Por Joseph Nye Jr.
Las instituciones internacionales aún son importantes
para Estados Unidos
Aunque Donald Trump haya despreciado a las instituciones
internacionales, su presidencia ha sido para el mundo un recordatorio de la
importancia de su eficacia y resiliencia. En la elección de 2016, Trump hizo
campaña con el argumento de que las instituciones multilaterales de la
posguerra permitieron a otros países beneficiarse a costa de Estados Unidos.
Aunque Trump no basó su atractivo populista solamente en la política exterior,
supo vincularla con el resentimiento interno, atribuyendo los problemas económicos
a «malos» acuerdos comerciales con países como México y China y a la
competencia laboral de los inmigrantes. Al orden internacional liberal de
posguerra se lo presentó como el malo de la película.
Como demuestro en mi libro Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump, los presidentes estadounidenses nunca fueron liberales perfectos en lo institucional. El apoyo de Dwight Eisenhower a acciones encubiertas en Irán y Guatemala, y el de John F. Kennedy en Cuba, son incompatibles con una lectura estricta de la Carta de las Naciones Unidas. Richard Nixon incumplió las reglas de las instituciones económicas de Bretton Woods y en 1971 impuso aranceles a países aliados. Ronald Reagan ignoró un fallo de la Corte Internacional de Justicia que determinó la ilegalidad de la decisión de su gobierno de colocar minas en puertos nicaragüenses. Bill Clinton bombardeó Serbia sin una resolución del Consejo de Seguridad.
Pero hasta 2016, los presidentes estadounidenses apoyaron en
general a las instituciones internacionales y procuraron su ampliación, de lo
que sirven de ejemplo: el Tratado de No Proliferación con Lyndon Johnson; los
acuerdos de control de armas con Nixon; el acuerdo de Río de Janeiro sobre el
cambio climático con George Bush (padre); la Organización Mundial del Comercio
y el Régimen de Control de Tecnología Misilística con Clinton; y el acuerdo de
París sobre el clima con Barack Obama.
Sólo con la llegada de Trump hubo en Estados Unidos un
gobierno que adoptó como política una postura general crítica de las
instituciones multilaterales. En 2018, el secretario de Estado Mike
Pompeo aseguró que desde el final de la Guerra Fría hace tres
décadas, el orden internacional perjudicó a Estados Unidos, y que «el
multilateralismo se ha convertido en un fin en sí mismo. Se supone que más
tratados firmamos, más seguros estamos; que cuantos más burócratas hay, mejor
se hacen las cosas». El gobierno de Trump adoptó de cara a las instituciones un
enfoque estrictamente transaccional, y se retiró del acuerdo climático de París
y de la Organización Mundial de la Salud.
Las instituciones no son mágicas, pero crean pautas de
conducta valiosas. Las instituciones multilaterales son más que organizaciones
formales, que a veces se anquilosan y necesitan que se las reforme o abandone.
Lo más importante es la totalidad del régimen de reglas, normas, redes y
expectativas que crean papeles sociales que a su vez implican obligaciones
morales. Una familia, por ejemplo, no es una organización, sino una institución
social que asigna a los padres un papel que implica obligaciones morales de
cara al interés de sus hijos a largo plazo.
Los realistas sostienen que la política internacional es un
juego anárquico, y por tanto, de suma cero: lo que el otro gana es lo que yo
pierdo, y viceversa. Pero en los ochenta, el politólogo Robert Axelrod,
mediante el uso de juegos por computadora, demostró que allí donde hay un
incentivo racional a hacer trampa cuando se juega una sola vez, la situación
puede cambiar cuando hay una expectativa de relación continua. La reciprocidad
y la devolución de favores se convierten en la mejor estrategia a largo plazo.
Al realzar la importancia de lo que Axelrod denomina «la larga sombra del
futuro», los regímenes e instituciones internacionales alientan la cooperación,
con consecuencias para la formulación de políticas que trascienden cualquier
transacción aislada.
Es verdad que a veces las instituciones pueden perder valor y
tornarse ilegítimas. El gobierno de Trump afirmó que instituciones como la OMC
habían convertido a Estados Unidos en un «Gulliver», constreñido por
liliputienses que usaban los hilos de las instituciones multilaterales para que
el gigante americano no pudiera usar el poder que tendría en una negociación
bilateral. Con diversas renegociaciones de acuerdos comerciales que
perjudicaron a la OMC y a las alianzas de Estados Unidos, el gobierno de Trump
mostró que el país más poderoso del mundo puede romper esos hilos y maximizar
su poder de negociación a corto plazo.
Pero Estados Unidos también puede usar esas instituciones
para obligar a otros países a sostener bienes públicos globales que redundan en
el beneficio a largo plazo de esos y otros actores. El secretario de Estado de
Reagan, George Shultz, comparó la política exterior de Estados Unidos con el
trabajo de un jardinero paciente, pero la idea trumpiana de política se basó en
un concepto muy diferente del modo en que debe ejercerse el poder. Para usar
una metáfora diferente, Trump se quejó de que hubiera polizones en el barco,
pero el que lleva el timón es Estados Unidos.
En este siglo de interdependencia transnacional, el
aislamiento no es opción, y oponer nacionalismo a globalización es una falsa
antinomia. Los virus y los átomos de carbono no respetan fronteras políticas.
Tenemos que aprender a combinar la identidad nacional con el interés global.
Como explica el historiador Yuval Harari: «Nos guste o no, la humanidad hoy
enfrenta tres problemas compartidos que se burlan de fronteras nacionales, y
que sólo pueden resolverse mediante la cooperación global: la guerra nuclear,
el cambio climático y la disrupción tecnológica».
Estados Unidos necesita una red de acuerdos en varios niveles
con otros países. Los socios extranjeros ayudan cuando quieren, y su voluntad
de hacerlo depende no sólo del poder duro militar y económico de Estados
Unidos, sino también de su poder blando de atracción, basado en una cultura
abierta e inclusiva, los valores democráticos liberales y políticas que gozan
de una amplia legitimidad. Un jeffersoniano «respeto decente a las opiniones de
la humanidad» y el uso de instituciones que alienten la reciprocidad apelando a
«la larga sombra del futuro» serán esenciales para el éxito de la política
exterior estadounidense. Como acertadamente dijo Henry Kissinger, el orden
mundial depende de la capacidad de un estado líder para combinar poder y
legitimidad. Y para eso son indispensables las instituciones.
Ahora, con menos preponderancia y frente a un mundo más
complejo, Estados Unidos debe cooperar con otros y usar el poder blando para
atraer su cooperación. Tiene que ejercer el poder con otros además
del poder sobre otros. El éxito de la política exterior de Joe Biden
dependerá de la rapidez con que podamos aprender otra vez estas lecciones
institucionales.
Traducción: Esteban Flamini / Tomado de Polis: Política
y Cultura