Por Fernando Mires
Si hay un punto de acuerdo entre
los clásicos de la teoría política -llámense Hannah Arendt o Carl Schmitt, Max
Weber o Gramsci- es el siguiente: la política es lucha por el poder.
La diferencia entonces hay que buscarla en lo que cada uno de ellos entiende
por poder.
Arendt, demócrata cien por
ciento, sostenía que el poder viene de la mayoría. Schmitt, de la capacidad
para derrotar al enemigo político. Weber afirmaba que viene del carisma de la
tradición (o autoridad, según Arendt) y/o del uso de la racionalidad. Gramsci
de los intelectuales organizados en un partido hegemónico. Pero para todos, sin
excepción, al poder se llega luchando por el poder.
Dejando a Schmitt aparte -para quien el poder deviene de una relación directa entre masa y caudillo- los demás autores dedican su atención al tema de la conquista del poder bajo condiciones democráticas, lo que supone que la lucha política debe estar institucional y constitucionalmente reglamentada. En ese punto (solo en ese) la lucha política no se diferenciaría de la lucha económica pues ambas tendrían lugar de acuerdo al principio de competitividad. No habiendo competitividad política, terminaría la democracia. O en las palabras de Claude Lefort, la lucha política posmonárquica debe ser librada alrededor de “un trono vacío” sobre el cual nadie debe sentarse. Por eso la democracia, tal como la conocemos es, para muchos, la democracia liberal. Quiere decir, al igual que en la competencia económica, la política regula el poder y, por supuesto, los costos para obtenerlo.
Los autores citados parten de un
principio: El ideal de cada partido es hacerse de todo el
poder y en cada elección obtener el cien por ciento de los votos.
Pero esta posibilidad se ve obstaculizada por el hecho de que la lucha política
ocurre por lo menos entre dos partidos. De tal manera que lo fundamental de una
democracia no son tanto las elecciones en sí, sino su pluralidad. Ahora, cuando
los partidos son más de dos, si uno intenta llegar al poder pero sus votos no
alcanzan, no tiene más alternativa que unirse con otros. Por eso en cada lucha
política tienen lugar alianzas y coaliciones. Sin embargo, una alianza
presupone que un partido, aun siendo mayoritario, debe hacer concesiones a sus
aliados, perdiendo así parte de su identidad originaria. Contra eso estaba
precisamente Carl Schmitt.
Schmitt sostenía que la política,
al ser representativa, termina por invisibilizar los antagonismos que son
condiciones del hacer político. No obstante, dicha opacidad que para Schmitt es
un obstáculo, es para otros la condición de la política (Laclau). Solo
las dictaduras son puras. Esto último no lo escribió Schmitt, pero en su
declarado anti-parlamentarismo, eso era lo que pensaba.
BRASIL COMO
MOSTRADOR
El preámbulo de este texto puede
parecer banal. Pero no por eso menos necesario si intentamos analizar las
elecciones recientes en Brasil. En Brasil, efectivamente, acaba de tener lugar
el triunfo de una coalición de partidos, todos unidos bajo el nombre de Lula en
contra de la monolítica y nada pluralista candidatura del presidente Jair
Bolsonaro. Una elección que no solamente derrotó a Bolsonaro
sino, en cierto modo, lo destituyó.
Bolsonaro está lejos de ser una
especialidad brasileña. Tampoco es solo un buen alumno de Trump, como lo
quieren hacer aparecer los medios. Pues tanto Bolsonaro como Trump forman parte
de una corriente o tendencia global, una suerte de “anti-occidentalismo
occidental” que, en sus formas (solo en sus formas), suele ocultarse bajo las
denominaciones de izquierda o derecha. A esa corriente o tendencia la hemos
denominado nacional-populismo. Y bien, Bolsonaro es un
nacional-populista con formato de derecha, así como Maduro, Ortega y Evo-Arce
son nacional populistas con formato de izquierda.
Entendemos por
nacional populismo de derecha a gobiernos y
movimientos autoritarios, políticamente anti-liberales,
económicamente ultra liberales, provistos de una ideología fundamentalista
que toma del conservadurismo clásico la exaltación de la nación, de
la patria y la familia y, sobre todo, de la religión, sea
católica-franquista al estilo Orban y Kazinski, islamista al estilo Erdogan,
judía al estilo Netanyahu, ortodoxo al estilo Putin, evangelista al estilo
Bolsonaro. La diferencia entre los nacional-populismos de derecha que
incorporan a la religiosidad, con los de izquierda, es que los de izquierda
recurren más a la idolatría que a las religiones. Los ídolos adorados por los
nacional-populismos de izquierda latinoamericanos pueden llamarse Bolívar o
Chávez para Maduro, Sandino para Ortega, Fidel para Díaz Canel,
"Tupac" Catari para Evo Morales.
A diferencia de
la antigua derecha, los gobiernos y partidos nacional
populistas de la nueva derecha son caudillistas y de masas.
Bolsonaro en ese sentido no está solo en América Latina, sino acompañado por
otros miembros de la misma familia quienes han estado muy cerca del poder,
entre ellos, el chileno José Antonio Kast, la peruana Keiko Fujimori, el
boliviano Luis Fernando Camacho, el colombiano Rodolfo Hernández.
Todos esos líderes de derecha han
alcanzado una alta votación, muy superior a los de izquierda, obligando por eso
a las izquierdas a aliarse con sectores no izquierdistas, más bien de centro, e
incluso, como lo hizo Lula, de derecha, a fin de mantener opciones de poder.
En efecto,
ni Boric, ni Petro, ni Lula, habrían llegado al gobierno si es que no hubieran
sido apoyados por partidos de centro e incluso, como ocurrió en
Brasil, por la derecha liberal. Este hecho nos
permitirá extraer algunas conclusiones:
La primera: no es cierto
que las derechas latinoamericanas estén en retroceso. Por el
contrario, en el último decenio han aumentado
considerablemente su número de electores. Lo que ha sucedido es que
la llamada derecha nacional-populista no ha sido capaz de formar coaliciones
con el centro, constituyéndose así en un polo extremo. El caso
brasileño lo demuestra muy bien. Lula nunca habría podido triunfar si se
hubiera presentado solo como el líder del PT. Como
tiene experiencia, debe saber que una enorme cantidad de electores que por él
votaron, no votaron por él sino en contra de Bolsonaro. No es lo mismo.
En las
elecciones de 2022, pese a que Lula fue el ganador, asistimos al fin del
lulismo pues Lula fue el candidato de una coalición democrática –la
más grande en la historia política de Brasil – en contra del avance
de Bolsonaro. La candidatura de Lula estuvo respaldada por un frente que oficialmente
tiene diez partidos. Además del PT, el Partido Socialista Brasileño, el Partido
Socialismo y Libertad, Red, Partido Verde, Avante, Agir y Solidaridad. Luego se
sumaron PDT y MDB.
Ahora bien, el fin del
lulismo y el nacimiento de un frente democrático amplio, aparece como
respuesta frente al auge del bolsonarismo como movimiento nacional-populista. Y
eso significa: En Brasil el nacional- populismo tiene
rostro de derecha.
La segunda conclusión es parecida
a la primera pero vista al revés. No es cierto que el continente
sudamericano se esté convirtiendo en un territorio de izquierdas, como
propagan los alarmistas de la derecha. Para alcanzar el gobierno los
candidatos de izquierda han debido formar coaliciones
donde esas izquierdas se comprometen a ceder identidades a aliados
que no son necesariamente de izquierdas.
En otras palabras, las
izquierdas latinoamericanas están siendo inducidas por la fuerza
de las circunstancias a democratizarse o renunciar a cualquiera
posibilidad de acceder al poder. Eso fue, como hemos dicho, lo que
pasó en el Brasil de Lula y Bolsonaro. Mientras el segundo quiso movilizar una
revolución en contra de toda la clase política tradicional, esa clase, con un
candidato tradicional a la cabeza (Lula) movilizó todos sus recursos en contra
de Bolsonaro. Y no solo se defendió: ganó.
No fue el de Lula,
por lo tanto, un triunfo de izquierda como proclaman
izquierdistas y anti-izquierdistas. Fue, antes que nada, un triunfo de la
tradición en contra de la revolución (de la nueva derecha). Los
roles, de este modo, fueron intercambiados. La ultraderecha de masas
del bolsonarismo buscaba y busca una revolución política. La izquierda de
Lula, en cambio, se sumió en una alianza centrista, en defensa de la
tradición. Mientras la derecha de Bolsonaro aparecía como
revolucionaria, la izquierda de Lula fue obligada a aparecer como conservadora.
DE “LA”
IZQUIERDA A “LAS” IZQUIERDAS
Para que nos entendamos mejor,
debemos precisar que es lo que son hoy las izquierdas en América Latina. La
misma palabra lo dice, izquierdas y no izquierda. La izquierda
perdió su singularidad para llegar a ser un concepto plural. De tal modo que,
si hacemos una disección, nos podríamos encontrar con cuatro izquierdas.
1) La
izquierda arcaica, la de la guerra fría, los antiguos comunistas de la
era de la URSS, una izquierda, está de más decirlo, residual.
2) La izquierda nacional-populista que
ya vivió su periodo de esplendor durante la época de Chávez y Morales y hoy se
encuentra en rápido declive. Esa izquierda comparte una gran cantidad de
convicciones con la derecha nacional populista, entre ellas, el culto al líder
mesiánico, a la patria mítica, el desprecio a las instituciones y sobre todo,
el militarismo.
3) La
izquierda posmoderna, llamada también izquierda woke surgida
de diversas iniciativas y movimientos sociales como los ambientalistas, los
etnicistas, las feministas y en general, grupos de género organizados bajo la
sigla LGBT. Esa izquierda ejerce un gran atractivo entre algunos sectores
juveniles. Por lo mismo suele ser anárquica, espontánea, bulliciosa, unas veces
alegre, otras rabiosa e incluso violenta. Quizás debido a esas mismas razones
carece de un discurso unitario aunque sus influjos sobre el plano de la
renovación cultural no dejan de ser importantes. Menos que una
nueva política, la izquierda woke propone algunas nuevas
formas de vida.
4) La
izquierda social, proveniente en algunas ocasiones de formaciones
socialistas readaptadas a las condiciones determinadas por las transformaciones
sociales de la era digital. Una izquierda que no es clasista ni revolucionaria.
Pero sí mantiene en alto su disposición a compatibilizar la democracia con una
mayor igualdad social sin caer en el estatismo, preservando la dinámica que
proviene de la economía de mercado. Es, o ha llegado a ser, una izquierda
abierta al centro: una centro-izquierda.
Pues bien, esas cuatro izquierdas,
aún sumadas, no están en condiciones de competir con la fuerza y cohesión
alcanzada por el nacional-populismo de “derecha”, representado en líderes
mesiánicos y autoritarios como Bolsonaro. Esa es la razón por la cual se han
visto obligadas a pasar a la defensiva descubriendo, en cámara lenta, que la
preservación de sus partidos va unida con la preservación de la democracia.
Para defenderse de la ofensiva
del autoritarismo de la derecha populista –el fascismo de nuestro tiempo dicen
algunos autores, y no sin razón– esas izquierdas, sobre todo cuando son
hegemonizadas por la izquierda número 4 (a la que en parte pertenece Lula), se
han visto obligadas a formar frentes comunes con partidos de centro e incluso
con la derecha liberal.
Quizás valga la pena aquí
hacer un enunciado que podría ser tema para un próximo
artículo. Ese enunciado dice: las izquierdas latinoamericanas están
regresando a lo que fueron en sus orígenes europeos.
Efectivamente: el ideal de las
primeras izquierdas nacidas en Europa fue articular a los
trabajadores en la lucha por derechos sociales, pero
también, por la democratización de las naciones. La
izquierda nació siendo occidental, social y demócrata: o
sea, socialdemócrata. Dejó de serlo, en gran parte, cuando
la izquierda fue apropiada por partidos formados en países asiáticos como Rusia
y China, desde donde fueron adoptadas estructuras
despóticas todavía presentes en la izquierda arcaica y en la
izquierda nacional-populista. Los partidos comunistas, formados en las
revoluciones rusa y china, abandonaron el ideal democrático marxista
occidental, imponiendo estrategias que deberían llevar a nuevas
dictaduras: las dictaduras socialistas del tercer mundo.
En Latinoamérica, las
izquierdas, aunque con interrupciones, parecen regresar al
cobijo social y democrático que alguna vez
podría conducirlas hacia su occidentalización. El
camino será difícil, claro está, y en algunos casos, imposible. Las
costras autoritarias están todavía muy endurecidas en la mayoría
de sus militantes. Muchos de ellos siguen pensando en que
las alianzas defensivas que contraen con el centro son simples tácticas
temporales.
Cierto es que un Boric, y en
menor medida un Petro, toman distancia de los
gobiernos izquierdistas antidemocráticos como son los de Maduro,
Ortega y Díaz Canel. Cierto es que Lula, durante toda su campaña, evitó
referirse a ese desprestigiado trío. Pero también es cierto
que de pronto, esos mismos líderes
democráticos, experimentan fuertes recaídas. Como cuando en
Chile, Boric apadrinó una nueva constitución izquierdista,
rechazada por la mayoría de la ciudadanía. O como cuando Petro calificó de
pinochetismo a la mayoría política chilena. O como cuando Lula critica a
la OTAN y no al genocidio que lleva a cabo Putin en Ucrania.
Para ser
genuinamente occidentales a las izquierdas latinoamericanas les
falta todavía caminar mucho trecho. No
obstante, la realidad impone sus sellos. En Brasil, frente a un
enemigo común, los lulistas fueron obligados a elegir la “vía
francesa” (todos contra le Pen) y así agruparse con fuerzas
anti-autoritarias y democráticas frente a la
amenaza autoritaria, caudillista y militarista que se les venía
encima (todos contra Bolsonaro)
¿ALGO NUEVO
COMIENZA?
Nunca tuvo tanta razón Joe Biden
como cuando tiempo después de haber visto lo que hicieron las hordas
nacional-populistas de Trump en el Capitolio, dijo: “la contradicción
fundamental de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias”.
Le faltó agregar: “no solo entre ellas, sino también dentro de ellas”.
Así también lo ha entendido quien
fuera uno de los fundadores del Solidarnosc polaco, el
historiador Adam Michnik. En una reciente entrevista al diario El
Español, poco después de haber recibido el premio Princesa de Asturias,
dijo Michnik:
“El orden democrático europeo-
occidental está siendo minado, por decirlo de alguna manera, desde dos lados.
Por una parte tenemos a las fuerzas de la extrema derecha (….) o de un
populismo extremo que hace suyo el lenguaje de la derecha pero que en el fondo
es el lenguaje de una revolución de derechas que ha de destruir los estados
democráticos. Por otra parte, tenemos un fenómeno parecido en la izquierda, en
la que hay algunas fuerzas que rechazan de plano el orden basado en la
democracia parlamentaria y la economía de mercado (nombró a Mèlenchon).
Es difícil hablar aquí de izquierdas y derechas. Se trata de los enemigos de
“la sociedad abierta”. Lo que hay que defender a toda costa es el orden
democrático y en ese contexto, en algún momento se puede llegar a una coalición
de una izquierda democrática y liberal y una derecha democrática y liberal. En
defensa de aquello que tienen en común: una democracia constitucional”.
Y bien, esa coalición de las que
nos habla Michnik es la que tuvo lugar en Brasil durante las elecciones que
pusieron fin (por ahora) al gobierno Bolsonaro. Pero ese es solo un escalón en
una larga escala. Pronto sabemos si esa nueva coalición representada pero no
liderada por Lula, tendrá alguna vocación de gobernabilidad. Por eso todavía no
podemos hablar, en el sentido dado al término por Hannah Arendt, de “un nuevo
comienzo”.
Quizás solo estamos situados en
“el comienzo de lo que podría ser un nuevo comienzo”. No es mucho. Pero por el
momento es suficiente.
Tomado de Polis: Política y Cultura.