia. El antiguo diputado Courtois ve llegada la hora de revelar su secreto. Muy probablemente  con la intención de congraciarse con el régimen entrega la carta a Luis XVIII, hermano de Luis XVI y ahora rey de los franceses.  Pero es sin embargo un poco tarde; de todos aquellos a quienes María Antonieta menciona en su misiva de despedida del plano terrenal, solo Marie-Thérèse Charlotte, su hija mayor, ocupa un lugar en este mundo. El segundo de sus hijos varones —quien habría reinado como Luis XVII si la historia hubiese sido como en los cuentos de hadas— moriría a los diez años en El temple después de ser sometido por los revolucionarios a unas condiciones de vida infrahumanas—. Incluso el noble sueco Alex Fersen, a quien muchos consideran su gran amor  —y cuyo recuerdo es lícito pensar cruzaría por su mente cuando se halla a un paso de la tumba—, había sido asesinado en Estocolmo el 20 de junio de 1810 (sería este Fersen hombre valiente y temerario, que incluso lucharía a favor de la independencia norteamericana).

       Este invaluable documento, que se conserva en los Archivos Nacionales de Francia —y sobre el cual algunos investigadores han manifestado ciertas dudas acerca de su autenticidad—, no habría sido firmado por María Antonieta, pero sí por cinco miembros del tribunal que la condenara al patíbulo, y de los cuales se ha identificado a cuatro: Fouquier-Tinville; Jean-Baptiste Massieu (obispo constitucional);  Laurent Lecointre y el abogado  Armand-Benoît-Joseph Guffroy.

       Las últimas palabras asentadas en el papel por la antaño princesa austríaca  serían las siguientes:  

 

       «¡Adiós, buena y tan tierna hermana, ¿llegará esta carta a vuestras manos? Pensad siempre en mi, la envío un beso con todo mi corazón al igual que a mis pobres y amados hijos, Dios mío, cómo desgarra el alma dejarlos para siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes espirituales. Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote; pero protesto aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a un ser absolutamente extraño

        Haciendo referencia al hecho de que la archiduquesa no hubiese estampado su firma Stefan Zweig, uno de sus biógrafos más eminentes, lo atribuyó al cansancio. Haciendo referencia a ello en, 1932  escribió  lo siguiente:   

       «Aquí termina súbitamente la carta, sin fórmula de despedida ni firma. Probablemente la fatiga ha vencido a quien la escribió. Sobre la mesa arden todavía las dos velas de cera, cuyas vacilantes llamas acaso duren más que la vida del ser humano que escribió a su resplandor…»

*Profesor e historiador.