Por Joaquín Villalobos*
Venezuela es un espejo cuasiperfecto de lo que un país no puede hacer sin destruirse. O de lo que debe hacer si quiere destruirse. Uno de los errores graves en ambos sentidos es ver el crimen como una expresión de la pobreza y asumir que hay una relación causal entre uno y otra, de modo que el crimen no se reducirá mientras no se reduzca la pobreza, al tiempo que combatir el crimen es en cierto modo agravar la injusticia, ser insensible y ciego a las raíces sociales del crimen. • Joaquín Villalobos hace el recuento en este lúcido ensayo de la forma como Venezuela, partiendo de esta visión, empezó por no combatir al crimen, luego por combatirlo mal, quedando finalmente a su merced, en una extraña, cómplice y aberrante convivencia de soberanías: la soberanía del Estado y la soberanía criminal. • La historia de la soberanía criminal que se ha instalado en Venezuela tiene mucho que decir a otros países, a México en particular.
Venezuela padece quizás la peor crisis de seguridad en los
conflictos entre Estado y delincuencia en la historia del continente. El caso
venezolano incluye importantes lecciones para toda Latinoamérica en la lucha de
los gobiernos por el control del territorio. Un problema que con distintos
grados de gravedad existe en Brasil, Colombia, México, Centroamérica y casi
todas nuestras naciones. Venezuela es un caso extremo de errores y, en ese
sentido, es un manual perfecto sobre lo que no hay que hacer.
El primer derecho humano es la seguridad, porque ni la salud
ni la educación ni las libertades más esenciales tienen sentido si se vive
amenazado y con miedo. La primera responsabilidad del Estado es proteger la
vida, la tranquilidad, las libertades y el patrimonio de todos los ciudadanos.
El Estado nunca debe renunciar a su obligación de proteger a las personas y
perseguir al crimen. Tolerar, pactar formalmente o de hecho con criminales,
implica quitarles la paz a los ciudadanos para dar tranquilidad a los
delincuentes. Esto significa que el Estado cede territorios, población y
soberanía al crimen.
La política de seguridad de la Venezuela de hoy arrancó en 1999
con la siguiente declaración pública de Hugo Chávez: “Si yo fuera pobre, yo
robaría”. Los delincuentes eran para él víctimas de la injusticia social. El
problema es que esta idea derivó en tolerancia a los delincuentes y en
indiferencia hacia las víctimas de los delitos, que eran gente pobre y de clase
media. Chávez reformó la seguridad pública politizándola, desmantelándola y
militarizándola. Los opositores políticos fueron considerados más peligrosos
que los criminales. La oposición fue perseguida, la delincuencia tolerada y el
Estado debilitado. Se produjo entonces un crecimiento exponencial de la
delincuencia y ahora el gobierno lucha contra cientos de bandas criminales en
todo el país que le han arrebatado extensos territorios rurales y urbanos de los
cuales el Estado huyó y la delincuencia estableció su propia soberanía. La vida
y la seguridad de millones de ciudadanos quedó en manos de criminales. El
régimen venezolano pasó así de lo sublime a lo ridículo, transitando de la
compasión con el delito a una guerra de exterminio contra los delincuentes que
está perdiendo.
Antes de Chávez, Venezuela era un país relativamente seguro,
durante años millones de colombianos se refugiaron allí para escapar de las
violencias de su país. En 1990 Venezuela tenía una tasa de homicidios de 10 por
100 000 habitantes, para el 2002 llegó a 451 y
en el 2018 a 81.4; desde entonces ocupa el primer lugar del continente y uno de
los más altos del mundo.2 Lo
curioso en el caso venezolano es que nadie “alborotó el avispero”, tampoco se
fragmentaron cárteles que en realidad no existían. En este asunto hay una
relación directa entre tolerancia al crimen, debilitamiento del Estado y pactos
con los delincuentes, que derivaron en una explosión delictiva sin precedentes
en el continente.
En el falso dilema entre reprimir o prevenir, Chávez optó por
la prevención sin represión. Con el auge petrolero el Estado venezolano se
fortaleció y, si se consideran tiempos de implementación y territorios
intervenidos, es posible que el chavismo haya ejecutado los programas de gasto
social más grandes de Latinoamérica. Aunque ese gasto social no respondía a una
lógica preventiva sino electoral-clientelar, en esencia debió prevenir y
reducir drásticamente la actividad criminal; sin embargo, el resultado fue
totalmente opuesto: el Estado se debilitó y el crimen se expandió a niveles que
el régimen jamás imaginó.
Esta historia podría resumirse en cuatro decisiones del
gobierno: el desmantelamiento de las policías, los pactos con las pandillas
urbanas, la administración de las prisiones por parte de los delincuentes y la
política de dar refugio a las guerrillas colombianas. Estas medidas se tomaron
con extrema ingenuidad y bajo el supuesto moral de que la maldad se definía
principalmente por el origen de clase y la posición política-ideológica. Sobre
esto un amigo brasileño de izquierda que trabajó en la seguridad de su país me
dijo: “A nosotros nos tomó tiempo concluir que el mal existe, es universal y
que independientemente de los programas preventivos, al crimen siempre se le
debe perseguir”.
El partido original de Chávez se llamó Movimiento Quinta
República, aludiendo a una refundación de Venezuela. Las tres primeras
repúblicas terminan cuando muere Bolívar. La cuarta fue definida por Chávez
como oligárquica, neoliberal, etcétera. Como todos los populistas, desconoció
el pasado reciente y estableció que la nueva historia comenzaba con él y su
Quinta República basada en un “nacionalismo revolucionario de izquierda” que
traía consigo la “Revolución Bolivariana”. En lo que a la seguridad concierne,
esta refundación implicó que todo lo anterior fuera desmantelado por razones
políticas. La reforma policial chavista implicó así la disolución de todas las
capacidades policiales preexistentes. Esto condujo a una
desinstitucionalización de la seguridad que conllevó a la pérdida de
experiencia, recursos, inteligencia y capacidades operacionales que no tenían
nada que ver con ideología. El gobierno venezolano debilitó severamente su
propio poder, del que disponía para proteger a los ciudadanos.
Chávez impulsó una reforma policial supuestamente civil para
evitar violaciones a los derechos humanos, pero en la práctica entregó la
seguridad a militares leales. Esto formó parte de un plan más global donde
cientos de oficiales pasaron a realizar tareas civiles en el gobierno. Asegurar
la lealtad de las Fuerzas Armadas se convirtió en un objetivo estratégico a
través del enriquecimiento de los jefes, ya fuera por posiciones de poder o por
corrupción. Dos mil oficiales fueron ascendidos a generales, superando a los
novecientos de Estados Unidos. Fue en realidad un proceso de cooptación de
militares y policías para integrarlos al proyecto partidario bolivariano. Esta
politización destruyó la institucionalidad, la disciplina, la calidad de las
evaluaciones, la escala de ascensos y todas las capacidades profesionales. El
sistema de méritos fue sustituido por la lealtad política a la revolución. Como
resultado final la seguridad fue desmantelada, desprofesionalizada, corrompida
y reorientada a proteger al gobierno, y no a los ciudadanos. Los delincuentes
pasaron a segundo plano porque la prioridad era espiar, controlar, perseguir,
apresar y procesar judicialmente opositores, incluso dentro de las propias
Fuerzas Armadas. Mientras esto ocurría se pactaba o toleraba a los
delincuentes, que fueron creciendo sin control.
La política de pactos con las bandas tuvo como punto de
partida un intento de aproximación social y política a los barrios pobres donde
existía delincuencia. Primero con los que se llamaron círculos bolivarianos,
que tenían ingredientes culturales e ideológicos; luego con los famosos
“colectivos”, que han jugado un papel muy importante en la represión de las
protestas opositoras; y, finalmente, cuando la inseguridad se agravó,
intentaron pacificar los barrios creando las llamadas “zonas de paz”. La
conexión de políticas sociales y la delincuencia ocurrió porque Chávez definió
que su gobierno era una revolución armada que debía defenderse organizando
milicias populares. Pero su gobierno tenía un origen electoral, nunca fue una revolución
de verdad. El chavismo contaba con votantes, seguidores y simpatizantes, pero
no había ocurrido una lucha que generara suficientes militantes ideológicos, no
existía mística revolucionaria, sino dinero y clientelismo a gran escala. Así
que, a la hora de organizar la defensa revolucionaria, el chavismo terminó
reclutando en los barrios populares a personajes violentos y entre éstos a los
peores delincuentes, que lógicamente terminaron de capos que controlaban sus
comunidades en nombre de la revolución bolivariana. Chávez, a falta de unas
Fuerzas Armadas revolucionarias, corrompió a los militares y, a falta de
milicias populares, armó a delincuentes.
Todo lo que el chavismo se proponía hacer social y
políticamente en las comunidades pasaba por los colectivos, que además fueron
armados por el propio gobierno. Esto se masificó al punto de alcanzar decenas
de miles de hombres que han terminado dirigidos por connotados delincuentes,
antes amigos y ahora enemigos del gobierno. Finalmente, el chavismo perdió el
control de su propio monstruo y tuvo una reacción represiva tardía que se ha
convertido en una sangrienta guerra que las fuerzas de seguridad están
perdiendo. En un intento por reducir la violencia el gobierno se ha visto
forzado a pactar con los delincuentes entregándoles recursos, administración de
servicios y territorios en los cuales el Estado renuncia a tener presencia y
los delincuentes mandan.
La mezcla de política con delito no es exclusiva de
Venezuela, ha tenido lugar en otros países, ya sea con definiciones de
izquierda o de derecha. El paramilitarismo en Colombia derivó en delincuencia y
narcotráfico al igual que las FARC y el ELN. En Nicaragua, después de la guerra
contrarrevolucionaria, surgieron bandidos a los que se denominó “recompas”,
“recontras” y revueltos. En México los Zetas surgieron de las Fuerzas
Especiales del Alto Mando. En Argentina, militares de la dictadura se
convirtieron en secuestradores. En Guatemala, los kaibiles que derrotaron a las
guerrillas fueron reclutados por los narcos mexicanos. En los 90, guerrilleros
suramericanos se dedicaron al secuestro como negocio en Brasil y México. El
reclutamiento de delincuentes por grupos políticos no es nuevo, lo particular
en Venezuela es la masividad y que fue el Estado quien los organizó, los armó y
les dio poder.
Con cárceles superpobladas y frecuentes motines, el chavismo
inventó un programa de rehabilitación para las prisiones sustentado en la misma
idea del delincuente como víctima. Crearon así una especie de autogobierno de las
prisiones que quedó a cargo de los propios presos. Es decir, que el Estado
pondría los recursos para que los internos administraran las prisiones y éstos
mantendrían el orden y evitarían la violencia y motines que generaban mala
imagen a la revolución. El resultado del autogobierno ha sido lo que
popularmente se conoce en Venezuela como “Pranato” que viene de PRAN, que es
como se le llama al interno jefe de la prisión. PRAN es el acrónimo de: preso,
rematado, asesino, nato. Es decir, las cárceles quedaron en manos de los peores
y más violentos criminales porque ellos eran los más eficientes para imponerse
y mantener el orden interno. Pero la violencia y los motines continuaron y las
prisiones han terminado convertidas en infraestructuras y territorios bajo
control criminal. Los presos están armados, planifican delitos, organizan
fiestas, tienen piscinas y cajero automático para recibir dinero de extorsiones
y secuestros. Hay hacinamiento, pero los pranes poseen muchas comodidades. El
gobierno de Venezuela ha repetido a mayor escala lo que el gobierno de Colombia
acordó en 1991 con Pablo Escobar, cuando éste construyó su propia prisión que
se conoció como La Catedral.
Chávez, al igual que Raúl Castro, ayudaron a presionar a las
FARC para que firmaran la paz en Colombia porque estaban ingenuamente
convencidos de que la izquierda gobernaría eternamente ganando elecciones en
Venezuela y todo el continente; las FARC y el ELN estorbaban en el camino
electoral. Pero, tal como era previsible, la economía chavista hizo implosión,
la administración ineficiente quebró a la industria petrolera y el gobierno de
Maduro perdió las elecciones parlamentarias en diciembre del 2015; otros
gobiernos de izquierda también perdieron el poder en Latinoamérica; Donald
Trump asumió la presidencia de Estados Unidos, y el partido de Álvaro Uribe
ganó las elecciones en Colombia.
En este nuevo contexto, el chavismo y el castrismo
estimularon la división de las FARC y mantuvieron la protección al ELN para
preservar su vieja política de desestabilizar a otros para defenderse. Es una
historia larga, pero los efectos actuales de esto han sido muy graves para la
seguridad de Venezuela. El problema fue que el chavismo le permitió al ELN y a
los disidentes de las FARC hacer un mayor uso del territorio venezolano en el
momento en que estos grupos ya no eran insurgencia política, sino
narcotraficantes y crimen organizado. La ideología había sido sustituida por el
dinero de la cocaína, la minería ilegal de oro, el tráfico de armas, las
extorsiones y los secuestros. Los ideológicos de las FARC, con la paz, se
volvieron partido político y los disidentes, que nunca renunciaron al
narcotráfico, se fueron a Venezuela. La permisividad a estos grupos armados
colombianos terminó abriendo la puerta a un crimen organizado de mayor escala,
veterano en el combate, corruptor de autoridades y experimentado en el control
territorial.
El chavismo, en cuanto a seguridad, transitó de la ingenuidad
ideológica con los delincuentes a la guerra y el exterminio. Sin duda no todos
pensaron que éste sería el resultado. Hubo dirigentes chavistas que denunciaron
que no se debía pactar con mafias, pero ya era tarde; el problema no era si se
debía o no, sino si se era capaz o no de ganar a los criminales. Hay centenares
de noticias, ensayos y videos oficiales y no oficiales que hablan de la gran
explosión criminal y la guerra que padece Venezuela. Intentaremos resumir
algunos de los hechos más dramáticos que resultaron de la combinación de los
cuatro factores descritos.
La cantidad de bandas existentes sin duda es una
especulación, además de que éstas se fragmentan, reagrupan y cambian de
cabecillas constantemente, como suele ocurrir con los grupos criminales en
todas partes. Pero la evidencia de que son centenares es abrumadora. Existen,
según lo reconoce la propia policía venezolana, en 18 de los 24 estados del
país3 y están conectadas operacionalmente
con los pranes que controlan las prisiones. Las bandas las integran decenas de
miles de jóvenes de 25 años en promedio y también niños. Están armados con
fusiles automáticos, lanzagranadas, pistolas, equipos de comunicación, drones y
en algunos casos poseen armamento de mayor potencia, como lanzacohetes y
ametralladoras pesadas.
La mayoría de las bandas usan nombres propios de grupos
criminales como Cara de Perro, Culón, Los Morochos, Cara de Hulk, etcétera.
Pero otras son una clara mezcla de crimen y política, una se volvió un partido
político llamado Tupamaros y comenzaron a criticar a Maduro. Éste les quitó la
legalidad y entonces los tupamaros realizaron un mitin armado y de inmediato
les fue devuelta su legalidad, con puestos en la Asamblea Nacional incluidos.
En uno de los casos los delincuentes crearon su propia moneda: el panal,4 que tiene el rostro de Chávez
impreso. Los criminales organizan fiestas infantiles, se encargan de la
vigilancia, asesinan a quienes roban en sus dominios, reparten los paquetes de
comida que les entrega o roban al gobierno, organizan los funerales, los
eventos deportivos y conciertos para los habitantes, pero al mismo tiempo
realizan secuestros, asaltos, extorsiones, trafican droga y hacen la guerra a
otras pandillas y a la policía si entra a sus territorios.
Un artículo de The New York Times habla de
cómo “Maduro pronuncia discursos destinados a proyectar estabilidad mientras la
nación colapsa”.5 Las
bandas dominan el barrio 23 de Enero a sólo quince minutos del Palacio de
Miraflores; allí Maduro hace todo tipo de concesiones para mantener una
precaria paz. Desde el año 2015 las fuerzas de la policía han hecho intentos
por capturar a un importante capo llamado Carlos Luis Revete, alias el Koki.
Sus dominios están situados en la llamada Cota 905, a sólo 3 kilómetros del
Palacio Presidencial, pero el Koki realiza alianzas con otras bandas para
expandir su control a otros barrios de Caracas.6 Los
operativos para contenerlo han fracasado y han dejado un saldo de muchos
muertos, incluidos policías y civiles. En julio de este año, el Koki atacó un
cuartel de la Guardia Nacional y los enfrentamientos en Caracas duraron tres
días y alcanzaron importantes autopistas de la capital.7 En
negociaciones anteriores con esta banda participó la vicepresidenta Delcy
Rodríguez y los acuerdos fueron que la policía debía abstenerse de entrar a los
dominios del Koki.
La frontera entre Venezuela y Colombia —en los estados de
Táchira, Apure y Amazonas— se está convirtiendo en una especie de tercer país
dominado por múltiples grupos criminales colombianos que manejan cuantiosas
rentas del narcotráfico, el oro y otras actividades delictivas. Estos grupos se
han expandido incluso al estado de Bolívar, en la frontera con Brasil.8 Igual que en las zonas urbanas, en
estos lugares los capos mandan. Pero, como era de esperarse, los disidentes de
las FARC se empezaron a dividir y a tener violentos conflictos por territorio y
dinero. Maduro decidió tomar partido, recuperar el control y detener la
violencia generada por sus amigos. Envió en marzo de este año a las Fuerzas
Armadas con vehículos blindados y armamento pesado al estado de Apure, pero los
delincuentes colombianos derrotaron a las tropas de Maduro de manera
humillante. Los soldados cayeron en campos minados, los blindados fueron emboscados
y destruidos; se contaron dieciséis muertos, numerosos heridos y ocho militares
prisioneros. El resultado final fue una negociación con los criminales
colombianos: liberaron a los prisioneros y las Fuerzas Armadas abandonaron su
presencia y dejaron el territorio en manos de los disidentes de las FARC9 que están fundando allí su propia
república conocida como Segunda Marquetalia.10
Con todo lo descrito, es evidente que la moral de los
custodios de las prisiones, de los policías y de los militares venezolanos está
severamente debilitada. No puede haber disposición combativa porque no tiene
sentido arriesgar la vida para combatir criminales a los que el mismo gobierno
dio la mano y apoyó. Por otro lado, los mandos que se volvieron corruptos y
ricos quieren vivir bien sin complicarse la vida. Obviamente el resultado es
que hay miles de deserciones. La solución de Maduro fue entonces crear una
nueva policía llamada Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional
Bolivariana, conocida públicamente como FAES. Estos policías “élite” cubren su
rostro, no portan identificación, sólo una calavera en su uniforme, y son en
realidad una fuerza de exterminio. Conforme a las cifras que el gobierno
entregó al equipo de la alta comisionada para los Derechos Humanos de Naciones
Unidas, Michelle Bachelet, cerca de 5300 personas murieron sólo en el 2018 por
“resistirse a la autoridad”.11 Estos
agentes cobran más dinero y están autorizados a robar y matar sin enfrentar
consecuencias.
Sus víctimas son habitantes de los barrios pobres que antes
apoyaban incondicionalmente al chavismo. La FAES está constituida en realidad
por asesinos y ésta fue la única solución que encontró Maduro para intentar
contener la explosión criminal que las políticas chavistas parieron. Pero la
FAES no es para proteger a los ciudadanos, sino al gobierno, porque los
delincuentes están secuestrando a familiares de militares o miembros de la
élite chavista. El resultado final de la reforma policial de Chávez es que
ahora tanto la policía como las bandas son moralmente iguales. Ambas están
integradas por personas violentas y despiadadas. El 20 de noviembre de 2020,
durante una entrevista transmitida por la televisión oficial, el fiscal general
de Venezuela, Tarek William Saab, reconoció que los policías de la FAES en
complicidad con delincuentes realizan atracos, roban vehículos y secuestran
personas.12 Esto
evidencia cómo una política de seguridad basada en la indulgencia con el crimen
no sólo destruye la moral de los policías, sino que puede acabar
convirtiéndolos en delincuentes.
Es posible que algunos piensen que esto no puede pasar en su
país, pero mantener el control del territorio cuando éste es disputado por
criminales es una tarea compleja que, si no se hace o se hace mal, puede
terminar multiplicando el poder de éstos. Hay una enorme diferencia entre
incursionar temporalmente una zona dominada por delincuentes y tener la
capacidad de quedarse permanentemente en ésta y asegurar la presencia integral
del Estado. Chile parecía un país altamente seguro y estable hasta las
violentas protestas del 2019. La masividad de estas protestas se explica por
indiscutibles y justas demandas populares, pero el nivel de vandalismo no
encaja con la civilidad de la mayoría de los chilenos. ¿Cómo lograron pequeños
grupos de extrema izquierda contar con suficiente gente para desplegar tanta
violencia? La explicación es que la extrema izquierda reclutó grupos de
delincuentes dedicados al narcomenudeo y múltiples delitos para que realizaran
el vandalismo que los ciudadanos descontentos no estarían dispuestos a
ejecutar. El fundamento ideológico fue que esos delincuentes son pobres y
víctimas de la injusticia. Obviamente estos militantes delincuentes no tuvieron
reparos en quemar iglesias de más de un siglo. Esa confrontación de meses en
las calles empoderó más al crimen y ahora existen al menos diez zonas de
Santiago de Chile consideradas conflictivas donde la presencia policial no
existe o comienza a volverse simbólica.13
Seguramente, esto mismo está ocurriendo en las protestas de
Colombia, donde la masividad tiene justificación social, pero el vandalismo no.
En las protestas del 2019, los propios ciudadanos rechazaban y contenían los
actos vandálicos, porque los colombianos están hartos de la violencia que han
padecido de forma casi ininterrumpida por más de un siglo. Colombia fue un
laboratorio positivo de recuperación del territorio, pero luego de la firma de
la paz era frecuente el debate sobre quién iba a llenar los espacios vacíos que
dejó la desmovilización de 10 000 combatientes de las FARC. Todo indica que no
los ocupó el Estado, sino delincuentes y con ello hay riesgo de un nuevo ciclo
de violencia.
Hace diez años publiqué un artículo sobre la seguridad en
Venezuela titulado “La guerra que viene”14 y
finalmente la guerra llegó. Restablecer la paz en Venezuela será doloroso,
tomará muchos años, costará muchas vidas y requerirá invertir cuantiosos
recursos. Lo que está ocurriendo era totalmente predecible e igual ahora se
puede prever que en otros países de la región se están incubando las
condiciones que podrían generar grandes explosiones de violencia y en algunos
casos hay peligro de que se vuelvan endémicas (ojalá me equivoque).
Que la concentración de la riqueza provoque inseguridad puede
resultar lógico, pero que ésta se multiplique cuando se está distribuyendo,
como ocurrió en Venezuela, acaba con uno de los grandes mitos que relacionan
pobreza con inseguridad. India tiene más pobres que Estados Unidos; sin
embargo, hay más homicidios por habitante en Estados Unidos. La pobreza no
genera mecánicamente inseguridad, lo que sí genera inseguridad son el
empobrecimiento moral, la debilidad del Estado, la cultura de corrupción y la
polarización política-social. Un largo periodo de inestabilidad política, de
división interna o la distorsión o extinción de los valores cívicos pueden
tener un efecto mucho más negativo en la seguridad que una severa inequidad. El
caso más clásico y emblemático es Sicilia, en Italia, donde existe una relación
directa entre la historia de guerras, inestabilidad y violencia con la cultura
de rechazo al Estado y por lo tanto con el poder de la mafia.
Es común en el debate político preocuparse por la
privatización de la salud, del agua, la educación, etcétera, pero muy pocos se
preocupan por la privatización de la violencia, que debe ser un monopolio del
Estado. La existencia de criminales dominando territorios es en última
instancia privatización de la violencia. Si el Estado deja espacios vacíos de
autoridad, los criminales los llenan. Cuando el crimen se desarrolla le quita
al Estado tres monopolios esenciales: la violencia vía grupos armados, la
justicia a través de ejecuciones y la tributación vía extorsiones. El crimen
organizado alcanza su más alto nivel de desarrollo cuando cuenta con poder
financiero, poder armado, autoridades cooptadas o infiltradas, territorio, base
social, conexiones globales y una cultura criminal en expansión. La cultura
criminal se manifiesta en la fase más avanzada de dominio territorial y arraigo
social; en ésta el delincuente es el ejemplo de persona exitosa y su relación
con la comunidad se vuelve normal. Los narcocorridos, el lenguaje oral y
corporal de las maras centroamericanas, las impresionantes tumbas de los narcos
en Culiacán,15 el
culto a Pablo Escobar, al santo Malverde o las figuras de los miembros de la
banda del Koki que se venden en Caracas son ejemplos de cultura criminal.
El dominio territorial le da al crimen ventaja para
fortalecerse, reproducirse y multiplicarse. La estabilidad le garantiza
reclutar, armar, entrenar, planificar y organizar redes de inteligencia. Cuando
el Estado acepta que la delincuencia controle un territorio, está tolerando que
los ciudadanos que viven en esos territorios puedan ser impunemente asesinados
y extorsionados, que los niños puedan ser reclutados y las niñas violadas y que
los negocios de gente trabajadora puedan ser apropiados por criminales. Cuando
todo esto ocurre ya no se trata de un problema de seguridad pública, sino del
camino a convertirse en Estado fallido.
Eso es Haití ahora y por ello la muerte del presidente
Jovenel Moïse fue en realidad un asesinato anunciado. Conforme a datos de la
Comisión Nacional de Desarme de Haití hay en este pequeño país al menos 77
grupos delictivos armados y la Red Nacional de los Derechos Humanos habla de
una “gansterización” de la política.16 Gabriel
Gaspar, exsubsecretario de Guerra del gobierno del expresidente Ricardo Lagos
de Chile, señala que “las pandillas haitianas están fuertemente armadas,
exhiben su poder y controlan territorios, especialmente en la capital. Las
pandillas están agrupadas en una federación criminal conocida como G9, liderada
por Jimmy Barbecue Cherizier, un expolicía que utiliza
lenguaje populista criticando a los “oligarcas”. Sólo en junio estas bandas
realizaron doscientos secuestros y asesinaron a treinta policías. Mucha
pobreza, un Estado débil y una policía que no controla el territorio han
derivado en un potente poder criminal”.17 En
este contexto es inevitable que los criminales se conviertan en un instrumento
del poder económico y político, y que a su vez el poder económico y político
termine convertido en un instrumento de los criminales. En algunos lugares del
continente la delincuencia ya es un poder fáctico que se está cruzando con la
clase política.
Los pactos formales o de facto con
delincuentes resultan de la debilidad del Estado o de la presión pública
electoral por reducir los homicidios y la violencia. La indiferencia o el pacto
aparecen como el camino más rápido para mostrar resultados, pero a costa de
sufrir una explosión criminal mayor a futuro porque el Estado no resuelve su
debilidad y el crimen gana condiciones para fortalecerse. La delincuencia no es
fenómeno estático, sino expansivo, ya sean grandes cárteles o pandillas; por lo
tanto, cuando no se le combate crece. No hay razones objetivas para suponer que
los delincuentes limitarán su actividad por su propia voluntad, lo único que
puede detenerlos es la fortaleza del Estado.
La visión ingenua del chavismo sobre la delincuencia nos
recuerda la fábula del escorpión que le pide a la rana que le ayude a pasar el
río. Ésta acepta con la condición de que no la vaya a picar. A mitad del río el
escorpión picó a la rana, que pregunta sorprendida: “¿Por qué me picaste, los
dos vamos a morir?”. El escorpión le responde: “Lo siento, es mi naturaleza”.
Tomado de NEXOS.
*Exjefe guerrillero salvadoreño, consultor en seguridad y resolución de
conflictos. Asesor del gobierno de Colombia para el proceso de paz