Por
Orlando Arciniegas*
—Spencer. « ¿Algo más?» —No, así,
a secas.
Así eran las enérgicas presentaciones
del amigo Spencer. Unos lo tomaban como un nombre; para otros, más enterados –habían
oído de Herbert Spencer–, era un apellido. Entre estos últimos, así llegué a
pensarlo, había los que les hubiera gustado que Spencer se llamara «Herbert Spencer», pero sin llegar a asociarlo
con el polímata inglés. En todo caso, también esperaban «algo más». Pero ocurrió que
Spencer, después de conocer a un colega africano cuyo nombre completo se reducía
a una sola palabra, se convenció que así debía ser. Y que otra cosa, no era más que un derroche verbal. Muchas
veces le oí mencionar el nombre de Francisco Gómez de
Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, como ejemplo de una dispendiosa forma
de llamarse.
Claro que en Spencer también debía de haber «algo más». Nadie escapa, al menos durante un buen tiempo, a la cultura de su tiempo y lugar. Y uno, lo dice la vida, se libra de unas costumbres, imaginarios y tradiciones para indefectiblemente caer en otras. Uno, como lo sabemos, nace inconsultamente y se le nombra de la misma manera. Pero, en Spencer, estos modos de ser a contracorriente, diríamos, que habían hecho de su vida una especie de ristra de «mutaciones», eran el marchamo de su vida. Hacían parte –digámoslo con pretensión– de su singular andadura existencial.
Así por ejemplo, solía confesar
que su mayor búsqueda era alinear el «eje axiológico de pensar, hablar y actuar en
concordancia». Pero
no se piense que esto era algo interior. No, era más bien ostensible. Patente. Tampoco
se crea que no advirtiera las tensiones y contradicciones que hay en todo intento
humano de ahilar esos tres componentes. No. Por eso era tan suyo como de San
Agustín, el prestigioso dicho de «nada de lo humano me es ajeno». Pero tómese como
cierto que en Spencer no resultaba fácil advertir desajustes en su «eje axiológico». Y cuando esto por
casualidad ocurría, Spencer, como cualquier otro, reconocía estar expuesto a
los cambios, solo que para él se trataba de «recomposiciones de su eje axiológico», como
decía con pompa. Entrado uno en posesión de la nueva lógica que lo ordenaba todo,
podía volver a ver que su singladura existencial lucía como las calzadas del
incario, en donde cada piedra está en su lugar, una con otra, como si siempre
hubiese sido así.
Esto resultaba llamativo para
algunos. Detestable para los más, en este país tropical donde la vida corre como
empujada por otros, sin mayores dilemas éticos, y donde solo pocos, muy pocos,
sienten tener –como decía Spencer– un eje axiológico que alinear. Y, mucho
menos, eso de preocuparse por exhibir coherencias y virtudes. Esto lo advertía
Spencer quien, de joven había sido político, o como él mismo se corregía: había
estado en política, pretendiendo de este modo, supongo, aliviar pecados o qué
se yo.
De la política fue siempre un agudo
observador y un lector atento, dejando ver a las claras sus escepticismos, los que,
según su ojo clínico, al que solía referir, debían atribuirse en general a una
especie que era el «resultado
de la caída». Confieso
que la primera vez que oí la expresión le atribuí sentido teológico, para luego
entender que Spencer la usaba para hablar de una especie humana, desangelada y rasgada
por ambiciones. Lo que lo hacía ser particularmente
crítico con aquellos que en política claman y, peor aún, ofrecen mundos
felices. Como si no hubiera un largo antecedente de costosas promesas
incumplidas, pero que él, asomando una cierta comprensión, atribuía a la
inevitable necesidad que la política tiene de la seducción y del embrujo.
La política, soltaba, resulta
poco atractiva a los espíritus superiores. Y, aunque muy poco se diga, a
quienes más tienta es a los resentidos y a los que se procuran el dominio sobre
los demás para agazapar lo que les avergüenza, confiados en que con el tiempo esa
supremacía los redima. Pero el mando nunca redime, pues el poder más poderoso
deja el alma aún más vacía. Esto lo decía Spencer sin llegar a aborrecer la
política, pues Churchill, el león británico, un gladiador nada modesto, fue
siempre su héroe histórico.
Spencer, que siempre tenía un
ojo para una mujer bonita, mostraba también una gran fascinación por el tema
femenino. Pero confiaba más en las menos agraciadas. La belleza, decía, que es un
precioso ornamento y que tanto reconforta ver, las dota de una gracia felina.
Pero observaba: termina por ser un martirio para la mujer. Las envanece hasta
más no poder y sensibiliza mucho en ellas el temor a la vejez; y solo pocas pueden
combinar la belleza con cualidades espirituales y de realización. «Un verdadero anticuado», hubiera podido gritar cualquier
mujer joven. Y lo era, sin más. Por lo demás, Spencer acompañaba y mostraba el
mayor acuerdo con la omnipresencia social de la mujer de hoy.
Spencer solo tuvo un par de
esposas y ambas en el orden de sus confesadas preferencias. Una, con la que
duró más tiempo, y que lo acompañó hasta su final, era poco afectuosa. Adusta,
podría decirse. Poco dada a mostrar sentimientos, que a lo mejor guardaba con
mucho celo. Spencer apuntó en su diario, ya en su vejez, cuando prácticamente había
dejado de escribir, que de su pequeña fortuna ya nada quedaba, a diferencia de
la de su esposa. En todo caso, Spencer nunca se resintió por ello, pues aquellos
eran ingresos personales, propios, de los que él nunca supo. Esto, en modo
alguno, le haría cambiar algo en las notas agradecidas que le dejara. Spencer,
como antes se lo había pensado, hizo en su final lo que, según él, no había
podido hacer Carlos V en Yuste: se suicidó. En un día de cielo plomizo, cuando
un suicidio no debe escandalizar.
Valencia, 12/11/2020.
*Profesor titular (J) de la
Universidad de Carabobo, doctor en historia.