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30 octubre, 2022

Byung-Chul Han: radiografía de una sociedad intolerante al dolor

En su nuevo libro, Han advierte que el deseo constante de frenar el dolor y querer ocultarlo a toda costa crea lo que él llama una sociedad paliativa que impide que se produzca la capacidad transformadora que tiene la negatividad. Y crea una sociedad anestesiada. Imagen de Ana Krach en Pixabay.

El filósofo Byung-Chul Han analiza a través de sus libros el mundo en el que vivimos y nos pone ante el espejo de los males que afectan al entorno que hemos construido y en el que nos desenvolvemos. El último que ha publicado, La sociedad paliativa, analiza el papel del dolor y de su desaparición en la sociedad contemporánea. Promete convertirse, de nuevo, en todo un best seller.

El profesor surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) se ha ganado a la fuerza, durante varios años de éxitos editoriales con libros en los que nunca ha dejado de pensar imperativamente nuestro presente, el apelativo de filósofo de referencia. Es una de las figuras intelectuales más conocidas y citadas y, sea para elogiarlo o criticarlo, su nombre se ha impuesto en el mundo de la filosofía y el pensamiento.

Estudió Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la Universidad de Múnich. Desde 2012 es profesor de Filosofía y Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Autor de una veintena de títulos, desde que aparecieran sus primeros libros traducidos al español, Han no ha dejado de cosechar éxitos en España y Latinoamérica. Y lo que es más importante: el profesor y pensador surcoreano ha logrado alzarse y mantenerse como una de las voces más autorizadas para analizar los distintos males de nuestro tiempo. Para denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar.

Aunque Han ha publicado obras muy enjundiosas, extensas y de muy hondo calado teórico y filosófico (como Muerte y alteridad, Hegel y el poder o Caras de la muerte), su filosofía no es la del erudito encerrado entre las paredes de la academia. Sus libros, sus ideas, han conseguido traspasar el muro de la erudición y conceptos como «sociedad del cansancio», «expulsión de lo distinto», «enjambre», «psicopolítica», «sociedad de la transparencia» o «sujeto de producción» se han impuesto como nociones de uso normal en los debates filosóficos y culturales de nuestros días.

El profesor y pensador surcoreano ha logrado ser una de las voces más autorizadas para analizar los males de nuestro tiempo. Para denunciarlos. Para reflexionar sobre ellos. Para invitar a pensar inexorablemente a partir de ellos. Y para, llegado el caso, actuar

Filosofía desde y para el presente

Las distintas reflexiones y tensiones que pueblan los libros de Han están impregnadas por una preocupación constante: la del poder. Un poder que se nos hace cada vez más omnímodo, pero que, paradójicamente, cada vez es más difícil de detectar y aminorar, porque, de alguna forma, silenciosa y subrepticiamente, nos hemos hecho partícipes de él. Nosotros mismos lo sostenemos cada día a través del uso de las redes sociales, del empleo indiscriminado de tarjetas bancarias, de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios empresariales, etc. Nos hemos convertido, nosotros mismos, en ese mismo poder. No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores.

Ello nos ha hecho ser, por otra parte, empresarios de nosotros mismos. El «sujeto neoliberal», a juicio de Byung-Chul Han, se encuentra (consciente y voluntariamente) encerrado en un sistema muy eficiente que explota su libertad y hace de él un esclavo funcional en el que el rendimiento continuo se ha convertido en la piedra de toque a partir de la cual se configura su actividad, tanto consigo mismo como con los demás. Somos esclavos absolutos porque ni siquiera tenemos amo, o no tenemos a quién señalar (la perversidad de la burocracia, como ya señalara Hannah Arendt); y de tenerlo, somos nosotros mismos. Somos nosotros quienes de continuo nos autoexplotamos.

De esta forma, asegura Han, a través del ejercicio de esta aparente libertad individual se lleva a cabo —es decir, se expone y materializa— la libertad del capital, y apunta en una expresión digna de ser recordada: «De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital. La libertad confiere al capital una subjetividad ‘automática’ que lo impulsa a la reproducción activa». Y así es como el capital «pare» a sus criaturas, que fomentan y reproducen una y otra vez la diabólica dinámica de la autoexplotación, que el individuo acepta de buen grado al considerarse enteramente libre.

Vivimos en una ilusión: la proporcionada por una falsaria libertad que nos arroja a un mundo en el que somos trabajadores que se explotan a sí mismos en su propia empresa. La empresa del yo, de la individualidad, la del enjambre en el que no se puede lograr comprender la dinámica del conjunto, sino que cada individuo se particulariza y embebece de sí mismo sin atender a los problemas comunes. Es el imperio de la idiotez en el sentido etimológico griego, de quienes no pueden ver más allá de sus narices porque están demasiado ocupados explotándose a sí mismos, lo que convierte al sujeto contemporáneo, en expresión de Han, en alguien que ejerce una «autoagresividad» que nos convierte en individuos depresivos y tendentes a un insano aislamiento.

De esta manera, los ingredientes para ejercer un poder invisible, peligrosamente despótico, están servidos. Los grandes imperios económicos y las políticas gubernamentales al servicio del neoliberalismo más despiadado, defiende Han, nos han sumido en el funcionamiento de un panóptico digital, en cuyo desarrollo participamos activamente: «La sociedad del control digital hace un uso intensivo de la libertad. Es posible sólo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos».

Ese omnipresente poder que ha sido trasvasado al sujeto compone una amenaza añadida, y es la imposibilidad de que exista espacio entre unos individuos y otros. La comunicación digital ha hecho que las distancias se deshagan, y esta erosión de la distancia espacial va de la mano de la corrosión de las distancias mentales: nos pensamos acompañados cuando, en realidad, estamos más abandonados que nunca, más aislados que nunca, mientras nos exponemos «pornográficamente», en expresión de Han, de manera impudorosa ante los demás: mostramos nuestros intereses, nuestras acciones, nuestra cotidianidad. Exponemos, pero no compartimos. La masa de individuos se ha convertido, finalmente, en masa de objetos que se venden y promocionan en el inmenso escaparate del panóptico digital.

Y este punto, uno de los centrales en el pensamiento de Han, es también una de nuestras grandes lacras contemporáneas: la descentralización de un poder que ejercemos, en forma de falsa libertad, contra nosotros mismos. Explica Han: «Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros». El enjambre sólo produce, al fin y al cabo, ruido. Un ruido ensordecedor que no dice nada coherente: sólo grita y pervierte la relación de la ciudadanía consigo misma.

El ciudadano ha devenido en consumidor: de sí mismo, de todo lo demás. El «me gusta» como el amén digital, como el credo de nuestro tiempo: «Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es sólo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil».

Byung-Chul Han es una referencia imprescindible de la filosofía de nuestra actualidad. Acompañado de un hondo conocimiento de la historia del pensamiento, y en paralelo al examen minucioso de la realidad contemporánea, Han ha conseguido, como pocos, crear una visión de conjunto que permite mirar a los ojos a la realidad. No para hacerle frente como quien lucha contra un hambriento y descomunal titán, sino como quien, ante él, examina las posibilidades de erosionar su gigantesco poder a través de pequeñas, constantes y cotidianas acciones.

Han advierte: nosotros mismos sostenemos el poder a través del uso de las redes sociales, del empleo de tarjetas bancarias, de la aceptación de que nos graben en casi cualquier lugar como viandantes, de nuestra no-resistencia ante los poderes económicos y los emporios empresariales, etc. Nos hemos convertido en el poder. No somos sus instrumentos: somos sus ejecutores

Imperativo neoliberal: sé feliz, vive sin dolor

En su libro más reciente, La sociedad paliativa — publicado por Herder, como todas sus obras anteriores en castellano y catalán—, el filósofo Byung-Chul Han vuelve a analizar la sociedad actual. En esta ocasión hace una nueva y precisa radiografía del mundo que vivimos y avisa: el exceso de positividad y el imperativo neoliberal de ser feliz nos obliga a evitar u ocultar cualquier tipo de dolor, y esto nos hace vivir anestesiados. La relación que establecemos con el dolor revela el tipo de sociedad que hemos creado, dice Han; la manera que una sociedad tiene de enfrentarse al dolor dice mucho de ella. Y no dice nada bueno en este caso.

¿Qué pasa en una sociedad si se elimina todo sufrimiento, si desaparece toda sensación de dolor, incluso la más mínima? Que lejos de construir un mundo más pleno, equilibrado y feliz, la ausencia de conflicto y confrontaciones acaba instaurando una posdemocracia, una democracia paliativa, anestesiada.

Esta es la reflexión que hace Byung-Chul Han en La sociedad paliativa. Y, advierte el filósofo, es este tipo de sociedad la que hemos creado y en la que vivimos hoy, con sus grandes peligros. La vida indolora de esta sociedad paliativa impide que se produzca la capacidad transformadora que tiene la negatividad.

Hoy, en nuestra sociedad no hay lugar para el sufrimiento. Hemos desarrollado una fuerte intolerancia al dolor, incluso una auténtica fobia hacia él. El neoliberalismo nos ha impuesto una aspiración de felicidad constante —con mensajes continuos de «sé feliz», «tú puedes», «querer es poder», «rendirse no es una opción»— que intenta evitar a toda costa cualquier estado doloroso. El resultado de esta lucha diaria contra el conflicto y el confrontamiento es un estado de anestesia permanente.

Vivir de espaldas al dolor, combatiéndolo y ocultándolo permanentemente, hace que nos resulte muy difícil empatizar con el dolor del otro. Y vivir de espaldas a la muerte afecta a la vida humana misma.

Las sociedades premodernas tenían una relación muy íntima con el dolor y la muerte. Estos no se ocultaban, no se silenciaban; las sociedades se enfrentaban a ellos con dignidad. Muy al contrario, en la actualidad, vivimos una exaltación de la felicidad y la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad. Y el dolor es la negatividad por excelencia. Esto se extiende a todos los ámbitos: el personal, el social, el político…

«Aumenta la presión para acatar acuerdos y para establecer consensos. La política se acomoda en una zona paliativa y pierde toda vitalidad. La política paliativa no es capaz de tener visiones ni de llevar a cabo reformas profundas que pudieran ser dolorosas. Prefiere echar mano de analgésicos que surten efectos provisionales y que no hacen más que tapar las disfunciones y los desajustes sistemáticos. La política paliativa no tiene el valor de enfrentarse al dolor», escribe Han.

En nuestra sociedad no hay lugar para el sufrimiento, dice Han. Hemos desarrollado una fuerte intolerancia al dolor, incluso una auténtica fobia hacia él. El neoliberalismo nos ha impuesto una aspiración de felicidad constante que intenta evitar a toda costa cualquier estado doloroso

Hoy solo nos preocupa sobrevivir; vivimos en la sociedad de la supervivencia en la que se ha perdido la capacidad de valorar la calidad de vida. La ideología neoliberal de la resiliencia —la capacidad de adaptación y de recuperación frente a una situación adversa o dolorosa— toma las experiencias traumáticas como catalizadores para incrementar el rendimiento. Entrenar la resiliencia como ejercicio de fuerza psicológica, señala Han, busca convertir al ser humano en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor y continuamente feliz. Y esto esconde una alta exigencia de rendimiento y —de nuevo vuelve a recordarnos— hace que nos autoexplotemos sin límite.

Tomado de  Filosofía&Co