Por Diego Fonseca* / The New York Times
A principios de mes, la justicia de Nicaragua ordenó la captura del escritor Sergio Ramírez,
exvicepresidente del sandinismo original y crítico de su reencarnación
dictatorial, por, dicen, “traición a la patria”. Y a mediados, cuando parecía
que el peronismo ganaría las primarias abiertas de Argentina, la sociedad se
hartó y dio su voto a la centroderecha para castigar al gobierno por su manejo cínico de la
pandemia.
El rechazo unánime del mundo a la persecución de Ramírez simboliza la derrota moral de la izquierda latinoamericana así como el resurgimiento de la sociedad civil argentina es una cachetada política a uno de los proyectos más agresivos de la llamada “marea rosada” regional.
El siglo XX y las dos décadas del actual han dado suficiente
evidencia: salvo excepciones, la izquierda latinoamericana no ha sido
democrática sino autoritaria. La amplia mayoría de la izquierda jamás se
preparó para gobernar, apenas para llegar al poder. No ha generado propuestas
de crecimiento, solo de redistribución de la pobreza. No piensa el futuro desde
el presente, vive pertrechada en un pasado rancio, encerrada en dogmas desde
los que pontifica con superioridad moral.
Este es el elefante en la habitación del que no hablamos: la
izquierda latinoamericana es de derecha. Cuando debió demostrar de qué estaba
hecha, en los primeros veinte años del siglo XXI, mientras gobernaba buena
parte de la región, probó que gusta de los gobiernos fuertes, descree de los
acuerdos y no tiene imaginación cuando se queda sin dinero.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dio el
último ejemplo del amor de la izquierda por el autoritarismo de cuates: recibió
con honores a dos autócratas —Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel— y les regaló aplausos y
elogios. La crisis pandémica, por otro lado, nos recordó la ineptitud
administrativa de la “marea rosada”: América Latina se benefició de los buenos precios de las materias primas durante la
primera década del siglo, pero la izquierda, que gobernaba en buena parte de
sus países, jamás previó cómo administrar las expectativas sociales cuando el
ciclo se acabara.
El resultado: países más pobres y con culturas políticas
menos democráticas. El kirchnerismo tuvo miles de millones de dólares en gasto
social tras
el default de
2001, pero ahora, tras al menos 14 años de gobierno, Argentina enfrenta nuevos
pasivos sofocantes y una pobreza inmoral. El chavismo y el sandinismo de Ortega
incapacitaron política y económicamente a Venezuela y Nicaragua. La dictadura
de la familia Castro ha estado hundiendo su isla privada en el Caribe durante
más de medio siglo. AMLO critica el legado del neoliberalismo pero ajusta como neoliberal y antagoniza con el feminismo como un conservador.
Bolivia y, hasta cierto punto, Ecuador exhibieron reducciones históricas de la
pobreza —bravo— pero sus líderes creyeron que eso les daba derecho a
presidencias vitalicias.
A mí me enseñaron que la izquierda representaba la cúspide de
los valores humanistas e intelectuales. Solidaridad, inclusión, equidad.
Creatividad e inteligencia. Honestidad. Defensa de la democracia igualitaria.
Diálogo. Vocación por el cambio.
Pero en su mayoría, la izquierda latinoamericana ha estado
lejos de esas ideas. Vive en conflicto con la novedad y le gustan los juegos de
suma cero, así que mientras incluye a unos, excluye a los demás. Una pena. La
izquierda latinoamericana, de tan vieja y machista, acabó apenas algo menos
esclerótica y prostática que la derecha. Milita en el atraso: moral de los años
cuarenta, cosmovisión de la Guerra Fría de los cincuenta y —siendo bondadoso—
manual económico de los sesenta. Jamás ajustó su prisma político más allá de
los setenta, está tan perdida como los años ochenta y es depresiva y oscura
como los noventa. Finalmente, entró a un siglo de transformaciones veloces
asustada, así que se refugió en el dogma. Como no quiere reconocer que debe
diseñar el futuro reformando al capitalismo, decidió que mejor toma el poder y
vive de las rentas del Estado.
Hace días me preguntaba por qué tiene tan baja calidad el debate público de nuestra progresía
izquierdista. Como fui parte de ella alguna vez, me costó admitir que aquel
amor fue autoengaño: la izquierda latinoamericana es intelectualmente mediocre
y políticamente infantil. Jamás procesó la victoria del neoliberalismo —no como
modelo económico sino como construcción cultural que baña las decisiones de las
personas— y desde allí falla en todo, del diagnóstico a la planificación y
ejecución.
Una región tan desigual como la nuestra necesita una nueva
izquierda. Y ser realmente de izquierda hoy, pienso, es asumirnos
socialdemócratas. No es casualidad que los proyectos más serios de la izquierda
sean moderados: la Concertación chilena, Lula da Silva y Dilma Rousseff en
Brasil, los uruguayos Pepe Mujica y Tabaré Vázquez. Todos abrazaron el
gradualismo, entendieron que la inversión social debe ser responsable y, a
diferencia de sus desaforados camaradas, aprendieron a convivir con el capital.
En Brasil y Chile, por ejemplo, sus líderes comprendieron que fomentar la
internacionalización reduce el peso político local de las empresas —pues
dependen menos del mercado interno— y ayuda a la competitividad global del
país: ninguna economía crece excluyéndose de un mundo interrelacionado.
Pero en una abrumadora mayoría de los casos, la izquierda
latinoamericana piensa y actúa mal. No acuerda, impone. No dialoga, arenga. No
da la mano, sube el dedito. Cuando debe negociar, fractura. En vez de proponer,
solo se opone.
Si la izquierda es moralmente superior, debiera estar a la
altura de esa aspiración porque, al final, las impostaciones se pagan.
Mientras, deberemos buscar maneras de superarla. La vanguardia no está en los
iluminados que babean con el matrimonio neoperonista Laclau-Mouffe sino, diría,
en conversaciones abiertas con la sociedad civil para favorecer la creatividad.
Debemos normalizar el pluralismo, buscar acuerdos de largo plazo ampliando el
centro político con transversalidad; más justicia fiscal y beneficios sociales
expandidos y sostenibles, y tanto más.
Es precisa una discusión amplia. Las sociedades más estables
—y justas— son consensuales, no cultoras del conflicto. Cuando la izquierda
derechista se acabe, el ostracismo será el destino de los vulgares.
*Diego Fonseca es escritor y editor. Es director del Seminario
Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y maestro de la
Fundación Gabo. Amado líder, su próximo libro, se publicará en
noviembre.