Por Lucía
Mbomío
El concepto «casa» es algo que se construye sin ladrillos o
con ellos, siempre y cuando estén fabricados de recuerdos. Está relacionado con
el lugar en el que nos reconocemos y al que pensamos volver, con el sitio en el
que sembramos jardines enteros de memorias y con los espacios en los que nos
sentimos a salvo.
«Casa» puede ser el país de nacimiento, el que se escogió
para vivir o hasta un rincón mínimo carente de bandera, en el que el himno sea
un silbido espontáneo que devino en melodía de referencia.
A pesar de que en el imaginario colectivo las personas que migran son solo brazos negros, fuertes, productivos y eternamente jóvenes, también hay mujeres y hombres ancianos africanos que llegaron hace más de medio siglo para los que «casa» es su pueblo de origen. De modo, que tras décadas trabajando en tierras conocidas y extrañas de corazón, no es raro que decidan volver a su aldea para envejecer en el mismo punto en el que nacieron.
Ese regreso es un viaje al fin, una forma de evidenciar el
ocaso y de juntarse con quienes se perdieron todo lo de en medio pero sí
compartieron un inicio bello. La vuelta supone reencontrarse con gente a la que
se profesa cariño a años y a kilómetros de separación y con miembros nuevos de
la familia a los que se quiere aunque se les conozca solo por fotos o de
refilón.
Sin embargo, el hecho de tener hijos y nietos que ya son
españoles o del camino –y que no se plantean acompañar a sus progenitores al
país de origen– y, en los últimos tiempos, además, la pandemia han supuesto un
freno forzoso en esa tendencia. La falta de garantías sanitarias y la
dificultad en los desplazamientos sumados a una avanzada edad han provocado que
mucha gente se haya visto obligada a quedarse en suelo europeo, sana, sí, pero
con dolor. Hablamos de personas que no dijeron a sus parientes adiós sino hasta
luego porque pensaron que se verían el verano siguiente y que habría una
próxima vez.
Así las cosas, Europa deviene resignación y la única opción
es cómo envejecer sin saber cómo se es viejo en este contexto y cómo despedirte
de ti mismo sin renunciar a ser quien eres. Probablemente partiendo de esas
reflexiones, la comunidad china ya cuenta con el primer centro de día para
personas mayores situado en Usera, un barrio madrileño en el que se concentran
muchos ciudadanos del país. Ahí cumplen años cuidados, entendidos y sin hacer
esfuerzos de traducción entre mundos. En su local acercan su tierra y se juntan
los abuelos que hace décadas se fueron de ella.
Lo cierto es que las asociaciones africanas de países,
regiones o pueblos/etnias, fundadas con el objetivo de transmitir a las
generaciones venideras raíz y conocimientos, llevan mucho tiempo existiendo y
su labor ha sido y es encomiable. Eran lo habitual antes de que el antirracismo
nos aglutinara por color y borrara, al menos estando aquí, las fronteras. No
obstante, hay áreas como la salud mental y física que le competen a un sistema
sanitario que todavía no tiene en cuenta que la sociedad española, también en
la senectud, es heterogénea. La enfermedad es objetiva, pero la manera de
trabajar la prevención, además de lo científico, tiene un componente cultural.
Hay ancianos africanos que, por ejemplo, jamás harían un crucigrama para
fortalecer la memoria o que no jugarían al tute, el mus o la brisca y que, en
cambio, con gusto echarían partidas a juegos tradicionales. Por eso, y hasta
que se asuma nuestra existencia en todas las franjas de edad, es importante
contar con espacios propios y con profesionales del ámbito de la geriatría que
contemplen la España de 2022 en su totalidad. ¿Lo harán?
Texto tomado de MUNDO NEGRO / España - Imagen: 123RF