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24 noviembre, 2020

El «Darwinius masillae», un fósil de un millón de dólares


Orlando Arciniegas*

 

En mayo de 2009, en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, en acto que presidiera el alcalde Michael Bloomberg, tuvo lugar la presentación del único fósil de un primate primitivo de 47 millones de años de antigüedad, hallado en 1983, en el yacimiento fosilífero de Messel, una cantera abandonada en la periferia del pueblo de Messel, a unos 9 km de la ciudad de Darmstadt, Alemania. El fósil presenta un excepcional estado de conservación, con contornos de tejidos blandos y pelaje, y un 95% de los huesos fosilizados, por lo que es también el más completo. Solo le falta su pata trasera izquierda. De Lucy, el famoso fósil etíope de Australopithecus afarensis, de 3,2 millones de años, únicamente se tiene el 40% del esqueleto. El equipo científico que hizo el primer estudio y presentó el fósil al mundo fue dirigido por el Dr. Jørn Hurum, paleontólogo del Museo de Historia Natural de Oslo, Noruega, que es, a su vez, un divulgador de alto perfil mediático. Del fósil dijo: «Este es el primer eslabón en la evolución humana», y, con la maestría de un viejo sastre, soltó su última puntada. «[Ella es] la octava maravilla del mundo».

 

El nombre científico de la reliquia «maravilla» es Darwinius masillae, conforme a la notación binomial del sabio Linneo (1707-1778). El género Darwinius en honor al bicentenario de Darwin y la especie masillae recuerda al Hoyo de Messel. La palabra «masilla» era el nombre que en el monasterio local usaban en el siglo IX para el sitio del pozo de Messel, en cuyo fondo se encontró el fósil. Un sitio de gran importancia paleontológica por la cantidad y buen estado de los restos hallados. El doctor Hurum apodaría al fósil, Ida, por el nombre de su hija. El fósil, que antes estuvo en colección privada, fue adquirido en 2006 por el referido museo de Oslo por un millón de dólares. La operación de compra se hizo a través del comerciante de fósiles Thomas Perner. ¿Caro o barato? Antes conviene saber lo que del fósil Ida dijera el equipo científico —encabezado por el doctor Hurumque estudiaba el fósil del mono-lemur de 47 millones de años: «Esto es algo que el mundo no ha visto nunca antes, un espécimen único, totalmente único». Fue entonces cuando el marchante pidió más un millón de dólares por el fósil, diez veces más que la mayor cantidad pagada por un fósil en el mercado negro. Tras seis meses de negociaciones, Hurum recogió el dinero y se llevó a Ida a Oslo.

 

Los restos de Ida correspondían al de un pequeño primate, de seis a nueve meses al momento de morir. Medía  58 cm. de largo (23 pulgadas). Era del tamaño de un gato doméstico. De grandes cuencas oculares, lo cual dice que era un animal nocturno. Una hembra. Piernas más largas que brazos: saltarina, pues. Ni adulto ni bebé, sino en su etapa juvenil. Sus dedos sin garras, con uñas; los pulgares opuestos y los dedos gordos de los pies, no dejaban duda acerca de su condición de primate. Vegetariana, por sus pequeños dientes, y por un último refrigerio de hojas y frutas que aún quedaba en su estómago. Tenía todos sus dientes de leche y estaba en proceso de formar sus dientes permanentes. Pasaba por el destete y el alejamiento materno, lo que la hacía más vulnerable. Tenía una fractura en una muñeca, curada parcialmente, que, si le impedía subir a los árboles, pudo haberla forzado a ir a beber al lago Messel, donde fue adormecida por sus gases. (El Messel es un maar, un lago que llena un cráter volcánico). Las condiciones del lecho del lago favorecieron una fosilización preservada. En fin, Ida se veía como un fósil con mucha información, cuyo estudio debía comenzar por situarla en el linaje de los primates.

 

Ida vivió su corta vida en el Eoceno Medio, la segunda época del Paleógeno de la Era Cenozoica, que antecede a la Mesozoica. El Eoceno es la época geológica que se inicia alrededor de 57 millones de años antes de nuestra era y termina unos 21 millones después. Se caracteriza, como buena parte del Paleógeno, por una intensa actividad orogénica que va a dar origen a algunas de las grandes cordilleras del mundo, tanto en América como Europa: Montañas Rocosas, los Andes, Alpes, cadenas Ibéricas, Pirineos. Asimismo, por sus grandes cambios climáticos y extinciones masivas de especies. Destaca en el Eoceno el surgimiento de una fauna novedosa: las aves se hacen prevalentes y se forman los primeros cetáceos. Los mamíferos se hacen abundantes, a partir de la evolución de pequeñas especies. En fin, existe un gran número de yacimientos paleontológicos, en diversos sitios del mundo, que confirman estos hechos, tales como la Formación Green River en EEUU al norte de Utah, al oeste de Colorado y sureste de Wyoming y el referido sitio fosilífero de Messel, en Alemania. Este fue declarado en 1995 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.  

 

Según recientes estudios, los primeros primates se remontan al final del período Cretáceo, que es el tercero y último periodo de la Era Mesozoica —la era de los dinosaurios—, que se extendió entre 145 y 66,4 millones de años atrás. Eran pequeños mamíferos que empezaron a subir a las ramas de los árboles, de seguro fascinados por los grandes frutos y el auge de las angiospermas —plantas florales—. En Zoología cualquier mamífero placentario del grupo que incluye lémures, loris, tarseros, monos, simios y seres humanos pertenece al orden de los Primates. 40 millones de años atrás había dos subórdenes de primates: los strepsirrinos y haplorrinos. Los prosimios o strepsirrinos son los más cercanos al primate ancestral. Son generalmente pequeños y nocturnos. De ojos grandes. Tienen mayor desarrollo del olfato y narinas húmedas. Los otros, los haplorrinos o antropoides poseen más características de primates, rostro más acortado, nariz cubierta de piel seca, labio superior separado de las encías, ojos frontales y un cerebro de mayor desarrollo. Conforman una suborden en la que se agrupa una amplia variedad de primates: los tarseros, monos, gibones, grandes simios y humanos, que en un tiempo se les llamó Primates Superiores.

 

Se sabe también que hace 50 millones de años había dos tipos de criaturas similares a los monos deambulando sobre la Tierra. Unos, conocidos como la familia de los tarsiidae, que son los tarsios o tarseros de hoy, pequeños primates de las islas del sudeste asiático, de apariencia parecida a los lémures. Caben prácticamente en la palma de la mano. Suelen ser solitarios y nocturnos. Son carnívoros e insectívoros. El otro tipo corresponde a la familia adapidae, también llamados adápidos o adapiformes cuyos descendientes son los lémures, que son primates estrepsirrinos —de nariz húmeda—, omnívoros, diurnos, de cola no prensil y de alta sociabilidad, que tienen carácter endémico en la isla de Madagascar. Los tarsiidae y los adapidae son especies extintas, de las que no quedan sino los descendientes antes mencionados (tarsios y lémures).

 

El fósil Ida había sido estudiado en secreto durante dos años por especialistas en evolución de primates. Jørn Hurum se hizo acompañar por el doctor Philip Gingerich de la Universidad de Michigan, del Dr. Jens Franzen y del Dr. Jörg Habersetzer del Museo de Senckenberg de Historia Natural de Fráncfort del Meno. Un equipo científico que se diría de alto nivel. El fósil del primitivo mono-lemur, Ida, fue estudiado como una “«especie en transición» que estaba en la línea evolutiva humana ¡hacia la hominización!. Empero, pronto aparecerían las voces discordantes. Escribiendo en el diario Nature, un equipo de paleontólogos de Nueva York sostuvo que Ida Darwinius masillae— no tenía en absoluto ninguna relación con los humanos. Y que, en cambio, el fósil del millón de dólares se parecía más a un pequeño lémur o tal vez a un loris, por lo que no tenían cabida las pretensiones evolutivas hacia la hominización, que se le querían atribuir. Ardió Troya.

 

La controversia estalló luego de que el equipo del Dr. Erik Seiffert, profesor de la Universidad de Stony Brook en Nueva York —un estudioso de las relaciones filogenéticas y de la biogeografía de los mamíferos, desenterró en el norte de Egipto, en noviembre de 2009, un nuevo fósil, Afradapis longicristatua, de la familia de los adápidos, hecho que se difundió a través de la revista Nature. Se trataba de un primate de 37 millones de años similar a los lémures y un familiar cercano al Darwinius, perteneciente a los adápidos, los primates que aparecieron en el primer período del Eoceno (hace 55 millones de años), comunes a Europa, Asia y América, y que aparecen relacionados a lémures, loris y a los diminutos gálagos actuales —Bush babies—, que son todos pequeños primates strepsirrinos, nocturnos, del bosque africano. Primates, a los que en otro tiempo, genéricamente, se llamó Primates Inferiores.

 

Así las cosas, lo que una vez fue una presentación a bombo y platillo, cargada de proféticos anuncios que preludiaban el inmediato estrellato de investigadores y de instituciones, como el Museo de Historia Natural de Oslo, del que salió el millón de dólares, y el grupo de científicos que, con recursos mediáticos, había llamado la atención del gran público, terminó por ser una fiesta aguada, en la que el que el fósil Ida, tenido al comienzo como una «especie en transición» hacia lo humano, ha terminado por ser considerado importante pero para el estudio de los extinguidos pequeños primates del Eoceno, y no más allá. Un show business que, simplemente, terminó por ser  agua de borrajas.

 

El Dr. Seiffert, por su parte, no queriendo dejar cabo suelto, agrega que, según sus estudios, “«ni Ida ni Afradapis tienen descendientes vivos, lo que significa que se extinguieron al final de una rama lateral [y no relevante] del árbol evolutivo». ¡A la ciencia, sin fanfarria, señores!

*Profesor titular (J) de la Universidad de Carabobo, doctor en historia.