David
Ignatius* - The Washington Post
Cualquiera que haya visitado China en las últimas décadas ha
escuchado las angustiosas historias de amigos chinos sobre los resultados de la
ingeniería social de Mao Zedong durante el llamado Gran Salto Adelante y
la Revolución Cultural. China pasó 40 años recuperándose de esos desastres para
convertirse en una nación grande y moderna.
Así que casi puedo oír los sofocos llenos de sorpresa dentro
de China, de la generación que vivió esos años de pesadilla, cuando el
presidente Xi Jinping ha comenzado a moverse, este año, por el camino maoísta
hacia un control estatal más estricto de la economía, incluyendo sesiones
de «autocrítica» para los líderes empresariales y políticos
chinos cuyo crimen, al parecer, ha sido tener demasiado éxito.
El giro a la izquierda de Xi representa un cambio importante en la gestión de la economía china, en opinión de media docena de expertos que he consultado en la última semana. Tiene el objetivo idealista de la «prosperidad común» y una distribución más justa de la nueva riqueza del país. Pero Xi impulsará estos cambios utilizando el despiadado instrumento de un Estado autoritario y de partido único, y ya se pueden ver las futuras purgas y las metafóricas «gorras de burro» para aquellos que él considere obstáculos.
El líder chino habla internamente de la «amalgama»
de los sectores público y privado, según Christopher Johnson, un antiguo
analista de alto nivel de la CIA sobre China que ahora dirige la
consultora China Strategies Group. Johnson destaca una explicación
que se escucha a menudo en los círculos de la élite: «Xi quiere que el
sector estatal tenga más disciplina de mercado, y que el sector privado tenga
más disciplina de partido». El resultado es una fuerte presión sobre lo que
Xi considera empresarios «indisciplinados.
La mejor explicación que he leído sobre los planes de Xi fue
un un artículo publicado el lunes en el Wall Street
Journal por Lingling Wei, corresponsal principal del periódico en China. Él
describió una campaña que ha incluido más de 100 directivas reguladoras y
políticas durante el último año que han destrozado el poder de las empresas que
habían dominado la nueva economía china: los gigantes de Internet Alibaba y
Tencent, y un coloso inmobiliario llamado Evergrande. Xi también ha atacado a
las empresas de juegos y educativas que, en su opinión, estaban sesgando los
valores de la juventud china.
El detalle más escalofriante del relato de Wei se refería al
viceprimer ministro Liu He, un defensor del mercado que durante la última
década ha sido el contacto más importante de China con Occidente. El artículo
señalaba que Liu tuvo que hacer una «autocrítica» por permitir que la empresa
de transporte compartido Didi saliera a bolsa con 4.400 millones de dólares
este verano. Esta humillación de un alto funcionario es un eco de la Revolución
Cultural de Mao, que destruyó la clase media educada de China en la década de
1970.
Xi es un político astuto y despiadadamente exitoso; desde que
asumió el poder en 2013, ha purgado a una generación de líderes del Partido
Comunista, del ejército y entre los servicios de inteligencia y seguridad para
obtener el control absoluto. Su arrogancia consiste en que, como Mao, ahora
pretende convertirse en un hombre-Dios, cuyos pensamientos son escritura
sagrada.
El ansia de poder de Xi es evidente en su afán por conseguir
un tercer mandato como líder del partido. Eso rompería la regla de los dos
mandatos que ha prevalecido en la historia moderna de China y que ha
proporcionado los controles y equilibrios del liderazgo grupal. «China
había resuelto el principal problema de un estado unipartidista: la sucesión.
Ahora lo están deshaciendo», afirma un antiguo funcionario de alto
nivel de la seguridad nacional de Estados Unidos.
Para impulsar su revolución interna, Xi cuenta con sus
propias organizaciones de vanguardia. Una es el Departamento Laboral del Frente
Unido del partido, que anteriormente organizó campañas contra los uigures, los
demócratas en Taiwán, los críticos extranjeros en Occidente y otras «amenazas».
Otra es la Comisión Central de Inspección Disciplinaria del
partido, que organizó las purgas de la última década bajo su jefe, Wang Qishan,
que puede ser el adjunto más decisivo de Xi.
Según una fuente de inteligencia, cuando Wang dejó ese puesto
en 2017 y se convirtió en vicepresidente sin cartera, se le asignó el trabajo
de romper la disidencia en Hong Kong; ahora, ominosamente, se dice que se le ha
asignado el expediente de Taiwán.
Las medidas enérgicas de Xi han sacudido la economía china.
Los valores de las seis principales empresas tecnológicas han perdido más de
1,1 billones de dólares en los últimos seis meses, según Kevin Rudd, experto en
China y ex primer ministro australiano. Jack Ma, el brillante fundador de
Alibaba, ha sido humillado y se le ha impedido hacer comentarios públicos. Lo
más desestabilizador es la fragilidad de Evergrande, el promotor
inmobiliario cargado de deudas y tremendamente sobreexpuesto. El temor a que
pueda incumplir decenas de miles de millones de dólares de deuda asustó a los
mercados financieros mundiales esta semana pasada.
La campaña de Xi para rehacer China -desde los videojuegos a
la educación de los niños- fue explicada en un un reporte del 9 de septiembre por Lily Kuo, del
Washington Post. Las luces de alarma parpadean en rojo, por así decirlo.
Xi está animado por lo que ha llamado su «Sueño de
China», de una nación con riqueza y poder sin parangón, y también por
los ideales igualitarios del socialismo. Su problema es que, como Mao y otros
visionarios, tiene una vena mesiánica que podría resultar desestabilizadora
para el mundo y francamente tóxica para China.
*David Ignatius escribe dos veces por semana una columna sobre
asuntos exteriores en The Washington Post. Su última novela es «El Paladín».
Traducción: Marcos Villasmi