En esta entrevista, el reconocido intelectual plantea la
necesidad de pelear por una salida negociada urgente a la guerra y analiza cómo
Occidente juega con la vida de los ucranianos, y el hambre en todo el mundo,
para tratar de acorralar a la Rusia de Putin.
Por C. J. Polychroniou
La guerra en Ucrania está causando sufrimientos humanos
inimaginables, pero también tiene consecuencias económicas globales y es una
noticia terrible para la lucha contra el calentamiento global. De hecho, como
resultado de los crecientes costos de la energía y las preocupaciones por la
seguridad energética, los esfuerzos de descarbonización han pasado a un segundo
plano. En Estados Unidos, el gobierno de Biden ha adoptado el lema
republicano perfora, nene, perfora, Europa está empeñada en
construir nuevos gasoductos e instalaciones de importación, y China planea
elevar la capacidad de producción de carbón. ¿Puede usted comentar sobre las
implicaciones de estos desafortunados sucesos y explicar por qué el pensamiento
cortoplacista sigue prevaleciendo entre los líderes mundiales, aun en un
momento en que la humanidad podría estar al borde de una amenaza a nuestra
existencia?
--La última pregunta no es nueva. En una forma o en otra, ha
surgido a lo largo de la historia. Recordemos un caso que se ha estudiado a
fondo: ¿por qué los líderes políticos fueron a la guerra en 1914, con absoluta
confianza en su propia rectitud? ¿Y por qué los más prominentes intelectuales
en todos los países en guerra se alinearon con apasionado entusiasmo en apoyo
de su propio Estado… fuera de un puñado de disidentes, los más destacados de
los cuales fueron encarcelados (Bertrand Russell, Eugene Debs, Rosa Luxemburgo
y Karl Liebknecht)? No era una crisis terminal, pero era grave.
Este modelo se remonta en el tiempo. Y continúa con poco cambio después del 6 de agosto de 1945, cuando nos enteramos de que la inteligencia humana se había elevado al nivel en el que pronto sería capaz de exterminarlo todo.
Si observamos de cerca el modelo, en el curso de los años,
una conclusión parece surgir con claridad: lo que impulsa la política no es la
seguridad, al menos no la seguridad de la población, la cual es, cuando mucho,
una preocupación marginal. Lo mismo puede decirse de las amenazas a la
existencia. Tenemos que buscar en otro lado.
Un buen punto de partida, creo, es lo que parece el principio
mejor establecido de la teoría de las relaciones internacionales: la
observación de Adam Smith de que los ‘Amos de la Humanidad’ –en su tiempo los
comerciantes y fabricantes de Inglaterra– son ‘los principales arquitectos de
la política del Estado’. Utilizan su poder para asegurar que sus intereses
‘sean atendidos de la manera más peculiar’, por ‘dolorosos’ que fueran sus
efectos sobre otros, entre ellos el pueblo de Inglaterra, pero con más
brutalidad las víctimas de la ‘salvaje injusticia de los europeos’. El objetivo
particular de Smith era el salvajismo británico en India, entonces en sus
primeras etapas, pero ya bastante terrible.
Nada cambia mucho cuando la crisis se vuelve existencial. Los
intereses de corto plazo prevalecen. La lógica es clara en los sistemas
competitivos, como en los mercados no regulados. Quienes no participan en el
juego son excluidos con rapidez. La competencia entre los ‘principales
arquitectos de la política’ en el sistema estatal tiene propiedades un tanto
similares, pero debemos tener en mente que la seguridad de la población está
lejos de ser un principio rector, como la historia muestra con claridad.
Usted tiene razón en cuanto al horrible impacto de la
criminal invasión rusa de Ucrania. La discusión en Estados Unidos y Europa se
centra en el sufrimiento de Ucrania, lo cual es razonable, mientras aplaude
también nuestra política de acelerar la miseria, lo cual no es tan razonable.
Volveré sobre ello.
Veamos sólo un ejemplo, la peor crisis humana, de acuerdo con
Naciones Unidas: Yemen. Más de 2 millones de niños enfrentan una hambruna
inminente, según informa el Programa Mundial de Alimentos. Casi 100 por ciento
de sus cereales son importados, de los cuales Rusia y Ucrania aportan la mayor
cantidad de trigo y derivados (42 por ciento), además de harina rexportada y
trigo procesado para la misma región.
La crisis va mucho más allá. Intentemos ser honestos al
respecto: la perpetuación de la guerra es, en términos simples, un programa de
asesinato en masa sobre buena parte del Sur global.
Esa es la menor parte. En periódicos supuestamente serios se
analiza cómo Estados Unidos podría ganar una guerra nuclear con Rusia. Tales
análisis lindan en una locura criminal. Y, por desgracia, las políticas de
Estados Unidos y la OTAN proporcionan muchos posibles escenarios para una
rápida terminación de la sociedad humana. Para mencionar sólo una, Putin hasta
ahora se ha abstenido de atacar las líneas de suministro de armas pesadas a
Ucrania. No sería gran sorpresa si eso terminara, lo cual llevaría a Rusia y la
OTAN a un conflicto frontal, con un camino fácil hacia una intensificación que
bien podría conducir a un rápido adiós.
Más probable, de hecho muy probable, es una muerte más lenta
por medio del envenenamiento del planeta. El informe más reciente del PICC dejó
en claro que, para que haya alguna esperanza de un mundo habitable, debemos
dejar de usar combustibles fósiles ahora mismo, y avanzar con firmeza hasta su
pronta eliminación. Como usted señala, el efecto de la guerra actual es poner
fin a las de por sí limitadas iniciativas existentes, y de hecho revertirlas y
acelerar la carrera hacia el suicidio.
Naturalmente, reina gran jolgorio en las oficinas ejecutivas
de los consorcios dedicados a destruir la vida humana en la Tierra. Ahora no
sólo están libres de restricciones y de las quejas de molestos ambientalistas,
sino que se les elogia por ‘salvar a la civilización’ y reciben estímulos para
destruir aún más rápidamente. Ahora se les anima a desperdiciar recursos
escasos que se necesitan con desesperación para propósitos humanos y constructivos.
Y, al igual que sus socios en la destrucción masiva, las corporaciones de
combustibles fósiles, absorben recursos de los contribuyentes.
¿Qué podría ser mejor o, desde una perspectiva diferente, más
insensato? Haríamos bien en recordar las palabras del ex presidente Dwight D.
Eisenhower en su discurso de la Cruz de hierro de 1953:
“‘Cada arma que se fabrica, cada guerra que se emprende, cada
cohete que se dispara significa, en último sentido, un robo a quienes padecen
hambre y no son alimentados, quienes padecen frío y no son vestidos. Este mundo
en armas no sólo gasta dinero: gasta el sudor de sus trabajadores, el genio de
sus científicos, las esperanzas de sus niños. El costo de un bombardero pesado
moderno es éste: una moderna escuela de ladrillos en más de 30 ciudades. Es dos
plantas eléctricas, cada una capaz de atender a una población de 60 mil
personas. Es dos hospitales excelentes, plenamente equipados. Es unos 80
kilómetros de pavimento de pavimento. Pagamos por un solo avión caza con medio
millón de bushels de trigo. Pagamos por un solo destructor con nuevas casas que
podrían albergar a más de 8 mil personas… Ésta no es una forma de vida, en
ningún sentido verdadero. Bajo la nube de la amenaza de guerra, la humanidad
pende de una cruz de hierro’.
Estas palabras no podrían ser más apropiadas hoy.
Volvamos a la razón por la que los ‘líderes mundiales’
persisten en este curso insensato. Primero, veamos si podemos ver si alguno de
ellos merece ese apelativo, excepto por ironía.
Si los hubiera, estarían dedicados a poner fin al conflicto
en la única forma posible: mediante la diplomacia y la capacidad política. Las
líneas generales de un acuerdo político se han entendido desde hace mucho
tiempo. Las hemos examinado antes y también hemos documentado la dedicación de
Estados Unidos (con la OTAN a remolque) para socavar la posibilidad de un
acuerdo diplomático, de manera bastante abierta y con orgullo. No debería haber
necesidad de revisar de nuevo ese registro funesto.
Un dicho común es que el ‘loco Vlad’ está tan demente, y tan
inmerso en sueños guajiros de reconstruir un imperio y tal vez conquistar el
mundo, que no tiene caso ni siquiera escuchar lo que dicen los rusos… y sin
duda no hay necesidad de considerar un involucramiento diplomático con semejante
criatura. Por tanto, no exploremos siquiera la única posibilidad de poner fin
al horror y continuemos aumentándolo, sean cuales fueren las consecuencias para
Ucrania y para el mundo. Los líderes occidentales, y gran parte de la clase
política, están ahora consumidos por dos ideas principales: la primera es que
la fuerza militar rusa es tan abrumadora que pronto podría tratar de conquistar
Europa occidental, o incluso más allá. Por tanto, tenemos que ‘combatir a Rusia
allá’ (con cuerpos ucranianos), de modo que ‘no tengamos que combatir a Rusia
aquí’, en Washington, según nos advierte Adam Schmitt, del Partido Demócrata,
presidente del Comité Permanente sobre Inteligencia de la Cámara de
Representantes.
La segunda es que la fuerza militar rusa ha sido exhibida
como un tigre de papel, tan incompetente y frágil, y tan mal conducida, que no
puede conquistar ciudades ubicadas a unos kilómetros de su frontera, defendida
en gran parte por un ejército de ciudadanos.
Esta última idea es objeto de mucho alarde. La primera
inspira terror en nuestros corazones. Orwell definió el ‘pensardoble’ como la
capacidad de tener en mente dos ideas contradictorias y creer en ambas, locura
sólo imaginable en estados ultratotalitarios.
Si adoptamos la primera idea, debemos armarnos hasta los
dientes para protegernos de los planes demoniacos del tigre de papel, aun
cuando el gasto militar ruso es una fracción del de la OTAN, incluso sin contar
a Estados Unidos. Quienes sufren pérdida de memoria estarían felices de saber
que Alemania por fin ha recibido el mensaje, y pronto podría superar a Rusia en
gasto militar. Ahora Putin tiene que pensarlo dos veces antes de conquistar
Europa occidental.
Para repetir una obviedad, la guerra en Ucrania puede
terminar con un acuerdo diplomático, ya sea con rapidez o en una agonía
prolongada. La diplomacia, por definición, es un asunto de toma y daca. Cada
lado debe aceptarla. De ahí se sigue que, en un acuerdo diplomático, a Putin se
le debe ofrecer alguna puerta de escape.
O aceptamos la primera opción o la rechazamos: al menos en
eso no hay discusión. Si la rechazamos, elegimos la segunda opción. Puesto que
ésta es la preferencia casi universal en el discurso occidental, y sigue siendo
la política estadunidense, consideremos lo que implica.
La respuesta es directa: la decisión de rechazar la
diplomacia significa que nos involucraremos en un experimento para ver si el
perro rabioso irracional se escabullirá silenciosamente, en derrota total, o si
empleará los medios con los que sin duda cuenta para destruir a Ucrania y poner
el escenario para una guerra terminal.
Y, mientras realizamos este grotesco experimento con las
vidas de los ucranianos, nos aseguraremos de que millones mueran de hambre por
la crisis alimentaria, jugaremos con la posibilidad de la guerra nuclear, y
correremos con entusiasmo hacia la destrucción del ambiente que sostiene la
vida.
Por supuesto, es una posibilidad que Putin sencillamente se
rinda, y que se abstenga de usar las fuerzas bajo su mando. Y tal vez podamos
reírnos simplemente de las perspectivas de recurrir a las armas nucleares. Es
concebible, pero ¿qué clase de persona estaría dispuesta a jugarse esa apuesta?
La respuesta es: los líderes occidentales, de modo bastante
explícito, junto con la clase política. Eso ha sido obvio durante años, incluso
se ha expresado de manera oficial. Y para asegurarse de que todos entendamos,
la posición fue reiterada con fuerza en abril pasado, en la primera reunión
mensual del ‘grupo de contacto’, que incluye a la OTAN y a los países
asociados. La reunión no se realizó en la sede de la OTAN en Bruselas, Bélgica;
más bien, se derribaron todas las simulaciones y se llevó a cabo en la Base
Ramstein de la fuerza aérea estadunidense en Alemania, técnicamente territorio
alemán, pero que en el mundo real pertenece a Estados Unidos.
El secretario de la Defensa Lloyd Austin abrió la reunión
declarando: ‘Ucrania cree sin duda que puede ganar, y así lo creemos todos los
aquí presentes’. Por tanto, los dignatarios reunidos no deberían titubear en
enviar armamento avanzado a Ucrania y persistir en los otros programas que,
anunció con orgullo, llevarán de hecho a Ucrania al sistema de la OTAN. En su
sabiduría, los dignatarios asistentes y su líder garantizan que Putin no
reaccionará en las formas en que todos sabemos que puede hacerlo.
La historia de la planeación militar durante muchos años, de
hecho siglos, indica que ‘todos los aquí presentes’ tienen en efecto esas
notables creencias. Sea que las tengan o no, sin duda están dispuestos a llevar
a cabo el experimento con las vidas de los ucranianos y el futuro de la vida en
la Tierra.
Puesto que se nos asegura con tanta autoridad que Rusia
observará de manera pasiva todo esto sin reaccionar, podemos dar otros pasos
para ‘integrar de facto a Ucrania a la OTAN’, de acuerdo con los objetivos del
ministerio ucraniano de defensa, estableciendo ‘plena compatibilidad del
ejército ucraniano con los de los países de la OTAN’, y garantizando que no
pueda alcanzarse un acuerdo diplomático con ningún gobierno ruso, a menos que
de algún modo se convierta a Rusia en satélite estadunidense.
La actual política estadunidense prevé una guerra prolongada
para ‘debilitar a Rusia’ y asegurar su derrota total. Esta política es muy
similar al modelo afgano de la década de 1980, que, de hecho, ahora es
postulado explícitamente en los altos círculos, por ejemplo por la ex
secretaria Hillary Clinton.
Puesto que es cercana a la política actual del país, incluso
un modelo funcional, vale la pena observar lo que en realidad ocurrió en
Afganistán en la década de 1980, cuando Rusia lo invadió. Por fortuna, hoy
tenemos un recuento detallado y autorizado hecho por Diego Cordovez, quien
dirigió los exitosos programas de la ONU que pusieron fin a la guerra, y por el
distinguido periodista y académico Selig Harrison, quien tenía extensa
experiencia en la región. Ambos autores ya fallecieron.
El análisis Cordovez-Harrison derriba por completo la versión
recibida. Los autores demuestran que la guerra fue concluida por una cuidadosa
diplomacia dirigida por la ONU, no por la fuerza militar. La política
estadunidense de movilizar y financiar a los islamitas más radicales para
combatir a los rusos significó, concluye el análisis, ‘combatir hasta el último
afgano’, en una guerra subrogada para debilitar a la Unión Soviética. ‘Estados
Unidos hizo todo lo posible por evitar que la ONU participara’, es decir, para
evitar los cuidadosos esfuerzos diplomáticos que acabaron con la guerra.
La política estadunidense retrasó la retirada rusa que se
había considerado desde poco después de la invasión, la cual, mostraron los
autores, tenía objetivos limitados, sin parecido alguno con los espantosos
objetivos de conquista mundial que conjuraba la propaganda estadunidense.
‘Claramente la invasión soviética no era el primer paso en un plan maestro
expansionista de un liderazgo unido’, escribió Harrison, confirmando las
conclusiones del historiador David Gibbs, basado en archivos soviéticos
revelados.
El principal directivo de la CIA en Islamabad, quien encabezó
en persona las operaciones, expresó con sencillez el objetivo principal: la
idea era matar soldados rusos; dar a Rusia su Vietnam, como proclamaron altos
funcionarios estadunidenses, revelando la colosal incapacidad de entender nada
sobre Indochina que fue la marca de la política estadunidense a lo largo de
décadas de matanzas y destrucción.
Cordovez y Harrison escribieron que el gobierno estadunidense
‘estuvo dividido desde el principio entre los desangradores, que querían que
las fuerzas soviéticas permanecieran atascadas en Afganistán y de ese modo
vengarse por Vietnam, y los negociadores, que querían forzar su retirada
mediante una combinación de diplomacia y presión militar’. Es una distinción
que aparece muy a menudo. Los desangradores por lo regular ganan y causan
inmenso daño. Para ‘el que decide’, para tomar la definición que George W. Bush
hacía de sí mismo, es más seguro verse rudo que blando.
Afganistán es un buen ejemplo. En el gobierno de James
Carter, el secretario de Estado Cyrus Vance era un negociador, quien sugería
acuerdos de largo plazo que casi sin duda habría evitado, o por lo menos
reducido en gran medida, lo que tenía el propósito de ser una intervención
limitada. El consejero de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski era el
desangrador, empeñado en la venganza por Vietnam, cualquier cosa que eso
significara en esa visión confusa del mundo, y matar rusos, algo que entendía
muy bien y disfrutaba.
Brzezinski prevaleció. Convenció a Carter de enviar armas a
la oposición que buscaba derrocar al gobierno pro ruso, anticipando que los
rusos serían arrastrados a un lodazal semejante a Vietnam. Cuando eso ocurrió,
apenas podía ocultar su regocijo.
Cuando, tiempo después, se le preguntó si sentía
remordimientos, la pregunta le pareció ridícula. Su éxito en atraer a Rusia a
la trampa afgana, afirmó, fue la causa del colapso del imperio soviético y del
fin de la guerra fría, lo cual, en gran medida, es un absurdo. Y a quién le
importa si dañó a ‘algunos musulmanes agitados’, como el millón de cadáveres,
haciendo a un lado incidentes como la devastación de Afganistán y el
surgimiento del islam radical.
Hoy se maneja públicamente la analogía afgana y, lo que es
más importante, se lleva a la práctica en la política.
La distinción entre desangradores y negociadores no es nada
nueva en los círculos de la política exterior. Un ejemplo famoso de los
primeros días de la guerra fría es el conflicto entre George Kennan
(negociador) y Paul Nitze (desangrador), ganado por este último, lo cual sentó
las bases para muchos años de brutalidad y casi destrucción. Cordovez y
Harrison respaldaron explícitamente el enfoque de Kennan, con abundante
evidencia.
Un ejemplo cercano a Vance-Brzezinski es el conflicto entre
el secretario de Estado William Rogers (negociador) y el consejero de Seguridad
Nacional Henry Kissinger (desangrador) sobre la política hacia Medio Oriente en
los años de Richard Nixon. Rogers propuso soluciones diplomáticas razonables al
conflicto entre Israel y los árabes. Kissinger, cuya ignorancia sobre la región
era monumental, insistió en la confrontación, y ello llevó a la guerra de 1973,
que Israel ganó por escaso margen con una seria amenaza de guerra nuclear.
Estos conflictos son permanentes, casi. Hoy sólo quedan
desangradores en los puestos altos. Han llegado al extremo de promulgar una Ley
de Préstamos y Arrendamientos para Ucrania, aprobada casi por unanimidad. La
terminología evoca la memoria del enorme programa de préstamos y arrendamientos
que metió a Estados Unidos en la guerra europea (como se pretendía) y vinculó
los conflictos en Europa y Asia en una Guerra Mundial (lo que no se pretendía).
‘El programa de Préstamos y Arrendamientos unió las luchas separadas en Europa
y Asia para crear, hacia finales de 1941, lo que con propiedad llamamos la Segunda
Guerra Mundial’, escribe el historiador Adam Tooze. ¿Es esto lo que queremos en
las actuales circunstancias, muy diferentes?
Si lo es, como parece, por lo menos reflexionemos en lo que
implica. Es lo bastante importante para repetirlo.
Implica que rechazamos de entrada las iniciativas
diplomáticas que en realidad pusieron fin a la invasión rusa de Afganistán,
pese a los esfuerzos estadunidenses por impedirlo. Por tanto, nos embarcamos en
un experimento para ver si la integración de Ucrania en la OTAN, la derrota
total de Rusia en Ucrania y otros movimientos posteriores para ‘debilitar a
Rusia’ serán observados de manera pasiva por los líderes rusos, o si recurrirán
a medios de violencia que sin duda poseen para devastar a Ucrania y poner el
escenario para una posible guerra general. Entre tanto, al extender el
conflicto en vez de tratar de ponerle fin, imponemos severos costos a los
ucranianos, empujamos a millones de personas a morir de hambre, lanzamos al
planeta ardiente aún con más rapidez hacia la sexta extinción en masa, y –si
tenemos suerte– escapamos a la guerra terminal.
No hay problema, nos dicen el gobierno y la clase política.
El experimento no conlleva riesgo porque sin duda los líderes rusos aceptarán
todo esto con ecuanimidad, y pasarán sin chistar al cenicero de la historia. En
cuanto al ‘daño colateral’, pueden unirse a las filas de los ‘musulmanes
agitados’ de Brzezinski. Para tomar prestada la frase que Madeleine Albright
hizo famosa: ‘Es una elección difícil, pero el precio… pensamos que el precio
vale la pena’.
Por lo menos, tengamos la honestidad de reconocer lo que
hacemos, con ojos abiertos.
--Las emisiones globales se elevaron a un nivel sin
precedente en 2021, de modo que el mundo regresó a un enfoque de normalidad una
vez que lo peor de la pandemia de covid-19 se aquietó… por ahora. ¿Qué tan
arraigada está la conducta humana? ¿Somos capaces de tener deberes morales
hacia la gente del futuro?
--Es una pregunta profunda, la más importante que podemos
contemplar. La respuesta es desconocida. Podría ser útil reflexionar en ella en
un contexto más amplio.
Consideremos la famosa paradoja de Enrico Fermi: en palabras
simples, ¿dónde están? Fermi, distinguido astrofísico, sabía que había un
enorme número de planetas a distancia de un contacto potencial que reúnen las
condiciones para sostener la vida y una inteligencia superior. Pero ni con la
búsqueda más asidua podemos encontrar rastros de su existencia. Entonces,
¿dónde están?
Una respuesta que se ha propuesto con seriedad, y que no puede
desecharse, es que la inteligencia superior se ha desarrollado en innumerables
ocasiones, pero ha resultado ser letal: descubrió los medios para la auto
aniquilación, pero no desarrolló la capacidad moral para evitarla.
Tal vez ése es incluso un rasgo inherente a lo que llamamos
‘inteligencia superior’.
Ahora estamos comprometidos en un experimento para determinar
si este sombrío principio se sostiene con respecto a los humanos modernos,
llegados a la Tierra en fecha bastante reciente, hace unos 200 mil o 300 mil
años, un parpadeo en el tiempo evolutivo. No queda mucho tiempo para encontrar
la respuesta o, con más precisión, para decidir la respuesta, como lo haremos,
de una forma u otra. Eso es inevitable. O actuaremos para mostrar que nuestra
capacidad moral llega al punto de controlar nuestra capacidad técnica de
destruir, o no.
Un observador extraterrestre, si lo hubiera, habría concluido
por desgracia que la franja es demasiado inmensa para evitar el suicidio de la
especie, y con él, la sexta extinción en masa. Pero podría estar equivocado.
Esa decisión está en nuestras manos.
Existe una forma aproximada de medir la franja entre la
capacidad de destruir y la capacidad de contener el deseo de morir: el Reloj
del Día del Juicio del Boletín de Científicos Atómicos. La distancia de las
manecillas a la medianoche se puede considerar una indicación de esa franja. En
1953, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética hicieron estallar armas
termodinámicas, el minutero se fijó en dos minutos para la medianoche, que es
donde el reloj está ahora. No volvió a llegar a ese punto hasta el periodo de
Donald Trump en la presidencia. En su último año, los analistas abandonaron los
minutos y pasaron a los segundos: 100 segundos para la medianoche, donde el
reloj está ahora. El próximo enero volverán a fijar la hora. No es difícil
argumentar que el segundero se adelantará más hacia la medianoche.
La sombría pregunta surgió con brillante claridad el 6 de
agosto de 1945. Ese día aportó dos lecciones: 1) la inteligencia humana, en su
gloria, se acercaba a la capacidad de destruirlo todo, logro que se alcanzó en
1953; y 2) la capacidad moral humana iba muy rezagada. A pocos les importaba
eso, como las personas de mi edad recordarán muy bien. Al observar el pavoroso
experimento en el que con tanto entusiasmo estamos metidos ahora, y lo que
implica, es difícil ver alguna mejoría, por decirlo en términos escuetos.
Eso no responde la pregunta. Conocemos muy poco para
responderla. Sólo podemos observar de cerca el único caso de inteligencia
superior que conocemos, e inquirir lo que sugiere con respecto a la respuesta.
Lo que es más importante: podemos actuar para decidir la
respuesta. Está en nuestro poder lograr la respuesta que queremos, pero no hay
tiempo que perder.
*De La Jornada de México. Esta nota fue publicada
originalmente en Truthout. Traducción: Jorge Anaya/ Tomado de Página 12 /
Argentina.