Frente a quien seguramente fue su modelo, la reina Victoria,
a Isabel II le tocó en suerte un destino mucho más complejo y una tarea
finalmente amarga.
En efecto, si su tatarabuela fue la figura que estuvo por
detrás de la creación del imperio británico en las últimas décadas del siglo
XIX, la monarca recientemente fallecida debió llevar adelante, en cambio,
aquella transición que contribuiría a desmontar la cada vez más añeja
estructura imperial británica.
En efecto, Isabel II fue monarca en tiempos difíciles para el
que hasta hace un siglo fue considerado como el último gran imperio en
Occidente.
En este sentido, y si bien el Reino Unido terminó la Segunda Guerra Mundial como una de sus potencias triunfantes, pronto se desarrolló una crisis política y económica que obligó al poder monárquico a repensar todo su tradicional esquema de poder global. La dinámica capitalista evidenciaba cambios, y Londres debía amoldarse a esas transformaciones, motivadas en gran medida, por impulso del llamado “Tercer Mundo”.
Los movimientos independentistas y de liberación nacional en
los diversos territorios coloniales existían desde fines del siglo XIX, pero se
verían fortalecidos principalmente por la Revolución Rusa y la prédica
leninista en torno al imperialismo.
La Unión Soviética no sólo se convertiría en un modelo a
seguir para varios de los protagonistas de esas luchas populares, sino que
desde Moscú existió además el claro interés por favorecer a esos movimientos,
bajo la convicción de que mediante su apoyo no sólo se obtendrían aliados en territorios
distantes como África y Asia, sino que de ese modo también se contribuiría al
progresivo debilitamiento de la potencia británica.
Pero sería la Segunda Guerra Mundial el proceso que
involucraría a las naciones incipientes y a sus movimientos revolucionarios en
procesos de lucha que, una vez acabado el conflicto bélico, derivarían en la
búsqueda de autonomías e independencias. La Conferencia de Bandung, en 1955,
resultaría fundamental para consolidar y forjar una creciente unidad entre
pueblos y naciones en lucha en geografías distantes de Asia, África y América
Latina.
Es cierto que la India, conocida como la “Joya del Imperio”,
obtuvo su independencia en 1947, es decir, cinco años antes de que Isabel II
accediera al trono. Pero desde 1952, cuando inició su gobierno, y hasta bien
entrada la década de los 70, la Reina debió encargarse de administrar un
proceso de descolonización que transformaría al Reino Unido para siempre.
La fórmula era dura y simple al mismo tiempo: Londres se
desprendería gradualmente de territorios coloniales que resultaba complejo
continuar dominando, a cambio de que buena parte de éstos decidieran
incorporarse al Commonwealth, una suerte de hermandad internacional, con una
falsa impronta igualitaria, creada principalmente para el beneficio comercial
de Gran Bretaña.
En este proceso de pérdida de territorio, la monarquía
ostentaría un poder progresivamente más simbólico que real, amparada por un
manejo consciente de los medios de comunicación que llevarían la presencia
virtual de la Reina a prácticamente todos los confines del planeta. La
televisión, difundida prácticamente desde los inicios del reinado de Isabel II,
cumpliría un papel estratégico en este replanteo radical de la hegemonía.
En el medio, las reiteradas visitas de Estado y las giras por
territorios africanos y asiáticos, concebidos en el imaginario popular como
territorios coloniales, se encargarían de reafirmar un poder que, en los
hechos, ya no era el mismo. Las transmisiones televisivas de Isabel II
dialogando con jefes tribales o los safaris de su marido, Felipe de Edimburgo,
en la sabana africana cumplieron justamente con la recreación de un imperio
que, sin embargo, ya se encontraba en plena decadencia.
Los conflictos fueron inevitables y se profundizaron a medida
que distintas naciones conseguían su independencia. Y desde la liberación de
Egipto, en 1952, Isabel II comprendió que la descolonización era ya un proceso
inevitable, si bien se mantuvo especialmente obstinada en la preservación de
aquellos territorios que cumplían una finalidad estratégica para la Corona,
como ocurrió con las Islas Malvinas en 1982.
En la actualidad, tal como se pudo apreciar en las
celebraciones por los setenta años de su reinado, hoy son varias las naciones
que continúan bajo la égida británica y que buscan su independencia o, al
menos, un mayor grado de autonomía que el concedido hasta el momento.
De hecho, las giras realizadas por varios miembros de la
familia real en territorio centroamericano y caribeño en el mes de mayo con
motivo del jubileo de la monarquía tuvieron que ser modificadas o directamente
suspendidas frente a escenarios de masivas protestas ciudadanas, como ocurrió
en Jamaica, Antigua y Barbuda, Belice, etc.
Sobre todo en estos últimos tiempos, la corona, ensimismada
en sus propias preocupaciones e intereses, finalmente pareció no darse cuenta
del cambio de época y de que la modernización debía cumplirse también en nuevos
escenarios y nuevos frentes de lucha.
Tomado de Página 12 / Argentina - Imagen: AFP