Nick
Bryant - BBC News
Mi
primera opinión sobre Joe Biden fue que la debilidad que le podía dificultar
obtener la nominación demócrata terminaría por ayudarle a ganar la presidencia.
En un
momento en que el Partido Demócrata daba un bandazo hacia la izquierda, su
centrismo pragmático podía ser ventajoso porque los trabajadores del
llamado Cinturón de Óxido y las mamás de Starbucks de los estados péndulo lo
encontrarían poco amenazante.
Su
incapacidad para entusiasmar a una multitud tampoco era necesariamente una
desventaja.
Después
de todo, muchos estadounidenses anhelaban una presidencia que pudieran tener de
fondo: como una relajante música de jazz después de la música heavy metal sin
parar de los años de Trump.
La
cordialidad de Biden era la clave; su sonrisa, casi su filosofía. En un
panorama político a menudo impulsado por el partidismo negativo -odio al
oponente más que fervor por el nominado de tu propio partido- Biden
sería difícil de convertir en una figura odiosa.
Ciertamente,
no era ni de lejos tan polarizante como Hillary Clinton, cuyos puntos negativos
ayudaron a Trump a sacar adelante su inesperada victoria en 2016.
Mal
comienzo
Entonces
fui a Iowa y New Hampshire y me sorprendió ver que el hombre de 77 años apenas
podía seguir la sintonía.
Los
discursos eran soliloquios inconexos, un recuerdo de su carrera en el Senado
aquí, un nombre de su época de vicepresidente allá. Dando vueltas y disperso,
su tren de pensamiento descarrilaba de los rieles con regularidad.
Las
anécdotas no parecían tener un sentido político, y hablaba en vagas
generalidades sobre su intención de salvar el alma de Estados Unidos, sin explicar
con exactitud lo que realmente significaba.
Todavía
podía exhibir su sonrisa de alto voltaje, pero aparecía ante nosotros como una
presencia sólo ambiental, que se esforzaba por iluminar una habitación.
Las
primarias iniciales no fueron bien para Joe Biden.
En mis
30 años de cobertura de la política estadounidense, Biden era el
favorito más deslucido que había visto, peor incluso que Jeb Bush en 2016.
El exgobernador de Florida podía por lo menos completar una frase convincente,
aunque nadie aplaudiera al llegar al final.
La
recuperación
Después
del cuarto puesto de Biden en los caucus de Iowa y el quinto lugar en New
Hampshire, muchos de nosotros pensamos que había llegado el momento de ponerse
sus características gafas de sol de aviador y desaparecer volando hacia el
atardecer.
En
lugar de eso, por supuesto, se dirigió a Carolina del Sur, donde el respaldo
del influyente congresista demócrata negro Jim Clyburn y el apoyo de los
afroestadounidenses hicieron posible un retorno al estilo de Lázaro.
Rivales moderados
como Pete Buttigieg y Amy Klobuchar abandonaron la carrera, uniéndose en
torno al candidato del establishment al que se le veían más
posibilidades de ahuyentar el insurgente desafío de Bernie Sanders.
Ante
la alarmante perspectiva de tener como nominado a un socialista, rompieron el
vidrio para las emergencias con la esperanza de que el amistoso Joe pudiera
apagar el fuego.
Días
después, tras la cascada de victorias en el supermartes, algunos tertulianos se
maravillaron ante el triunfo de Biden en estados en los que ni siquiera hizo
campaña.
Pero
bien puede ser que ocurriera lo contrario. Biden quizá se desempeñó
bien en algunos lugares precisamente por su ausencia.
La
lección de Iowa y New Hampshire, después de todo, era que cuanto más le veían
los electores, menos probabilidad había de que le votaran. Su invisible
candidatura de cara al supermartes le ayudó a asegurarse la nominación.
El
efecto del coronavirus
Así,
el confinamiento por la pandemia de covid-19 ha supuesto una bendición para su
candidatura
Los
meses que ha pasado encerrado en el sótano de su residencia de Delaware le han
aportado una útil capa de la invisibilidad.
El
distanciamiento social incluso ha ayudado a neutralizar un tema que en el
pasado puso en peligro su campaña: el ser "inapropiadamente táctil"
con las mujeres, un sobón.
Lo que
es más importante, la pandemia ha rebajado la tensión de la batalla ideológica
en el seno del Partido Demócrata. Biden ha alcanzado un acuerdo de
unidad con Bernie Sanders sin tener que hacer demasiadas concesiones a la
izquierda: un pacto que no termina de prometer cobertura de salud universal
y un Nuevo Acuerdo Verde, y que evita por completo temas polarizantes como la
abolición de ICE (el servicio de Inmigración y Aduanas de EE.UU.) o la despenalización
de los cruces fronterizos no autorizados.
Sin
duda, Biden perderá parte del apoyo de los progresistas, especialmente entre
los jóvenes, pero su campaña calcula que esto se compensará atrayendo el
respaldo de los mayores y los jubilados, muchos de los cuales fueron
partidarios de una sola vez de Trump.
Los
mayores no solo votan más que personas de otras edades, sino que conforman el
grupo demográfico más vulnerable a la covid-19.
Tras
el problemático inicio de su candidatura, parece como si el coronavirus le
hubiera dado a Biden una versión de "anticuerpos políticos" que le da
protección ante sus propias dolencias previas.
El
poder de la empatía
Su
discurso personal también encuentra un eco en estos tiempos de tristeza. Justo
después de ganar la elección al Senado en 1972, Biden sufrió el trauma de
perder a su primera esposa, Neilia, y su hija de 13 meses, Naomi, en un
accidente de auto.
Años
después, en 2015, vio cómo su hijo Beau, que había sobrevivido a aquel
accidente, moría a causa de una rara forma de cáncer cerebral.
Biden
es empático por naturaleza. Esto le pone en el mismo plano emocional que las
más de 150.000 familias que han sufrido una pérdida recientemente por el
coronavirus.
Hasta
el momento, la estrategia del búnker de Biden ha probado ser resistente a las
bombas contra búnkeres de la campaña de Trump: las acusaciones de senilidad, el
señalamiento de que se ha convertido en una marioneta de la izquierda radical o
la alegación falsa de que quitarle financiamiento a la policía formaba parte de
su acercamiento a Bernie Sanders.
En
lugar de eso, el foco se ha puesto en la presidencia de Donald Trump en vías de
implosión.
Estar
en el cargo normalmente otorga ventajas. Desde 1980, solo un presidente en
ejercicio, George HW Bush, ha sido incapaz de ganar la reelección. Incluso
durante el período posterior a la guerra, de 1945 a 1980, cuando solo un
presidente, Dwight D. Eisenhower, completó con éxito dos legislaturas, los
votantes solo echaron a dos presidentes en el cargo: Gerald Ford y Jimmy
Carter.
Donald
Trump, sin embargo, ha anulado los beneficios de estar en el poder por su mal
manejo de la pandemia.
La
importancia de la economía
La
habitual regla de oro es que estar en el poder sumado a una economía
fuerte es casi una garantía de reelección. En 1992, Bush padre
fue principalmente víctima de una economía en recesión que no pudo recuperarse
antes del día de las elecciones.
La
covid-19 ha diezmado la economía, causando el shock económico más grave desde
la Gran Depresión. Los votantes que apuntaban a sus florecientes planes de
jubilación para racionalizar su apoyo a un presidente cuyo comportamiento a
menudo les parecía de mal gusto están comparando propuestas. Muchos, según
sugieren los sondeos, ya le han abandonado.
Incluso
algunos de sus supuestos fieles, votantes blancos sin estudios universitarios
que conforman su base, lo están abandonando. Previamente este año,
Trump contaba con una ventaja de 31 puntos en este grupo demográfico, pero
recientemente ha caído en 10 puntos.
Los
sondeos indican que un número inesperadamente alto de votantes blancos desaprueba
el manejo del presidente de las protestas raciales tras la muerte de Georg
Floyd. No responden a la postura dura de Trump de ley y orden, que tomó
prestada de la victoriosa campaña presidencial de Richard Nixon en 1968 tras un
largo verano de turbulencia racial. Quizá Trump no pudo apreciar una diferencia
fundamental entre ahora y entonces: en 1968, Nixon no era presidente.
A
menudo se enmarcan las votaciones como una elección entre la continuidad o el
cambio. Un gancho de Biden es que les ofrece a los votantes una versión de
ambas opciones.
A los
ocho de cada 10 estadounidenses que, según las encuestas, creen que el país va
en la dirección equivocada, Biden les promete un cambio de rumbo.
En ese
sentido se puede presentar como un candidato de cambio.
Pero
al prometer servir como un presidente convencional, retomando las normas de
comportamiento por las que se han regido republicanos y demócratas durante
décadas, también representa una continuación. La reparación de una cadena en la
que Trump se convirtió en el eslabón perdido.
A
causa de las profecías erradas de 2016, los comentaristas son lógicamente
reacios a hacer predicciones y anticipar la derrota de un presidente con una
desventaja de dos dígitos en la mayoría de las encuestas nacionales y en
algunos sondeos de estados clave también.
Pero
la precaución es un buen consejo.
A
medida que Biden se aventure con más frecuencia fuera de su refugio del sótano,
se verá sometido a un mayor escrutinio. Los periodistas que cubren la campaña
pronto se cansarán de reescribir el mismo discurso de "Trump está en
problemas" y fácilmente podrán intentar inyectar más drama y valor
periodístico a la carrera agarrándose a cualquier resbalón o titubeo de Biden.
Están
además los caprichos del Colegio Electoral, que significa que Trump puede ganar
un segundo mandato, aunque pierda el voto popular, como sucedió en 2016.
Tampoco podemos descartar la posibilidad de una disputada elección que se
dirima en los tribunales.
Ciertamente,
sería un disparate desestimar a Trump, que ha salido indemne de más choques que
ningún otro presidente. Pero en los últimos cuatro años, se ha acumulado el
tejido cicatrizado y la pandemia le ha dejado con heridas auto infligidas.
Además,
incluso algunos de los partidarios que pusieron la fe en él se están cansando
de sus trucos de escapismo: los alardes, las tergiversaciones de la verdad y
los insultos. Esto se ha convertido en una "elección covid".
Ahora
son las debilidades del presidente las que están haciendo que Joe Biden
parezca tan fuerte.
Tomado
de BBC Mundo.