Por Ricardo Emilio Quero* / Especial para
Entre Todos D.
Es una húmeda y oscura celda ubicada a
orillas del Sena, en París. Falta
aún para la llegada de la aurora del 16 de octubre de 1793. A una prisionera vestida de negro le facilitan papel y tinta para que escriba una
carta. Como una última gracia le
permiten que se alumbre con dos velas. Y aunque tal dama aún no llega a los 38
años aparenta mucho más edad; incluso su pelo es completamente blanco, en
marcado contraste del rubio-zanahoria de poco tiempo atrás. En las primeras líneas asentaría: «Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez.
Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los
criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero
mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como
se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo
dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para
ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado
todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo! Me enteré por los
alegatos mismos del proceso que mi hija ha sido separada de vos, ¡Dios Mío! A
la pobre niña no me atrevo a escribirle, ella no recibiría mi carta, ni
siquiera sé si esta llegará hasta vos, reciba por medio de esta carta, para
ellos dos mi bendición.
Son las cinco cuando, mientras aún escribe, los tambores de las 48 secciones de la capital tocan a llamada. Comienza la movilización para lo que todos los parisinos saben será recordado hasta el fin de los tiempos. A esa hora sin duda muchísima gente debe estar en la calle y en los alrededores del edificio donde se halla la prisión —La Conciergerie—. Tal vez muchos se imaginarán contándole algún día aquel hecho a sus descendientes.
Aquella mujer no es otra que María Antonieta de Francia. Lo que está escribiendo
no es sino una despedida de la vida: hace pocos minutos el tribunal
revolucionario acaba de condenarla a la pena capital. ¿Qué pensamientos pasarían
por su mente en tan trágicos momentos…? Factible es que en esos instantes
hubiese realizado un viaje en retrospectiva de lo que había sido su existencia.
¿Evocaría las palabras de su hermano José cuando, de manera premonitoria, le
advirtiera que la revolución iba a ser cruel con ella...? Quizás por su
atormentada cabeza desfilasen imágenes de su primera y apoteósica visita
oficial a París, donde quedaría tan maravillada que en carta a su madre le
relataría con detalles las impresiones de esa inolvidable travesía: «El
martes último he asistido a una fiesta de la que jamás me olvidaré en mi vida:
nuestra entrada en París. En cuanto a honores, hemos recibido todos los que es
posible imaginar; pero no ha sido eso lo que me ha impresionado del modo más
profundo, sino la ternura y el ardor del pobre pueblo, que, a pesar de los
impuestos con los que está abrumado, se sentía transportado de alegría al
vernos. En el jardín de las Tullerías
había una multitud tan inmensa que durante tres cuartos de hora no pudimos
avanzar ni retroceder, y al regreso de este paseo hemos permanecido una hora y
media en una terraza descubierta. No puedo describirte, mi querida madre, las
explosiones de amor y alegría que nos tributaron en este momento».
Y cómo no recordar, en aquella hora postrera,
las palabras del mariscal De Brissac cuando,
en el balcón del palacio de Las Tullerías, hallándose completamente
extasiada ante aquella delirante multitud, aquél se incline ante ella y exprese
galantemente: «Señora,
que no lo tome a mal Su Alteza el delfín, pero veis aquí doscientos mil hombres
enamorados de Vuestra Alteza».
Pero todo aquello pertenece ahora al pasado.
Una vez concluye esta carta la confía a Warden Bault, su principal carcelero, con la
encomienda de que la haga llegar a madame Élisabeth, su cuñada, la misma a quien
llama “hermana” —Élisabeth es la hermana menor del difunto Luis XVI, guillotinado el 21 de enero
de ese año y último de los monarcas por derecho divino—. Este escrito —obviamente el último que llevaría al papel la
célebre reina— constituye un verdadero
enigma histórico, y por muchas vicisitudes habría de pasar para ser conocido por la
posteridad. En primer lugar Bault no
se atrevería a cumplir una misión que podía costarle la vida —Élisabeth en ese momento se
encuentra prisionera en El Temple y comparecerá ante la guillotina en mayo del
año siguiente—. Dicho personaje decide entonces seguir los canales regulares: entrega
el documento a Antoine Fouquier Tinville, el tristemente célebre fiscal del tribunal revolucionario y primo de Camille
Desmouliens —quien, el 12 de julio de
1789 en el Palais Royal, arengara a las masas a tomar las armas, lo que quizás
deviniera en la toma de La Bastilla dos
días después—. Al parecer Fouquier
engavetó la epístola. O tal vez no tuvo
tiempo para otra cosa, ocupado como se hallaba enviando víctimas a lo que
Jacques René-Hébert denominara «la navaja nacional»; aunque todo indica que llegó a manos del
todopoderoso Robespierre. Después del fin de de la orgía de sangre del «Reinado
del Terror» —cuando las cabezas de sus principales impulsores, incluidos
Danton, Desmouliens, Hébert, Fouquier Tinville y el propio Maximilien
Robespierre han comparecido ante el invento del doctor Guillotín—, un oscuro
diputado de nombre Courtois recibe el
encargo de la Convención de ordenar los
papeles que pertenecieran a Robespierre, al parecer con la intención de darlos
a la luz. Grande y grata debió ser la sorpresa de Courtois cuando se topa con
aquella carta. Es indudable que dicho funcionario comprendió en el acto que tal
cosa no era un papel cualquiera. Decide por ello quedársela. Durante veinte
años aquel manuscrito permanece en su poder, casi con seguridad ignorado por el resto de los mortales.
*****
La
Revolución es solo un recuerdo; el imperio napoleónico ya sucumbió y la
monarquía ha sido restaurada en Francia. El antiguo diputado Courtois ve
llegada la hora de revelar su secreto. Muy probablemente con la intención de congraciarse con el
régimen entrega la carta a Luis XVIII, hermano de Luis XVI y ahora rey de los
franceses. Pero es sin embargo un poco
tarde; de todos aquellos a quienes María Antonieta menciona en su misiva de
despedida del plano terrenal, solo Marie-Thérèse Charlotte, su hija mayor,
ocupa un lugar en este mundo. El segundo de sus hijos varones —quien habría
reinado como Luis XVII si la historia hubiese sido como en los cuentos de
hadas— moriría a los diez años en El
temple después de ser sometido por los revolucionarios a unas condiciones
de vida infrahumanas—. Incluso el noble sueco Alex Fersen, a quien muchos
consideran su gran amor —y cuyo recuerdo
es lícito pensar cruzaría por su mente cuando se halla a un paso de la tumba—, había
sido asesinado en Estocolmo el 20 de junio de 1810 (sería este Fersen hombre
valiente y temerario, que incluso lucharía a favor de la independencia
norteamericana).
Este
invaluable documento, que se conserva en los Archivos Nacionales de Francia —y
sobre el cual algunos investigadores han manifestado ciertas dudas acerca de su
autenticidad—, no habría sido firmado por María Antonieta, pero sí por cinco
miembros del tribunal que la condenara al patíbulo, y de los cuales se ha identificado
a cuatro: Fouquier-Tinville; Jean-Baptiste Massieu (obispo
constitucional); Laurent Lecointre y el
abogado Armand-Benoît-Joseph Guffroy.
Las últimas palabras asentadas en el papel por la antaño princesa
austríaca serían las siguientes:
«¡Adiós, buena y tan tierna hermana, ¿llegará
esta carta a vuestras manos? Pensad siempre en mi, la envío un beso con todo mi
corazón al igual que a mis pobres y amados hijos, Dios mío, cómo desgarra el alma dejarlos
para siempre! Adiós, adiós: no voy a ocuparme más que de mis deberes
espirituales. Como no soy libre en mis acciones, acaso me traigan un sacerdote;
pero protesto aquí de que no le diré ni una palabra y de que lo trataré como a
un ser absolutamente extraño.»
Haciendo
referencia al hecho de que la archiduquesa no hubiese estampado su firma Stefan
Zweig, uno de sus biógrafos más eminentes, lo atribuyó al cansancio. Haciendo
referencia a ello en, 1932 escribió lo siguiente:
«Aquí termina súbitamente la carta,
sin fórmula de despedida ni firma. Probablemente la fatiga ha vencido a quien
la escribió. Sobre la mesa arden todavía las dos velas de cera, cuyas
vacilantes llamas acaso duren más que la vida del ser humano que escribió a su
resplandor…»
*Profesor e historiador.