El derecho es, ante todo, un instrumento facilitador de la
convivencia humana pacífica, ya que pretende resolver los conflictos acudiendo
a reglas, normas y principios previamente definidos, aplicados por un tercero
independiente e imparcial, es decir, un juez, que evalúa las pruebas y los
argumentos que sustentan una y otra posición en tal conflicto.
De ahí entonces que, cuando el derecho, y particularmente el
derecho penal, se utilizan con fines distintos a la paz social, es decir, como
un arma arrojadiza para derrotar políticamente a los contrarios, valiéndose
para ello de la connivencia de fiscales y jueces que no son ni pretenden ser
imparciales, sino que están desde el inicio comprometidos con los intereses de
una de las partes en conflicto, se produce la perversión misma del derecho y
del más elemental sentido de justicia.
Cuando esto sucede estamos frente al más crudo ejercicio del poder, porque si un fiscal o un juez renuncia a su deber de imparcialidad es ya parte de un bando enfrentado en contra del otro, echando por tierra siglos de evolución jurídica y civilizatoria.
Por desgracia esto está ocurriendo cada vez con más
frecuencia, al punto que fue necesario ponerle un nombre. Se trata del Lawfare o
guerra jurídica que ha sido definido por Camila
Vollenweider como:
“…el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política,
destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político”, en
el que usualmente se combinan “acciones aparentemente legales con una amplia
cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos
familiares cercanos), de forma tal que este sea más vulnerable a las
acusaciones sin prueba”.
Aun cuando en muchas ocasiones estas denuncias y querellas
basadas en hechos falsos no prosperan, provocan un daño reputacional muy
difícil de reparar en la persona imputada maliciosamente. Sin embargo, hay
ocasiones en las que estas acusaciones prosperan y el caso termina en condena,
ya que las injerencias políticas en el poder judicial generalmente no se
dirigen a los tribunales inferiores, sino que se instalan en las altas esferas
de la judicatura, como una Corte Suprema o un Tribunal Constitucional. ¿Cómo
saber cuándo estamos en presencia de uno de estos casos? Hay que analizar la
argumentación. Las resoluciones judiciales más importantes deben ser motivadas,
es decir, fundamentadas, y esta es una garantía porque por mucho que el derecho
sea interpretable y la prueba evaluable, no se puede justificar lo
injustificable, y allí entonces quedará patente la evidencia de este lawfare.
La instrumentación del derecho con fines políticos es una de
las estrategias preferidas del fascismo que, aunque cueste, debemos reconocer
que ha regresado, y lo ha hecho en todo el mundo. El fascismo usa códigos muy parecidos a los
que utiliza la mafia y en general el crimen organizado. Se castiga la deslealtad,
la venganza es algo normal y necesario, impera la «omertá» (ley del silencio
que proviene de los mafiosos sicilianos) y se plantea la eliminación del
contrario como medio para conseguir sus fines. Si la eliminación física es
posible, se perpetra, como sucedió en las dictaduras del siglo XX en Europa y
en América Latina, incluido el nazismo y el franquismo, pero hoy, que es más
difícil garantizar la total impunidad del asesinato o la desaparición forzada,
se recurre al desprestigio constante o a su encarcelamiento en base a
acusaciones falsas (lawfare) o a su bloqueo mediático como actor
político y social. La idea es la misma, neutralizar al oponente y sacarlo del
camino, haciendo sinónimas las palabras adversario político y enemigo.
Latinoamérica y Argentina
Por desgracia, este fenómeno está presente en todo el mundo,
también en España y, como no, en América Latina donde, como digo en mi último
libro Los disfraces del fascismo: “se están normalizando verdaderos
procesos penales de autor”. Evo Morales y García Linera en Bolivia; Rafael
Correa y Jorge Glas en Ecuador; Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil; y,
nuevamente, en la Argentina la exprimera dama, expresidenta, actual
vicepresidenta y posible futura candidata, Cristina Fernández de Kirchner.
Pretenden impedir que Cristina se presente nuevamente de
candidata, proscribiéndola del próximo acto electoral, para lo cual los
fiscales Diego Luciani y Sergio Mola (sí amigas y amigos, hay que nombrarlos),
no tienen recato alguno ni temen al juicio de la historia, por lo que intentan
como pueden defender lo indefendible y mantener una acusación que naufraga
estrepitosamente en las aguas de la razón. Es la degradación del sentido de la
justicia y del derecho en Argentina, pues se trata de servidores públicos que
han mancillado su juramento de independencia e imparcialidad para vergüenza del
gremio completo de juristas.
Cristina Fernández fue procesada en más de doce ocasiones, en
casi todas ellas con la intervención de los mismos fiscales y jueces, con
probados vínculos con el anterior presidente Mauricio Macri. Hay evidencia de
operativos de vigilancia e inteligencia contra Cristina Fernández, así como de
escuchas ilegales que fueron convenientemente filtradas a los medios. Se trató
de una constante persecución judicial y de las agencias de inteligencia hacia
ella y a sus hijos desde la toma del poder de Mauricio Macri. En la causa
Vialidad, la líder peronista está siendo acusada por supuestas irregularidades
que habrían ocurrido hace más de 15 años y que nunca fueron probadas, pero por
las que la fiscalía pide ahora 12 años de prisión e inhabilitación perpetua
para el ejercicio de cargos públicos. Se quiere hacer responsable a la actual
vicepresidenta de la nación acudiendo prácticamente a un concepto de responsabilidad
objetiva, algo terminantemente prohibido por el derecho penal desde la
Ilustración.
También se ha vulnerado su derecho a la defensa, al no
permitírsele ampliar su declaración frente a hechos nuevos agregados en los
alegatos del fiscal. Además, el Juez Gustavo Hornos, integrante de la Sala IV
de la Cámara de Casación Penal, visitó al entonces presidente Macri en la Casa
Rosada dos días antes de dictar el procesamiento de Cristina Fernández.
Asimismo, otros jueces del tribunal que está juzgando a la vicepresidenta y del
tribunal de la Casación, frecuentemente visitaban a Macri en su residencia
presidencial y en la privada, y jugaban al tenis y al fútbol juntos con el
fiscal Luciani. Una verdadera camaradería política que une a jueces y fiscales
con el poder político conservador más retrógrado de los últimos años en
Argentina.
Aunque se dictara sentencia próximamente, todo indica que la
apelación y el recurso de casación no estarán resueltos antes de las próximas
elecciones presidenciales, por lo que la injerencia del poder judicial en el
próximo proceso electoral es más que evidente al carecer de fundamentos y estar
viciada en su origen.
Como bien señala el Consejo Latinoamericano de Justicia y
Democracia (CLAJUD) en su declaración
pública: “La
gravedad de la situación ya había sido alertada en un informe de la relatoría
especial sobre independencia judicial de los magistrados y abogados de Naciones
Unidas, de 2019.”
Y es que ya vivimos esto en Brasil con el lawfare contra
Lula y la presidenta Dilma Rousseff, obligada a dimitir en lo que tuvo toda la
apariencia de un golpe de Estado blando, detrás del cual estuvo Jair Bolsonaro,
así como en el otro golpe, este no tan blando, perpetrado en Bolivia que
propició Jeanine Áñez apoyada por otros líderes y con la inestimable ayuda del
secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Las estrategias son las mismas, y en todos los casos se trata
de una guerra judicial que alimenta campañas de desinformación y odio político
con un claro propósito de favorecer a la ultraderecha, en contra de la voluntad
mayoritaria, es decir, que son estrategias antidemocráticas por quienes quieren
imponer su voluntad por sobre la de la mayoría.
¿Qué hacer?
Hoy es el turno de Argentina, pero la ultraderecha está
actuando coordinadamente en todo el mundo, por lo que los progresistas debemos
unirnos para defender la democracia, nuestras libertades, los derechos humanos
y el medioambiente. Como dijera en otro de mis libros, La encrucijada:
“Es nuestro deber como demócratas, porque ya sabemos adónde lleva este camino
por el que nos quieren arrastrar nuevamente los fascistas. Acaba en Auschwitz,
en Dachau, en Buchenwald, en Mauthausen-Gusen, acaba en una cámara de gas y en
un crematorio, acaba en la ESMA y en los vuelos de la muerte, acaba en Villa
Grimaldi y en Colonia Dignidad”.
Frente a todo esto, creo que nuestro deber es señalar y
responsabilizar a quienes han abdicado de sus altas funciones y se han
doblegado al poder, por interés, conveniencia o afinidad ideológica, a quienes
han dejado de ser auténticos servidores públicos, fiscales y jueces
independientes e imparciales, y se han convertido en cómplices de un show
mediático y judicial con consecuencias nefastas para la democracia.
A los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola, y al juez Gustavo
Hornos, como a los demás magistrados del grupo a quienes alguien podría
tildarles de formar una auténtica “asociación ilícita” para favorecer sus
espurios intereses político-económicos comunes, les digo, lo que estáis
haciendo no hay como justificarlo por los caminos del derecho. Como dijo
Unamuno, venceréis, pero no convenceréis. A los demás jueces que deben decidir,
que al parecer y según dice la prensa de uno y otro signo serían también
contrarios a Cristina Fernández y leales a Macri, así como a los jueces de los
tribunales superiores de justicia que revisarán las sentencias; a todos ellos
les digo: el mundo los está mirando, no podéis tapar el sol con un dedo, pensad
muy bien si queréis ser recordados y estudiados en las universidades como
aquellos jueces que se prestaron para que el poder judicial de vuestro país
incida de manera indebida en la política contingente y en un proceso electoral
democrático, porque una cosa es segura, la historia no les absolverá. No
cometáis la torpeza de convertiros en el Sanedrín argentino.
* Jurista, presidente
de FIBGAR y miembro del CLAJUD
Tomado de Página 12 /
Argentina.