Por Sandra Russo
La Patrulla Fronteriza de Texas, a caballo, cargó brutalmente
contra cientos de los miles de haitianos que vienen huyendo de la desgracia en
la que se ha convertido su país, el primero en independizarse en el Caribe:
Haití es el reverso de la justicia poética. El suelo castigado por catástrofes
naturales, conspiraciones políticas, dictadores, hambrunas. Un territorio
invivible. La Patrulla Fronteriza actuó mecánicamente: sus miembros han sido
adoctrinados para ver en esos negros a un enemigo que pone en peligro a Texas.
Uno ve algunas fotos ( las que vi llevaban el crédito de @paultratje y @adreeslatif) y las ve demasiado rápido, capta el sentido de la escena, sigue de largo. Pero es un buen ejercicio volver sobre esas fotos, ya ubicados en lo básico de la escena (“Guardia Fronteriza de Texas impide que ingresen migrantes haitianos”) y ver los detalles. A las historias se entra por los detalles. Hay que repasar los gestos. Los músculos. La pierna que se estira para escapar. Los ojos abiertos o cerrados del migrante que es apaleado. La distancia entre el caballo y la víctima. El rictus del guardia que obtiene un goce. Ese misterio: el goce del cruel.
El joven que quiere huir pero es retenido por un guardia
desde arriba del caballo que tira de su remera. El joven no puede soltarse
porque en sus manos sostiene dos bolsitas de plástico en la que debe llevar
todo lo que tiene. Todos los atacados están descalzos. Un hombre también muy
joven con una mochila al hombro carga a su bebé en brazos. Muchos están mojados
porque intentaron internarse en un río de Texas, que es por donde llegaron
desde Ciudad Acuña, México.
Esta semana, el Papa dijo con su crudeza habitual, en su
primer viaje después de la operación de colon, a Eslovaquia, que muchos lo
querían muerto. Que estaban organizando su sucesión. Francisco molesta, es
irritante y extremadamente antisistema para muchos pilares del poder global.
Dentro de lo que puede serlo un Papa, es contracultural, antihegemónico. Por
eso se lo quieren sacar de encima y están asegurándose que los cardenales que
voten les garanticen un nuevo Papa que vuelva todo a su lugar.
Francisco es el Papa que ha pedido perdón a América Latina,
porque este escenario desigual y lleno de sufrimiento fue parido por la
colonización española que incluyó a la Iglesia. Y eran los hombres de la
Iglesia los que decidían si los indios eran o no seres humanos. Pidió perdón en
Bolivia, en un acto que fue histórico pero que no es muy recordado, porque
Francisco tuvo al aparato mediático en contra desde que dejó de ser Bergoglio y
dio a conocer su mirada y a posar esa mirada en coyunturas políticas reales.
Muchos comenzamos a entender de qué iba esa mirada cuando el
primer viaje de su papado fue Lampedusa. Allí los africanos morían ahogados
porque les era impedido el arribo a Europa y parecía que “eso” podía ser una
política aceptable. Esa visita obligó a la UE a una nueva política inmigratoria
que duró unos años y fue el lapso en el que menos ahogados hubo en el
Mediterráneo.
La catástrofe de los desplazamientos forzados de personas por
razones políticas o naturales es una consecuencia del sistema contra el que el
Papa trabaja, dando argumentos y conceptos anclados en el Evangelio en el que
él cree pero que, todos juntos, son un corpus antineoliberal que se adelanta a
hechos inevitables y previsibles que el poder global se obstina en multiplicar
porque, como se sostenía en el Documento de Aparecida, no tiene su centro en la
vida sino en el dinero en sí mismo, en el becerro de oro.
El Laudato Si, su primera encíclica de total autoría, está el
espíritu del santo que inspiró al Papa a usar su nombre, y que como dijo en su
momento el teólogo Leonardo Boff, no es un nombre a secas sino “un modelo de
iglesia”. Está el cambio de punto de vista sobre la naturaleza, que el santo
Francisco consideraba hermana y el Papa que lleva su nombre también, así como
los pueblos aplastados por su Iglesia: hay un puente entre esas diferentes
cosmovisiones y el pensamiento desplegado en la Laudato Si: ninguna especie se
salvará sola, la humana tampoco.
Unos años después llegó Fratelli Tutti, que es de algún modo
una respuesta a las preguntas planteadas en los trabajos anteriores, que juntos
conforman un diagnóstico completo de un sistema agónico que quiere llevarse
puesta a la humanidad y miles de especies que padecen un modo de producción a
gran escala, expoliador y cruel con todo lo que se interpone a la aspiración de
la rentabilidad máxima.
No es solo este país, aunque a veces nos quieran hacer creer
que es el peor del mundo. El odio ha sido redescubierto como un motor. No es un
gran descubrimiento: siempre fue el gran impulso imperial, que se basaba no
tanto en la autoestima del imperio sino en el odio a lo que dialécticamente
debía extirpar o dominar para la autoafirmación propia.
El Papa ha hecho mucho más que escribir sus argumentos y sus
explicaciones sobre el mundo. Esas encíclicas, no obstante, para creyentes y no
creyentes, son un corpus antinoeliberal que ya nadie podrá borrar con Francisco
vivo o muerto. Son un contrarrelato al runrún monocorde de los grandes aparatos
de acción psicológica, que buscan que la mayoría arrasada del mundo sea
indiferente a su propia destrucción, y que además la vote.
Desde 2013 el Papa Francisco viene haciendo y haciendo
apurado por su reloj biológico, yendo por el mundo y mediando y uniendo y
proponiendo diálogos de paz. Es mucho Papa para la Iglesia que tiene más para
avergonzarse que para ganar almas. El está allí, con su cuerpo cansado y su
voluntad intacta, haciéndoles saber a los que se lo quieren sacar de encima que
está perfectamente al tanto, y que sabe por qué. El Papa ha dado desde hace ocho
años su gran pelea, contra los poderes más fuertes del mundo, desconcertando,
siendo amado, encarnando sus palabras a favor de los que en cualquier latitud y
circunstancia huyen como ahora los haitianos, huyen sin patria, sin
propiedades, sin expectativas y sin revancha. Huyen porque su destino parece
ser huir, y no lo es: alguien se ha quedado con lo que era suyo.
Estos ocho años, Francisco ha encarnado la compasión, ese
sentimiento no necesariamente cristiano, que hacer que duela en la propia piel
el dolor ajeno. Larga vida a Francisco, cuyo coraje merece que sigamos rezando
por él, incluso los que no creemos en su dios, pero sí en la nobleza de su
propósito.
Texto Tomado de Página 12 / Argentina - Imagen: EFE