Por Orlando Arciniegas*
Agustín
Agualongo Sisneros –nacido en Pasto, el 25 de agosto de 1780– fue un militar
del ejército español y caudillo pastuso, con nombre según el calendario
católico, que se inicia en la lucha en defensa de su ciudad y su gente cuando
aún “las guerras de la independencia no presentaban dicha bandera”, según el
historiador Enrique Herrera Enríquez. Pero que estaría muy presente cuando la
independencia –con sus pasiones a favor y en contra– se plantee, se declare y
divida las familias y los habitantes regionales. Agualongo, como se le conoce, que
llegó a contender contra Bolívar en la cruenta batalla de Ibarra en julio de
1823, sirvió por trece años en los Ejércitos del Rey, desde la condición de
simple soldado hasta la de brigadier general, designación postmortem, que se dice fue por real cédula de Fernando VII, tras
haber sido fusilado en Popayán por un pelotón del ejército de Colombia, el 13
de julio de 1824, sin que mellaran en él ni su fe católica, ni su inmensa lealtad
al rey de España.
Desde
1809, los pastusos y patianos –de Patía, al sur de Popayán– estaban en guerra
con los independentistas de Quito y, a partir de 1811, con los rebeldes
neogranadinos. Los de Quito fueron derrotados en la batalla de Ibarra en
diciembre de 1812. Pero antes, cuando aún no sonaban los aires
independentistas, y lo que estaba en boga eran las “Juntas provinciales”, defensoras
de los derechos del rey Fernando VII, los pastusos comenzaron a ser objeto de
presiones y hasta agresiones que partían tanto de las Ciudades Confederadas del
Valle del Cauca como del gobernador de Popayán, con su Junta Provisional de
Seguridad. Cada una de esas hostilidades tuvo, a su tiempo, su inmediata respuesta,
las que, sumadas en el tiempo, contribuyeron a darle a los pastusos la fama de
ser aguerridos peleadores. Hombres y mujeres, porque así fueron.
En
Pasto, al conocerse los nuevos acontecimientos tanto de Santa Fe de Bogotá como
de Popayán, que no eran otros que el independentismo de los criollos, las
autoridades realistas consideraron conveniente llamar al pueblo para integrar
las milicias que lo defenderían ante algún posible ataque. Entonces Agustín
Agualongo, ya probado en lides de defensa, decidió registrarse como voluntario
“para servir por el tiempo de la voluntad de Ntro. Soberano”. Eso fue el 7 de
marzo de 1811. Algunos de sus rasgos recogidos fueron: pintor al óleo, más de
veinticinco años, estatura cinco pies, pelo y cejas negras, poca barba, “color
preto, bastante abultado el labio superior”. Un mestizo, pues.
Una
historia buena de contar fue la protagonizada por el aventurero Alejandro
Macaulay, de York, Virginia. Un sacamuelas. Este, recién llegado a Popayán –y
siempre de viaje al Sur–, de paso para Quito en busca de Claudina, la bella, a quien
había conocido en Cádiz, pudo presenciar un asedio de los negros patianos a la
ciudad. Tras haber asomado una idea que resultó exitosa, pues libró del asedio
a la ciudad, fue designado oficial del ejército de Popayán. Eso sí, el nuevo
coronel debía aceptar el encargo de hacer cumplir una amenaza del Supremo
Gobierno payanés, si no se dejaba en libertad al presidente de las Ciudades
Confederadas del Valle del Cauca, Joaquín de Cayzedo y Cuero, y a un grupo de
soldados presos en Pasto, acusados de atentar contra la ciudad, además de haber
causado daños en Patía, cuando iban camino de Pasto.
Ser
coronel y comandar un ejército excitaba la imaginación del aventurero, pues así
podría impresionar al padre de Claudina, el general Toribio de Montes, quien presidiera
la Real Audiencia de Quito, entre 1811 y 1817, y que se oponía a esos amores. Cosa
que él bien sabía, pues el general lo había hecho descender del barco en el que
venían desde Cádiz, en el puerto de Maracaibo. La amenaza del Supremo Gobierno
payanés fue proferida el 4 de julio de 1812 y se redactó en estos términos: “La ruina de Pasto ha llegado y esa ciudad
infame y criminal va a ser reducida a cenizas”.
Ante
la amenaza de Macaulay y sus fuerzas, se organizó una comisión en Pasto que examinó
el asunto en términos de diálogo. Y en la que participó el mismo Cayzedo y
Cuero. Entre los acuerdos estaba la liberación de los prisioneros, que ahora podían
volver a Popayán. Eran 360 soldados que parecían salidos de un hospital de
leprosos. Más de 40 habían muerto de hambre y enfermedades. Esto era un alivio para
la ciudad, pues mantenerlos medio vivos era una carga. El resto de los acuerdos
eran: proteger el regreso de Cayzedo, a cargo de hacer valer los acuerdos en
Popayán, y no permitir a Macaulay llegar a Quito, pues los pastusos temían que regresase
reforzado a querer tomar a Pasto. Obviamente, debían detenerse los ataques. Al
aventurero coronel se le hizo fácil romper los acuerdos y, en cambio, optó por amedrentar
a sus contrincantes pastusos: “…tiemblen
de las consecuencias que inmediatamente van a originarse, de la sangre que
derramaré y de la desolación que se les espera”. Situación esta que tuvo, de
parte de los miembros del Cabildo de Pasto, una respuesta tajante: “si es amigo de la sangre, verá la que
correrá cuando llegue a la ciudad”.
El
improvisado Macaulay, sin medir los riesgos de sus acciones, intentó pasar furtivamente
de Pasto a Quito –lo que buscaba a todo trance–, pero fue poco lo que avanzó. Pronto
lo avistaron los mil ojos de la comarca. El 13 de agosto de 1812 se presentó el
combate en el que, como era de esperarse, el bufón de Macaulay fue aplastado.
Con todo, le quedó vida para huir, dejando a Cayzedo, así como al resto de la
tropa, en abandono. Un desastre. Doscientos hombres entre muertos y heridos y
más de 400 prisioneros, entre ellos toda la oficialidad. Al final, el mismo Macaulay,
Joaquín de Cayzedo y diez soldados más fueron juzgados y condenados en Pasto a
fusilamiento. La sentencia se ejecutó cinco meses más tarde. Las consultas
fueron hechas a Toribio Montes, la cabeza de la Audiencia de Quito, que sabía
de qué y de quiénes se trataba la cosa, y como lo que menos deseaba en su
familia era un sacamuelas, ordenó que fueran fusilando los reos mientras los
jueces miraban los papeles. Agualongo, por su destacada actuación en combate,
fue ascendido a sargento segundo.
Macaulay,
al declarar que era católico, apostólico y romano, creó la duda entre la gente
de Pasto. Los más creyentes, por espíritu de cuerpo, se negaban a creer que
fuera católico como ellos; otros, más misericordiosos, le daban el beneficio de
la duda. A esto se le dio una especie de solución salomónica, pues se decidió
enterrarlo en el umbral de la puerta de entrada de la iglesia de San Agustín,
con la mitad del cuerpo dentro del templo y la otra mitad hacia afuera. El
cuerpo de Cayzedo, sobre el que no pendía esta clase de duda, se sepultó completo
en el templo de la Merced, en San Juan de Pasto. En todo caso, por haber
atacado y mentido a los pastusos, acérrimos creyentes, se fueron al más allá muy
mal recomendados.
Con
la llegada a Pasto, en julio de 1813, de la expedición militar que operaría en
el sur de la Nueva Granada al mando del brigadier Juan de Sámano –el último
virrey efectivo de Nueva Granada– proveniente del Quito realista, el ya probado
sargento segundo Agualongo sale en una nueva campaña militar. Marchan rumbo a
Popayán y lo hacen con éxito hasta Cartago, que era parte de las Ciudades
Confederadas del Valle del Cauca. Y un lugar estratégico para el control de los
caminos por ser punto intermedio entre Cartagena y Quito. Popayán, por este
tiempo, solía cambiar de manos militares con frecuencia. Agualongo, quien gustaba
de la aventura de la guerra, mostraba, además de sus grandes destrezas para el
combate, sus habilidades para deslizarse y desaparecer. A la ciudad blanca,
Pasto, regresaría con un nuevo ascenso en su carrera militar, esta vez el de sargento primero. Habría otros más.
En
1814, el precursor Antonio Nariño (1765-1823), después de lograr la aprobación
de la independencia de Cundinamarca el 16 de julio de 1813, y siendo presidente
del nuevo Estado, solicitó permiso para emprender una campaña hacia el Sur, con
fuerzas de las Provincias Unidas de Nueva Granada. Se buscaba recuperar a
Popayán y evitar que tropas realistas avanzaran hacia el interior en un empeño
de invasión ordenado desde Quito. Las tropas del precursor al mando del coronel
José María Cabal derrotan al brigadier Juan de Sámano, el 30 de diciembre de
1813, en el Alto Palacé; luego lo serían por el mismo Nariño en Calibío, desde
donde emprenden su retirada a Pasto, el 15 de enero de 1814. Triunfante Nariño,
luce desafiante ante el Cabildo de Pasto. El 4 de marzo de 1814 pide rendición
so pena de “cerrar por la primera vez mi
alma a los sentimientos de compasión o entregarla a las llamas, para que sirva
de escarmiento a los obstinados”. La respuesta de los pastusos no se hace
esperar, confiados en que no son hueso fácil de roer. “Puede Usía escoger… el punto que le parezca más a propósito para
terminar nuestras diferencias. En todos ellos encontrará Usía, pastusos y
encontrará víctimas generosas decididas a ser inmoladas sobre los altares de la
patria…”.
El
éxito inicial se convirtió en fracaso al verse Nariño, después de un extravío y
abandono de sus tropas, forzado a deambular por días, hambriento y fatigado, hasta
tener que rendirse al jefe militar español de Pasto, mariscal Melchor Aymerich.
Esto fue el 14 de mayo de 1814. Nariño, preso, fue remitido desde Pasto a Quito
el 15 de julio de 1815; y de este destino fue despachado a Lima y luego a Cádiz,
adonde llegó a principios de 1816. (Libre
el 23 de marzo de 1820, apareció en América por el Caribe venezolano. El
20 de febrero de 1821 se reportaría al Libertador desde Angostura). Agualongo, por su parte, en un descanso, vuelve
a su taller de pintura en la plazuela de San Andrés de Pasto. Allí recibiría con
agrado el ascenso a teniente efectivo,
que recompensaba su desempeño contra las tropas de Nariño. La designación venía
firmada por el general Toribio Montes, de quien ya sabemos que presidía la Real
Audiencia de Quito.
Posteriormente,
en 1816, durante el llamado período de la Reconquista,
que comienza con la llegada en 1815 del Gral. Pablo Morillo a la Nueva Granada,
los pastusos estuvieron de su lado en la tarea de someter a los rebeldes que habían
declarado la independencia. Tras la Batalla de Boyacá, en 1819 –un severo golpe
al liderazgo militar de Morillo–, que consagrara la independencia de Nueva
Granada, Pasto se convirtió en un baluarte realista que puso freno en el sur a
la revolución libertadora. Allá fueron a parar fuerzas residuales del ejército español,
así como funcionarios y sacerdotes realistas. Agualongo, como militar realista,
estuvo muy activo por este tiempo, escalando funciones y responsabilidades dentro
de la organización militar española, que cada día acusaba el impacto de los
avances independentistas.
Los
pastusos eran gente de pocas relaciones con Bogotá, siendo Popayán y Quito sus
zonas de mayor relación y de influencias. De poca población, alrededor de 20.000
en la comarca y unos 9.000 en la ciudad de Pasto, daban muestras de gran unidad
y sentido de pertenencia. Era una sociedad de rígidos controles, la principal:
la religión. Siendo una región muy fría y de montañas escarpadas, era un
escenario muy favorable para ampararse y hostigar a los que entraran en plan de
agresión. Su gente era conocida por su
conservadurismo. Y por su visión político-religiosa del mundo, que articulaba
catolicismo y lealtad a la Corona española; buenas relaciones con los
peninsulares y la defensa de la autonomía de su región y de su cabildo
promovido por la metrópolis desde antiguo. La tierra de los pastos, por lo
demás, era una especie de paso forzoso para quienes iban hacia Quito o más allá.
La ruta de comercio y comunicación entre Popayán, Quito y Lima. Un sitio
estratégico. Era la puerta del Sur.
En
agosto de 1821, Simón Bolívar, tras haber creado a Colombia y vencido en
Carabobo, inaugura el Congreso de Cúcuta ante el cual jura como presidente del
nuevo Estado, en octubre de 1821. Pero en vez de ejercer la presidencia, a la
que iría el Gral. Francisco de Paula Santander, centra su interés en liberar la
Gobernación de Quito y en acabar con el Virreinato del Perú. Era una concepción
geopolítica que apuntaba a la derrota definitiva del Imperio español en América.
Iguales piensos tenía el general San Martín al desplazarse con sus ejércitos
desde Buenos Aires a Chile y Lima, donde declaró la independencia del Perú el 26
de julio de 1821. El plan inicial de Bolívar era auxiliar al general Sucre,
que, desde mayo de 1821, dirigía las tropas de la Provincia Libre de Guayaquil en
lucha contra la guarnición realista de Quito. La ayuda había sido una petición
del presidente José Joaquín de Olmedo. Con muchos esfuerzos, se intentaba hacerle
llegar 4.000 soldados y 3.000 fusiles por mar desde el puerto de Buenaventura –en
el Pacífico colombiano– hasta Guayaquil, y concentrar entre 10.000 y 12.000
plazas para acabar así con toda la resistencia monárquica.
Sin
embargo, una flotilla española bloqueaba en esos momentos a Buenaventura. Tampoco
San Martín podía enviar la flota de Lord Cochrane, por estar a gran distancia,
y por ser parte de las fuerzas navales de la Expedición Libertadora del Perú, que
resultaban necesarias para la lucha contra el monarquismo asentado en el
Virreinato del Perú. Sin alternativas, Bolívar tuvo que prepararse para avanzar
por tierras de los pastos, lo que no deseaba, pues no era ajeno a las malas
experiencias vividas por otros jefes rebeldes –especialmente el caso de Antonio
Nariño–, en aquella región conocida por su fuerte activismo realista. La tierra
del ya conocido Agualongo. El 13 de diciembre de 1821, Bolívar sale de Bogotá en
dirección al Sur.
La
Campaña de Pasto sería una serie de operaciones militares libradas entre 1822 y
1824, por parte del ejército de Colombia, encabezado por su presidente, el
general Bolívar, en contra de los bastiones realistas de San Juan de Pasto y de
la Patía vallecaucana. Iba contra los mestizos e indios pastusos y contra los
libertos y negros esclavos patianos, que, en aquel tiempo, hacían causa común
con los focos realistas de Quito y Lima. Un conflicto que hacía temer la reedición
de las llamadas “luchas de castas” de la guerra de la independencia de
Venezuela. De trágica recordación. Pero que se debía afrontar –así se entendió–
para someter la contestación realista, con presencia de factores militares
españoles, que se mantenía beligerante. Beneficiada, además, por la lejanía de
los centros de poder colombianos, impidiendo de hecho la agregación de los
territorios de la antigua Presidencia de Quito, que habían sido parte del
Virreinato de Nueva Granada.
El
31 de enero de 1822 Bolívar llega a Popayán. Se le suma la división del Gral.
Pedro León Torres. Días después, el 23 de febrero, el ejército colombiano
cruzaba el río Mayo, y en vez de seguir el camino de Pasto, los comandantes
siguieron, para evitarlo, el curso del río Juanambú. Se atendía de este modo a las
consejas que advertían sobre el alto riesgo que presentaba el cruzar la región
de los pastos. El 2 de abril llegan a Cerro Gordo con fuerzas menguadas por la
acción de los guerrilleros enemigos. Dos días después, Bolívar decide tomarse
Pasto. Tal vez queriendo ir a la raíz del problema. Cinco días después, el 7 de
abril de 1822, el coronel español Basilio Modesto García emboscaba en Bomboná,
cerca del volcán de Galeras, situado a nueve kilómetros de la ciudad de San
Juan de Pasto. Basilio García había venido con Morillo, y después de la batalla
de Boyacá se replegó en Pasto. Con el encuentro de Bomboná se detenía a Bolívar,
que llevaba refuerzos a Sucre quien apuraba preparativos para marchar sobre Quito,
el foco principal del monarquismo en la región.
Bolívar
sufre grandes pérdidas en Bomboná. Según los diarios de campo: más de mil de
sus hombres contra solo 250 realistas. Según Basilio García: “el destrozo más
sangriento”. Bolívar, derrotado, tuvo que regresar y esperar refuerzos. El 20
de abril los monárquicos fueron vencidos en El Peñol. García se retira a Pasto
y Bolívar, ya con refuerzos, avanza con 2.500 hombres. En esas, llega la
noticia de la victoria del general Antonio José de Sucre sobre el español Melchor
Aymerich –el 24 de mayo de 1822–, en las faldas del volcán Pichincha, cerca de
Quito. La batalla de Pichincha. Este triunfo puso en poder de Sucre la ciudad
capital con los cuantiosos aperos militares en posesión del enemigo y, lo más
importante, el territorio de la antes Presidencia de Quito, que se anexaba a la
República de Colombia. Por efecto de la capitulación que se firmara el 25 de
mayo, Aymerich y sus oficiales tuvieron garantías y ayuda para dejar el
territorio de Colombia. Sucre había cumplido holgadamente con sus deberes
militares.
En
esta situación, Bolívar propone a Basilio García, el jefe realista de Pasto,
una capitulación para acabar la guerra. Éste, enterado de la caída de Quito, contestó
que él y el cabildo de Pasto aceptaban capitular. Cosa que no gustó a los
pastusos – y de lo que guardaron rencor–, por lo que hubo de intervenir el
obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso. En Berruecos, al norte de Pasto,
se celebró el convenio: se entregaba el territorio dominado por el ejército del
Rey, y se dieron garantías a las personas y sus propiedades. No hubo
prisioneros de guerra. La capitulación se firmaría al entrar Bolívar a Pasto,
el día 8 de junio de 1822. Al retirarse del lugar, Bolívar no deja tropas allí,
quizá convencido de los buenos resultados. Con fecha del siguiente día escribe
una carta al general Santander. De los pastusos dice que “son los más tenaces,
más obstinados”; que “la voluntad del pueblo está contra nosotros”; que “Pasto
era un sepulcro nato para todas nuestras tropas”, y que “los patianos son más
facinerosos que los pastusos”. Pero todo eso, según su pluma, era cosa del
pasado: “hemos terminado la guerra con los españoles y asegurado para siempre
la suerte de la república”.
El
16 de junio de 1822 Bolívar entraba en Quito y se reunía con Sucre, a quien
siempre consideró su mejor general. En Quito estaba también Manuelita Sáenz
quien pudo presenciar el recibimiento de
héroe que se le tributó a Bolívar.
Allí y entonces principiaron sus amores. Manuela tenía 24 y Bolívar 39
años. A Sucre lo cautivaría la marquesa Mariana Carcelén, otra quiteña, con
quien más tarde se casaría. Bolívar hacía planes para viajar a Lima. Al acabar
con ese foco se completaría la derrota del Imperio Español. Entre amores y
nuevos planes políticos le llega la noticia de la nueva rebelión en Pasto. Se
dice que al oírla exclamó: “ese maldito país de Pasto”. Corría el mes de
septiembre. A la cabeza de esta primera sedición estaba el coronel Benito
Remigio Boves, sobrino del desatado José Tomás Boves de la guerra de la
independencia de Venezuela. Este otro Boves era uno de los capitulados en
Quito, que había escapado y marchado a Pasto, donde encontró a su favor que no
había tropas colombianas, pero sí, suficiente rencor.
El
22 de octubre los sediciosos se hicieron con el control de San Juan de Pasto.
Ante el levantamiento, Bolívar pide a Sucre que le ponga fin. Boves, el 24 de
noviembre, vencía en la Cuchilla de Taindalá, pero el 22 de diciembre Sucre se
vengaba en el mismo sitio. Finalmente, entre el 23 y 25 de diciembre de 1822, Sucre
entra en Pasto con el batallón de Rifles –un cuerpo de élite del ejército de
Colombia–, y somete la rebelión a un alto costo en vidas entre la población
civil. De modo tal, que este asunto ha pasado a ser referencia de un supuesto salvajismo
en el que se causó la muerte de hombres, mujeres y niños, además de violaciones,
y fusilamiento de personalidades. Algo que se vuelve en contra del crédito
moral del general Sucre, a quien se ha considerado como un caballero de la
guerra, por las formas y respetos observados en las capitulaciones. Otras
fuentes dicen que el pueblo resistió a las tropas desde el interior de las
viviendas, lo que explicaría el alto número de víctimas. Cosas que no han
quedado claras.
Tras
ser sometidos los sublevados y retiradas las tropas del batallón de Rifles, los
castigos continuaron. Hubo reclutamiento forzoso, exiliados y confiscaciones.
Inicialmente, el general Bartolomé Salom estuvo a cargo de la ciudad, pero pronto
volvió a Quito. Una guarnición que permaneció en la ciudad estuvo a cargo del
coronel Juan José Flores. Por cierto que Benito Boves pudo escapar. Se le
volvería a ver en la segunda revuelta. Mucho más intensa y de mayor duración que
la anterior, y en la que la figura central sería el admirado Agustín Agualongo,
quien en el cumplimiento de sus deberes militares en el ejército del Rey,
permanecía en los últimos tiempos en la hoy región ecuatoriana. Una región que,
después del triunfo de Pichincha, abrazaría la causa republicana y su integración
a la República de Colombia.
¿Cómo
explicarse esta resistencia del sur colombiano al poder republicano? Hay que
decir que en la región no hubo, entre los sectores populares, mucho interés en enfrentar
la dominación española. Hubo sí, por contraste, una fuerte influencia política
de la Iglesia a favor del régimen monárquico. Fueron pocos los casos como el
del ilustre obispo de Popayán, Salvador Jiménez, que, de furibundo realista,
pasó a posiciones moderadas y, luego, republicanas, ayudando a armonizar las
polarizadas relaciones sociales y políticas. Por otro lado, cuenta también el
débil desarrollo de los elementos de identidad nacional entre las pluralidades
étnicas, culturales y regionales, que, entremezcladas, conformaban un débil
tejido nacional que servía de base a la construcción del nuevo Estado
independiente, que va apareciendo a medida que avanza el poder republicano. Mientras
en Europa, por ejemplo, la nación precede a la construcción del Estado
nacional; en América es la edificación del Estado la que, en mayor medida,
estimularía los procesos de construcción nacional. Colombianos, venezolanos,
ecuatorianos y peruanos son identidades nacionales, hechura más de procesos
políticos, que de la impronta de la cultura, las costumbres y la tradición.
Volvamos
un tanto sobre Agualongo. Después de su ascenso a teniente efectivo, el
caudillo insurgente haría una importante participación en la guerra en predios ecuatorianos.
En la batalla de Huachi Grande, escenificada el 22 de noviembre de 1820, los
realistas, en número menor que las fuerzas de la Provincia Libre de Guayaquil, de
bandera republicana, al mando de los venezolanos León Febres Cordero y Luis Urdaneta, resultaron victoriosos. Los
pastusos y Agualongo –de la División Pasto– brillaron por su espíritu guerrero,
lo que le valió a este su ascenso a capitán.
Esta derrota republicana da lugar al avance realista hacia Cuenca, que había
proclamado su independencia el 3 de noviembre, pero que sufriría un fracaso en
Verdeloma el 20 de diciembre de 1820, a manos del realista coronel Francisco
González. Agualongo, ya capitán, pasaría a ser el comandante del Escuadrón
Dragones de Granada dentro de las fuerzas del referido coronel.
Al
saberse la llegada en el mes de abril de 1821 del general Sucre a Guayaquil,
por la vía del Pacífico, los realistas consideraron necesario enfrentarlo en
resguardo de Quito. Sucre había firmado, por Colombia, un tratado con José Joaquín
Olmedo, para dirigir la guerra de independencia y, en consecuencia, procurar la
adhesión de los territorios liberados de la Presidencia de Quito a la República
de Colombia. En Yaguachi, el 19 de agosto de 1821, ocurre la batalla en la que
Sucre vence al coronel Francisco González, y asegura la independencia de la
Provincia Libre de Guayaquil, dando un paso más hacia su objetivo, Quito. Poco
después, en Huachi, el 12 de septiembre del mismo año, las tropas de Sucre dirigidas
por el general Joseph Mires son derrotadas y Sucre es herido. Errores e
imprudencias causaron este desastre. Se estima en un mil el número de muertos, la
mayoría republicanos; 400 prisioneros quedaron en poder de los realistas. El
ganador esta vez fue el coronel Francisco González, con el apoyo del mariscal
Melchor de Aymerich. A esta batalla se la conoce como el segundo Huachi, y es
considerada la batalla más sangrienta de la guerra de ese tiempo en Ecuador.
Antes
de la batalla de Yaguachi, el coronel Francisco González, superior de Agualongo,
lo había designado como jefe militar de la guarnición de Cuenca. Allí permaneció
por cinco meses ajeno a los acontecimientos de Yaguachi y el segundo Huachi. Fue
el artífice de una buena maniobra en la que desocupó Cuenca para entregarla al
mayor Francisco María Frías, comisionado de Sucre, para luego, con maña, recuperarla. El 20 de enero
de 1822, Agualongo deja la guarnición de Cuenca, lo que le ahorraría a Sucre
contratiempos. Esto fue en abril y benefició su llegada a Quito. El 22 de abril
el coronel Francisco González y su tropa arribaron a Quito y fueron recibidos
por el mariscal Aymerich, quien fue muy efusivo con Agualongo, a quien pondría
las presillas de teniente coronel por
sus acciones militares. El día 24 de mayo de 1822 se desarrolla la batalla de
Pichincha en la que el caudillo pastuso no participa. Al observar el triunfo de
Sucre, emprende su regreso a Pasto. Se hace acompañar de un pequeño número de
combatientes. El 29 de mayo de 1822
arribaría a la ciudad de Pasto.
Un
total de dieciocho meses había permanecido Agualongo fuera de su tierra natal.
En detalle, conoció de sus paisanos los acontecimientos ocurridos en su
ausencia. Nada satisfactorios a su sentir y entender. Todos se podían reunir en
una lectura que anunciaba el inmediato final de un mundo, el suyo, que se
desvanecía en la medida en que mermaba la dominación española, que él,
simbolizaba en su lealtad al Rey. Las capitulaciones de Berruecos debían serle
lo más doloroso. En ello habían coincidido el coronel español Basilio García, el
cabildo y el obispo Salvador Jiménez. Suficientes. Era Lo que había hecho
posible –el 8 de junio de 1822– la entrada de Bolívar en Pasto, su detestado
enemigo, así como la actuación posterior del batallón de Rifles con su macabra noche
de navidad.
El
2 de enero de 1823 Bolívar vuelve a Pasto. Recién se había sometido la sedición
de Benito Boves. La ciudad se encontraba destrozada. Con gente huyendo y otros
escondidos entre los montes vecinos. Había venido a dictar medidas drásticas de
castigo. Se dictan prohibiciones, confiscaciones y se redistribuyen bienes. A
cargo de todo eso queda una comisión que integran Bartolomé Salom, Juan José
Flores y el juez político del cantón, Joaquín Paz, a quien corresponde otorgar
ciertos bienes, como haciendas a la oficialidad. Otros bienes menores se darían
a la soldadesca. El jefe político de Colombia permanece en la ciudad por unos
días. El 14 de enero sale de Pasto, dejando encargado del gobierno al general
Bartolomé Salom. Insiste Bolívar en prescribir que, en Pasto, se debe dominar la
población rebelde de una vez por todas.
A
mediados de 1823, va a producirse en la región de Pasto una segunda sublevación.
Sus jefes serían Agustín Agualongo como jefe militar y Estanislao Merchancano
como jefe civil. El descontento que imperaba en la región, sumado a lo
desguarnecido de efectivos militares que estaba el sur de Colombia, por la
movilización hacia el Perú, permitirían que la nueva sedición tomara mucho
cuerpo, duración y violencia. Bolívar y Sucre, por su lado, se afanaban en la
creación de las condiciones políticas y militares más favorables, para lo que
se preveía ocurriría en Perú, una confrontación definitiva. Como en efecto se
dio en Ayacucho en 1824. Dentro de todo esto hay que incluir la Entrevista de
Guayaquil, de San Martín y Simón Bolívar, entre el 26 y 27 de julio de 1822; así
como la coordinación entre los ejércitos de Colombia, del Perú, de los
legionarios y otros, amén de la suma de los
recursos militares y logísticos aportados por las administraciones de la
antigua Gobernación o Presidencia de Quito.
La
sedición de Pasto duraría esta vez más de un año, en el que los recios combatientes
pastusos fueron varias veces derrotados, pero que, una vez en sus montañas, mostraban
una gran capacidad para rehacer sus fuerzas. Y, aunque ya no contaban, como en
el ayer, con el apoyo del Quito realista, demostraban buena capacidad para
armarse, usando sus instrumentos de labranza y trabajo. Todo el que se asome a este
conflicto, puede advertir el gran poder de convocatoria del caudillo Agualongo
y el espíritu numantino de sus guerreros pastusos, con el que enfrentaron al ejército
colombiano y la represión sobre sus habitantes. ¿Algún proyecto político en el
movimiento? Claro que la resistencia era política. Es el rechazo a un poder que
no se reconoce. Pero que, en todo caso, no trasciende su nivel contestatario,
pues no se expresa en alguna alternativa. Apenas, podría decirse, que era una rebeldía
agónica de un mundo, el orden que España había creado durante su dominación
colonial.
En
ninguna otra región de América, tal parece, España encontró mayor solidaridad
activa, ni Bolívar mayor resistencia a su figura y acción histórica, que en
Pasto. Tal vez sirva al propósito de entender este asunto, volver sobre un
breve texto de la misiva que envió el cabildo de Pasto a los rebeldes bogotanos
en abril de 1814: “Nosotros hemos vivido satisfechos y contentos con nuestras
leyes, gobiernos, usos y costumbres. De fuera nos han venido las perturbaciones
y los días de tribulación…”. Esto es lo que llaman conservadurismo. Que debe
tener su encanto, de lo contrario, no hubiera conservadores.
Sin
duda que la revuelta de Pasto había tomado cuerpo. La mejor prueba es el
desafío que se planteó en la batalla de Ibarra el 17 de julio de 1823. Agualongo
y Merchancano apostaron sus tropas en las afueras de Ibarra, –ciudad entre
Pasto y Quito–, con fuerzas y armas que creyeron suficientes como para batirse
contra Bolívar. Claro que sabían que el terreno iba en su contra, en este caso
llano, ventajoso para la caballería. Al fin y al cabo, al escenario de la pelea
habían llegado con tiempo. “Los pastusos
y Canterac son los demonios más demonios que han salido de los infiernos…”,
había dicho Bolívar en carta al Gral. Santander antes de la batalla. José
Canterac era un militar español que él calificaba como un “gran militar”. Los
resultados fueron desastrosos para las milicias de Agualongo. La batalla fue a
campo abierto y la caballería hizo de las suyas. La ventaja en el armamento
hizo también la diferencia. Al final: más de 800 muertos entre los pastusos y
muchos heridos y solo 13 muertos y 8 heridos entre los republicanos. Pero
Agualongo no estaba allí acostado para contarlo.
En
definitiva, la liquidación del caudillo en batalla resultó imposible. Los
enfrentamientos y refriegas se extendieron sin parar. La lucha del ejército de
Colombia, por asegurar la puerta del Sur, conllevaba una frecuente pérdida de
efectivos. En la guerra, se apeló a los fusilamientos en público, en la plaza
de Pasto, para sembrar el terror entre el paisanaje. Su sometimiento se
convirtió en una razón de Estado. Al entonces capitán Juan José Flores se le
señala como un persecutor implacable. Se cuenta que por aquellos tiempos el
tratamiento de “colombiano” para un pastuso equivalía al peor de los insultos. El
final de Agualongo sobrevendría por otros medios. La persecución implacable
había empujado al caudillo a buscar la costa. Lo acompañaba el inquebrantable y
reducido grupo de sus lugartenientes: coronel Joaquín Enríquez y los capitanes
Francisco Terán y Manuel Insuasty, al igual que el inseparable Estanislao
Merchancano; en conjunto, seguían el camino de la costa procurando alcanzar el
Pacífico, para desde allí avanzar hasta Esmeraldas en procura de una probable ayuda
del Perú. Corría el mes de abril de 1824.
A
partir del 17 de mayo de 1824, Agualongo fija su cuartel principal en el sector
de El Castigo, colindante con el río Patía, con el propósito de avanzar hasta
Barbacoas, una plaza militar. De esto logra enterarse el general José María Obando,
antiguo realista y compañero de Agualongo, que comisionado por Popayán, le
seguía los pasos al caudillo. Y lo pudo saber por la captura que hizo de un infidente
realista. Con esta información se dispuso a buscarlo, notificando a Flores en
Pasto y al intendente José María Ortega en Popayán. En Barbacoas se hallaba el
coronel Tomás Cipriano Mosquera, gobernador de Buenaventura y jefe de las
fuerzas republicanas. En la madrugada del 30 de mayo Mosquera supo de la incursión
del grupo insurgente. Y el 1 de junio se produce el ataque al cuartel. En el
intento pierden 30 hombres y el propio caudillo pastuso resulta herido en las
piernas. Las operaciones militares posteriores les fueron muy adversas: más
muertos y 150 prisioneros. Con este balance “concluyó la guerra de Pasto”; así
lo apuntó Mosquera en sus Memorias.
Agualongo
fue tomado prisionero por Obando. Los prisioneros fueron llevados a Popayán el 7
de julio de 1824. A Obando le pidió la libertad de sus compañeros presos. El
juicio fue sumarísimo, del 9 al 12, sin que quedara un expediente para
consultar; es decir, fuentes para la historia. Al final, solo se dejaron a tres
de sus amigos de andanzas: Joaquín Enríquez, Manuel Insuasti y Francisco Terán,
quienes corrieron con él la misma suerte. El fusilamiento. Correspondió al
intendente Ortega consultar al caudillo su última voluntad: quiso vestir su
uniforme militar de teniente coronel, concebido para ceremonias especiales. Hubo
quienes se apersonaron en su celda a propiciar algún arrepentimiento de su
parte. Pero el caudillo era de decisiones irrevocables. En su mundo se creía a
pie juntillas o no se creía. De esto también dio pruebas frente al pelotón de
fusilamiento –el 13 de julio de 1824– cuando se le pidió que renunciara a
defender al monarca español y que jurara a favor de la república. Entonces fue
tajante: “si tuviera veinte vidas,
estaría dispuesto a inmolarlas por mi religión y por el rey de España”. Y
en el momento del disparo fatal, dijo con altivez: ¡Viva el Rey!
Nunca
imaginó el lejano Fernando VII, a quien llamaron “rey felón”, que alguien sintiera
por él tal grado de admiración. Ni mucho menos pensar que alguien estuviese
dispuesto a inmolar su vida por el rey de España, que era él. Conservador y
creyente, Agualongo, no podía ver lejos, se lo impedían las montañas de Pasto y
las ideas que, en tiempos de furibundo monarquismo, sembrara en el paisanaje monseñor
Salvador Jiménez de Enciso, el obispo de Popayán.
*Historiador,
Profesor titular jubilado de la Universidad de Carabobo.