En su nuevo libro, Han advierte que el deseo constante de
frenar el dolor y querer ocultarlo a toda costa crea lo que él llama una
sociedad paliativa que impide que se produzca la capacidad transformadora que
tiene la negatividad. Y crea una sociedad anestesiada. Imagen de Ana Krach en
Pixabay.
El filósofo Byung-Chul Han analiza a través de sus libros el
mundo en el que vivimos y nos pone ante el espejo de los males que afectan al
entorno que hemos construido y en el que nos desenvolvemos. El último que
ha publicado, La sociedad paliativa, analiza el papel del dolor y
de su desaparición en la sociedad contemporánea. Promete convertirse, de nuevo,
en todo un best seller.
El profesor surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) se ha ganado a la fuerza, durante varios años de éxitos editoriales con libros en los que nunca ha dejado de pensar imperativamente nuestro presente, el apelativo de filósofo de referencia. Es una de las figuras intelectuales más conocidas y citadas y, sea para elogiarlo o criticarlo, su nombre se ha impuesto en el mundo de la filosofía y el pensamiento.
Estudió Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura
alemana y Teología en la Universidad de Múnich. Desde 2012 es profesor de Filosofía y
Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Autor de una veintena de títulos, desde que aparecieran sus
primeros libros traducidos al español, Han no ha dejado de cosechar éxitos en
España y Latinoamérica. Y lo que es más importante: el profesor y pensador
surcoreano ha logrado alzarse y mantenerse como una de las voces más
autorizadas para analizar los distintos males de nuestro tiempo. Para
denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente
a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar.
Aunque Han ha publicado obras muy enjundiosas, extensas y de
muy hondo calado teórico y filosófico (como Muerte y alteridad, Hegel
y el poder o Caras
de la muerte), su filosofía no es la del erudito encerrado entre las
paredes de la academia. Sus libros, sus ideas, han conseguido traspasar el muro
de la erudición y conceptos como «sociedad del cansancio», «expulsión de lo
distinto», «enjambre», «psicopolítica», «sociedad de la transparencia» o
«sujeto de producción» se han impuesto como nociones de uso normal en los
debates filosóficos y culturales de nuestros días.
El profesor y pensador surcoreano ha logrado ser una de las
voces más autorizadas para analizar los males de nuestro tiempo. Para
denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar
inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar
Filosofía desde y para el presente
Las distintas reflexiones y tensiones que pueblan los libros
de Han están impregnadas por una preocupación constante: la del poder. Un poder que se nos hace cada
vez más omnímodo, pero que, paradójicamente, cada vez es más difícil de
detectar y aminorar, porque, de alguna forma, silenciosa y subrepticiamente,
nos hemos hecho partícipes de él. Nosotros mismos lo sostenemos cada día a través
del uso de las redes sociales, del empleo indiscriminado de tarjetas bancarias,
de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de
nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios
empresariales, etc. Nos hemos convertido, nosotros mismos, en ese mismo poder.
No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores.
Ello nos ha hecho ser, por otra parte, empresarios de
nosotros mismos. El
«sujeto neoliberal», a juicio de Byung-Chul Han, se encuentra (consciente y
voluntariamente) encerrado en un sistema muy eficiente que explota su libertad
y hace de él un esclavo funcional en el que el rendimiento continuo se ha
convertido en la piedra de toque a partir de la cual se configura su actividad,
tanto consigo mismo como con los demás. Somos esclavos absolutos porque
ni siquiera tenemos amo, o no tenemos a quién señalar (la perversidad de la
burocracia, como ya señalara Hannah Arendt); y de tenerlo, somos nosotros
mismos. Somos nosotros quienes de continuo nos autoexplotamos.
De esta forma, asegura Han, a través del ejercicio de esta
aparente libertad individual se lleva a cabo —es decir, se expone y
materializa— la libertad del capital, y apunta en una expresión digna de ser recordada: «De
este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La
libertad confiere al capital una subjetividad ‘automática’ que lo impulsa a la
reproducción activa». Y así es como el capital «pare» a sus criaturas, que
fomentan y reproducen una y otra vez la diabólica dinámica de la
autoexplotación, que el individuo acepta de buen grado al considerarse
enteramente libre.
Vivimos en una ilusión: la proporcionada por una falsaria
libertad que nos arroja a un mundo en el que somos trabajadores que se explotan
a sí mismos en su propia empresa. La empresa del yo, de la individualidad, la del
enjambre en el que no se puede lograr comprender la dinámica del conjunto, sino
que cada individuo se particulariza y embebece de sí mismo sin atender a los
problemas comunes. Es el imperio de la idiotez en el sentido etimológico
griego, de quienes no pueden ver más allá de sus narices porque están demasiado
ocupados explotándose a sí mismos, lo que convierte al sujeto contemporáneo, en
expresión de Han, en alguien que ejerce una «autoagresividad» que nos convierte
en individuos depresivos y tendentes a un insano aislamiento.
De esta manera, los ingredientes para ejercer un poder
invisible, peligrosamente despótico, están servidos. Los grandes imperios económicos
y las políticas gubernamentales al servicio del neoliberalismo más despiadado,
defiende Han, nos han sumido en el funcionamiento de un panóptico digital, en
cuyo desarrollo participamos activamente: «La sociedad del control digital hace
un uso intensivo de la libertad. Es posible sólo gracias a que, de forma voluntaria,
tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su
trabajo a los reclusos».
Ese omnipresente poder que ha sido trasvasado al sujeto
compone una amenaza añadida, y es la imposibilidad de que exista espacio entre
unos individuos y otros. La comunicación digital ha hecho que las distancias se deshagan, y
esta erosión de la distancia espacial va de la mano de la corrosión de las
distancias mentales: nos pensamos acompañados cuando, en realidad, estamos más
abandonados que nunca, más aislados que nunca, mientras nos exponemos
«pornográficamente», en expresión de Han, de manera impudorosa ante los demás:
mostramos nuestros intereses, nuestras acciones, nuestra cotidianidad. Exponemos,
pero no compartimos. La masa de individuos se ha convertido, finalmente, en
masa de objetos que se venden y promocionan en el inmenso escaparate del
panóptico digital.
Y este punto, uno de los centrales en el pensamiento de Han,
es también una de nuestras grandes lacras contemporáneas: la descentralización
de un poder que ejercemos, en forma de falsa libertad, contra nosotros
mismos. Explica
Han: «Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los
individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros».
El enjambre sólo produce, al fin y al cabo, ruido. Un ruido ensordecedor que no
dice nada coherente: sólo grita y pervierte la relación de la ciudadanía
consigo misma.
El ciudadano ha devenido en consumidor: de sí mismo, de todo
lo demás. El
«me gusta» como el amén digital, como el credo de nuestro tiempo: «Cuando
hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un
entramado de dominación. El smartphone no es sólo un eficiente
aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil».
Byung-Chul Han es una referencia imprescindible de la
filosofía de nuestra actualidad. Acompañado de un hondo conocimiento de la historia del
pensamiento, y en paralelo al examen minucioso de la realidad contemporánea,
Han ha conseguido, como pocos, crear una visión de conjunto que permite mirar a
los ojos a la realidad. No para hacerle frente como quien lucha contra un
hambriento y descomunal titán, sino como quien, ante él, examina las
posibilidades de erosionar su gigantesco poder a través de pequeñas, constantes
y cotidianas acciones.
Han advierte: nosotros mismos sostenemos el poder a través
del uso de las redes sociales, del empleo de tarjetas bancarias, de la
aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de
nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios
empresariales, etc. Nos hemos convertido en el poder. No somos sus
instrumentos: somos sus ejecutores
Imperativo neoliberal: sé feliz, vive sin dolor
En su libro más reciente, La sociedad paliativa — publicado
por Herder, como todas sus obras anteriores en castellano y catalán—, el filósofo Byung-Chul Han
vuelve a analizar la sociedad actual. En esta ocasión hace una nueva y
precisa radiografía del mundo que vivimos y avisa: el exceso de
positividad y el imperativo neoliberal de ser feliz nos obliga a evitar u
ocultar cualquier tipo de dolor, y esto nos hace vivir anestesiados. La
relación que establecemos con el dolor revela el tipo de sociedad que hemos
creado, dice Han; la manera que una sociedad tiene de enfrentarse al dolor dice
mucho de ella. Y no dice nada bueno en este caso.
¿Qué pasa en una sociedad si se elimina todo sufrimiento, si
desaparece toda sensación de dolor, incluso la más mínima? Que lejos de construir un mundo más
pleno, equilibrado y feliz, la ausencia de conflicto y confrontaciones acaba
instaurando una posdemocracia, una democracia paliativa, anestesiada.
Esta es la reflexión que hace Byung-Chul Han en La
sociedad paliativa. Y, advierte el filósofo, es este tipo de sociedad la que hemos
creado y en la que vivimos hoy, con sus grandes peligros. La vida indolora de
esta sociedad paliativa impide que se produzca la capacidad transformadora que
tiene la negatividad.
Hoy, en nuestra sociedad no hay lugar para el sufrimiento. Hemos desarrollado una fuerte
intolerancia al dolor, incluso una auténtica fobia hacia él. El neoliberalismo
nos ha impuesto una aspiración de felicidad constante —con mensajes continuos
de «sé feliz», «tú puedes», «querer es poder», «rendirse no es una opción»— que
intenta evitar a toda costa cualquier estado doloroso. El resultado de esta
lucha diaria contra el conflicto y el confrontamiento es un estado de anestesia
permanente.
Vivir de espaldas al dolor, combatiéndolo y ocultándolo
permanentemente, hace que nos resulte muy difícil empatizar con el dolor del
otro. Y vivir
de espaldas a la muerte afecta a la vida humana misma.
Las sociedades premodernas tenían una relación muy íntima con
el dolor y la muerte. Estos
no se ocultaban, no se silenciaban; las sociedades se enfrentaban a ellos con
dignidad. Muy al contrario, en la actualidad, vivimos una exaltación de la
felicidad y la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad.
Y el dolor es la negatividad por excelencia. Esto se extiende a todos los
ámbitos: el personal, el social, el político…
«Aumenta la presión para acatar acuerdos y para establecer
consensos. La política se acomoda en una zona paliativa y pierde toda
vitalidad. La política
paliativa no es capaz de tener visiones ni de llevar a cabo reformas
profundas que pudieran ser dolorosas. Prefiere echar mano de analgésicos que
surten efectos provisionales y que no hacen más que tapar las disfunciones y
los desajustes sistemáticos. La política paliativa no tiene el
valor de enfrentarse al dolor», escribe Han.
En nuestra sociedad no hay lugar para el sufrimiento, dice
Han. Hemos desarrollado una fuerte intolerancia al dolor, incluso una auténtica
fobia hacia él. El neoliberalismo nos ha impuesto una aspiración de felicidad
constante que intenta evitar a toda costa cualquier estado doloroso
Hoy solo nos preocupa sobrevivir; vivimos en la sociedad de
la supervivencia en la que se ha perdido la capacidad de valorar la calidad de
vida. La
ideología neoliberal de la resiliencia —la capacidad de adaptación y de
recuperación frente a una situación adversa o dolorosa— toma las experiencias
traumáticas como catalizadores para incrementar el rendimiento. Entrenar la
resiliencia como ejercicio de fuerza psicológica, señala Han, busca convertir
al ser humano en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor y continuamente
feliz. Y esto esconde una alta exigencia de rendimiento y —de nuevo vuelve a
recordarnos— hace que nos autoexplotemos sin límite.
Tomado de Filosofía&Co