Orlando
Arciniegas*
Manuel
Antonio eran sus nombres. Nació en Ciudad de Panamá, en febrero de 1934, aunque
Noriega también diera otras fechas. De familia mestiza, pobre y de orígenes
colombianos. Huérfano de madre, lo crio una madrina. Pobre también. De chico
vendió periódicos y estudió en la Escuela República de México y luego en el
Instituto Nacional, una buena escuela secundaria, de notorio activismo estudiantil.
Allí conoció a Luis, su hermano mayor. Vivió un tiempo con él, quien lo
introdujo en el ala juvenil del Partido Socialista y lo ayudaría a conseguir la
beca con la que estudiaría en la Academia militar de Chorrillos en Lima. De
niño fue descrito como “extremadamente serio”. Según ciertos informes, desde
joven comenzó su asociación con los servicios de inteligencia de EE.UU. en
Panamá. Brindaba información sobre sus camaradas estudiantes. Un abono temprano
de $10.70 en 1955, fue el primer pago por su felonía. De Chorrillos egresó en
1962.
De
regreso a Panamá se unió a la Guardia Nacional y fue puesto en servicio en la
ciudad de Colón. El comandante allí era Omar Torrijos, quien se convirtió en su
mecenas y protector. Noriega, para ese tiempo, bebía y era violento, pero ya
tenía un protector. Desde 1968 fue la sombra del general Torrijos. En tal año, este derroca al civil Arnulfo
Arias y se hace jefe de Gobierno y el líder de la Revolución Panameña. Al año
siguiente, Torrijos pone a Noriega, ya su alter
ego, al frente del servicio de inteligencia G-2. Influencias cubanas, sin
duda. En este cargo fue fama que era terrible. Al morir Torrijos, en un accidente aéreo, pasó
a ser jefe del Estado Mayor del Gral. Rubén Darío Paredes, jefe de la Guardia
Nacional. Tras sucederle en 1983, se ascendió a sí mismo al grado de general y
pasó a ser, sin coartada electoral, el mandamás, pues, de Panamá. Eso hasta
diciembre de 1989, cuando lo fueron a buscar 28.000 marines.
Noriega,
que junto a Torrijos había logrado descifrar ciertos códigos culturales de la
política y del ejercicio del poder en clave latinoamericana —si no
secretos, sí gremiales— va a
comportarse, siguiendo a Torrijos, como un caudillo populista y, en otro
momento, ya afianzado en el poder, como un líder nacionalista. Pero siendo un
militar sin escrúpulos, haría de la Guardia Nacional un instrumento para la macabra
empresa, entre crimen político y narcotráfico, que con éxito alcanzó a edificar.
Así lo describió el general Rubén Darío Paredes quien una vez fuera su jefe. Para
esto también le fueron muy útiles sus rudos aprendizajes en el aperreado barrio
capitalino de San Felipe, donde pasó años juveniles, por los que sus camaradas
de entonces lo recuerden como un chico implacable. Un macarra. Métodos que trasladó
a su feroz policía política, desde donde orquestó tanto intimidaciones como desapariciones,
amén de la tortura de opositores, mientras escudriñaba con ojo clínico los sumarios
sobre los corruptos negocios de los militares. Torrijos, de quien era su
cancerbero, se refería a él como “mi gángster”.
Hoy
se sabe que comenzó a colaborar a sueldo para la CIA en los años setenta del
siglo pasado, permitiendo instalar en Panamá puestos de escucha y bases de
ayuda de las fuerzas en lucha contra las guerrillas izquierdistas de El
Salvador y Nicaragua. Información de la que Noriega hizo uso para impulsar el
narcotráfico. Su negocio privado. Para 1983, dos años después de la muerte de
Torrijos, ya trabajaba con los capos colombianos permitiendo el uso de la banca
panameña a cambio de coimas millonarias. Pero servía a la CIA y al castrismo
también, que le hacía llegar dinero secreto. Con Fidel Castro y Moscú hacía sus
propios negocios, en una ocasión al menos, les vendió 5.000 pasaportes
panameños para que los usaran sus agentes secretos por el mundo. Noriega
servía, pues, a Dios y al diablo, por lo que nos cuentan sus expedientes del
juicio en EEUU.
Pero
parece que su mejor negocio eran los acuerdos con el Cartel de Medellín. Cuenta
un hijo de Pablo Escobar, Juan Pablo Escobar —después de 1994: Sebastián Marroquín—, que Noriega recibió cinco millones de
dólares por permitir al capo Escobar operar en Panamá, montar laboratorios y realizar
operaciones de lavado de dinero. Esto, tras haber ordenado matar al joven ministro
Rodrigo Lara Bonilla en Bogotá, la noche del 30 de abril de 1984. Colombia había
declarado la guerra al narcotráfico. Sigamos: Parece que por presiones de la
DEA, Noriega ordenó destruir el laboratorio de cocaína del Darién, lo que llevó
a un conflicto entre los dos capos. Con amenazas de muerte. Quien pudo apaciguar
los fuegos entonces fue Fidel Castro, amigo de los dos. Esto, según otra versión
complementaria. Noriega optó por devolver casi $4 millones a Pablo y se produjo
la reconciliación. Puede decirse que, en lo sucesivo, pasaron a ser socios.
Escobar controlaba entonces el negocio completo de la droga: desde la misma producción
de cocaína hasta su distribución en EEUU, en un 80% del mercado.
Esas
fueron para Noriega las épocas de mayor gloria. Entonces vivía con su esposa
Felicidad y sus tres hijas (Sandra, Lorena y Thays) en una fastuosa mansión que
tenía un mini zoológico, casino privado y un salón de baile. “Cara de piña”,
como lo apodaban sus detractores por las huellas del acné, no tenía nadie ni
nada a que temer, pues era quien imponía “la ley y el orden” en su amada Panamá, como decía. Pero todo iba a cambiar. Pobre de los hombres
que olvidan el paso cambiante de los hados. El aliado fiel de EE.UU., valorado
por ser una ficha importante en las labores de inteligencia, pasó a ser
señalado como un enemigo por sus actividades con el narcotráfico, el lavado de
dinero y su condición de doble agente del castrismo. Claro que en verdad, Noriega
era solo fiel a sí mismo y servía a sus propios intereses sobre los que
descargaba su enorme codicia y, por supuesto, sus pretensiones de eternizarse
en el gobierno de Panamá, pues allí radicaba la fuente de todo su poder.
Como
se dijo todo iba a cambiar. Y el cambio se produjo tras la llegada a la Casa
Blanca de George WH Bush (1924-2018), un veterano político de larga carrera
que, entre otras cosas, había sido director de la CIA (1976-1977), y que sería el
presidente número 41º de los EE.UU. durante los años de 1989 y 1992. Una de sus
políticas centrales era la lucha contra las drogas. Uy. Las tensiones con EEUU
comenzaron a escalar en 1985. Antes, en las elecciones de 1984, cuando se
advirtió que el candidato opositor Arnulfo Arias avanzaba, Noriega mandó parar
el conteo y luego declaró que su candidato, Nicolás Ardito Barletta, era el
ganador. Y listo. Pero al mandar torturar y decapitar a Hugo Spadafora en 1985,
un prestigioso defensor de los derechos humanos, su suerte comenzó a cambiar. El
asesinato conmovió al mundo. El dictador siempre negó su responsabilidad. Pero quién
dijo que Noriega vino al mundo a decir la verdad. Por ejemplo, siempre juró
morir de pie combatiendo…
Y
llegó a hacerse popular en América latina blandiendo un machete y rugiendo
frente a las multitudes que lo seguían: ¡Ni un paso atrás!, decía, entre ruidosas
manifestaciones antiimperialistas y acompañado de sus Brigadas de la Dignidad, los “colectivos” panameños. En 1986, una
filtración de la CIA publicada en The New
York Times dejó saber el papel de Noriega
en el asesinato del médico opositor Spadafora. En febrero de 1988, en las
ciudades de Tampa y Miami en Florida, fueron presentados cargos por
narcotráfico contra Noriega en tribunales federales. Los EE.UU. comenzaron un bloqueo
abierto contra Panamá que ocasionó una crisis económica. Sobrevinieron las
negociaciones. Sin embargo, nada pudo convenirse para la salida de Noriega del
poder. El 7 de mayo de 1989 se efectuaron unas elecciones en las cuales se
enfrentaron el principal candidato de la oposición, Guillermo Endara Galimany,
contra el candidato del Gobierno Carlos Duque Jaén. De lo que resultó un
arrasador triunfo opositor.
Al
no haber reconocimiento del triunfo se denunció el fraude. Los que protestaron
fueron objeto de feas agresiones por parte de la milicia partidaria de Noriega.
Estados Unidos pidió la separación de Noriega del Gobierno, y el Gobierno, en
réplica, anuló los comicios alegando “interferencia extranjera”. Noriega reunió
a sus partidarios, levantó el machete, y amenazó con lo peor a sus opositores. Juró,
como si fuera un Júpiter tronante, combatir hasta vencer. Pero los dioses
podían hacerlo porque no tenían plata guardada, y Noriega tenía mucha, tanta
que nunca se la pudieron quitar toda.
El
20 de diciembre de 1989 se produjo el desenlace. La invasión se llamó
“Operación Causa Justa” en la que desembarcaron 28 mil marines. Noriega, olvidado del machete, pidió protección en la
Nunciatura. Se dice que al final murieron miles de civiles, lo cual es muy malo
por estar inermes. Vanas fueron las negociaciones para encontrar un país que
recibiera al dictador. El que parecía como su exilio natural era Cuba. Pero
parece que los cubanos son como el gato: solo acompañan al amo hasta la puerta.
Tras varios días refugiado y sitiado en la Embajada del Vaticano, y bajo el
estruendo de la música de rock y rap, que el dictador detestaba —y sin
ningún bolero—, Noriega, el Cara de Piña, que cual Leónidas
había jurado combatir hasta morir, se entregó dócilmente el 3 de enero de 1990.
A poco fue trasladado a EE.UU. donde recibió condena por narcotráfico y otros
delitos conexos. La condena fue a 40 años de cárcel, aunque solo pagó 21 por
“buena conducta”, el bravo macarra que siempre se había portado tan mal. Vaya,
vaya.
*Profesor
titular (J) de la Universidad de Carabobo, doctor en historia.