Stefan Zweig fue un romántico europeo que, poco antes de
suicidarse, lejos de una Europa que se desintegraba por la más desoladora de
sus muchas guerras, escribió un maravilloso y desgarrado testamento,
titulado El mundo de ayer (1942), en el que hablaba no de su
propio devenir, “sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha
cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la
historia”.
La generación del judío austriaco Zweig es la que nace en la
Europa de finales del siglo XIX, vive en su juventud la I Guerra Mundial y
el triunfo de la Revolución de Octubre y, en su madurez, la perversión utópica
ejecutada por el estalinismo, el ascenso paralelo del nacionalsocialismo y conflictos
fratricidas como la contienda civil española. La hornada europea que, ya en su
vejez, asiste al inicio de la II Guerra Mundial, con Holocausto incluido.
Stefan Zweig se suicidó en su exilio brasileño en 1942 y no
supo que caerían bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Mucho más recientemente, el muy reconocido y leído Noah Yuval
Harari (también judío, por cierto, también heterodoxo, por supuesto) nos
recuerda en sus 21 lecciones para el siglo XXI que el hombre
de hoy, nuestra afortunada generación, ha sido, a lo largo de toda la historia
del Homo sapiens, la que menos riesgos ha tenido de morir de
hambre, en una guerra o por una epidemia, los tres grandes azotes que siempre
han perseguido a la humanidad. Y ofrece cifras que sustentan su afirmación.
Harari, sin embargo, no deja por ello de expresar sus temores
sobre las cualidades y calidades de este tiempo presente en el cual se ha
perdido buena parte de la fe de que gozó el pensamiento y el modelo liberal,
con globalización incluida, mientras los países se blindan con murallas de
nacionalismo y fundamentalismos religiosos excluyentes, cuando la humanidad se
encuentra más cerca de un tremebundo descalabro ecológico. Y el historiador
israelí anota, además, las incertidumbres que genera un futuro presumiblemente
diseñado por inteligencias artificiales alimentadas por algoritmos o engendros
por el estilo.
Mi afortunada generación, junto a sus
tremendos logros científicos, ha sufrido también profundos traumas
Creo con Harari y con muchos otros que pertenezco a la
generación que ha sufrido menos la violencia bélica, que ha nacido con más años
de expectativa vital, ha tenido más altura para asomarse al futuro, incluso de
vivirlo y de congratularse con él. Y también de horrorizarse con las variantes
posibles de ese porvenir que parece cada vez más cercano.
En las décadas que van de nuestra adolescencia a la adultez,
hemos sido testigos presenciales de un cambio de era histórica: el tránsito
arrasador de los tiempos de los recursos mecánicos y analógicos al periodo del
imperio de la digitalización, con todas las múltiples consecuencias positivas y
negativas que tales procesos revulsivos suelen entrañar. Hoy somos
beneficiarios de herramientas de comunicación, conocimiento, de avances
médicos, de movilidad que medio siglo atrás parecían argumentos exclusivos de
películas de ciencia ficción. Las revoluciones de la tecnología de la
información y de la biotecnología lo han cambiado casi todo, y es seguro que lo
cambiarán aun más en unos años. ¿Somos mejores por eso? ¿Viviremos mejor en el
futuro? ¿Tendrá más sentido el sinsentido existencialista de la vida? Debo
admitir que tengo serias dudas al respecto. Y no solo porque me esté poniendo
viejo y, quizás, volviéndome un lamentable conservador y se me desborde mi
recipiente de pesimismo. La coyuntura universal que hoy vivimos, calcada de
fantasías como las de H. G. Wells en La guerra de los mundos es
una confirmación dolorosa.
Mi afortunada generación, junto a sus tremendos logros
científicos, ha sufrido también profundos traumas capaces de alterar muchas de
nuestras percepciones de la vida y la forma de asumirla. Cuando disfrutábamos
de la juventud apareció y nos traumatizó la aparición del VIH/sida, una
enfermedad entonces mortal que afectó de manera bastante radical el ejercicio
de la sexualidad. Unos veinte años después fuimos víctimas, y todos, a la vez,
telespectadores, del ataque del 11 de septiembre de 2001 que transformó los
cánones de la seguridad, introdujo el miedo al terrorismo en la política de
Estado y lo convirtió en un trauma individual que logró degradar el disfrute
del viaje, la aventura, el descubrimiento (entre otros goces), para convertirlo
en una faena llena de escollos y traumas (no puedes viajar en avión con un
vasito de yogur en tu equipaje de mano). Y si pensábamos que ya teníamos
suficiente, justo cuando llegamos a los tiempos de mayor desencanto político de
las últimas décadas (o de desencanto con los políticos y sus actuaciones que
hemos estado sufriendo en las últimas décadas), pues nos ha llegado el
coronavirus o covid-19, que nos impide viajar y, nos recomienda no acercarnos a
otras personas —y ni soñar con tener sexo con un desconocido. Que nos hablemos
con un metro y medio de distancia entre nosotros, que nos autoconfinemos…
El mundo que parecía ampliarse y
hacerse menos ajeno es hoy un lugar hostil, del que debemos apartarnos
El mundo que parecía ampliarse y hacerse menos ajeno (más
globalizado) es hoy un lugar hostil, del que debemos apartarnos si queremos
llegar a vivir los ochenta años de promedio que nos regalaron los avances
médicos, una mejor alimentación y la superación de grandes guerras. Debemos
encerrarnos y comunicarnos con cuidado, mejor si es a través de Facebook o
Instagram, sin saber hasta cuándo no podremos asistir a un evento deportivo o a
un concierto musical, porque debemos cuidarnos de las grandes aglomeraciones de
personas. Huir de los besos y los abrazos.
La muy justificada histeria generada por este nuevo virus
tiene y tendrá proporciones y consecuencias realmente apocalípticas, con
independencia de su justificación real, avalada por las cifras de contagiados y
muertos. Lo cierto es que las economías se tambalean, las sociedades se cierran,
la maravillosa ciencia de la era digital patina y no avanza. La misma ciencia
que decodificó y sintetizó el genoma humano pero aún no ha logrado un antídoto
contra el cáncer, la epidemia más indetenible de estos tiempos, que cada día
mata a tantas personas como el coronavirus…
¿Hasta dónde llegaremos en esta carrera de dolor y de miedo?
Nadie lo sabe. ¿Es el fin de los tiempos, de la sociedad? No, no es el fin de
los tiempos ni de la sociedad, pero puede ser el fin de una manera de vivir en
el tiempo y en sociedad. Presiento que aun con una (relativamente) rápida
solución de la crisis sanitaria que hoy vivimos y tanto nos aterroriza, nuestro
mundo no volverá a ser el mismo, y no para mejor. Y no soy de los que creo que
el mundo de ayer haya sido el más feliz y que debemos recuperarlo, como pide
Trump cuando clama por devolver a América la grandeza perdida. ¿La grandeza de
los tiempos de una feroz discriminación racial legalizada (prohibida la entrada
de perros, judíos y negros)?, por ejemplo. O una grandeza como la que sueña un
Putin que se reelegirá presidente ad infinitum: la
recuperación del orgullo ruso gracias al cual los ciudadanos quizás podrían
escoger entre zarismo y estalinismo, si es que algo pueden elegir.
El mundo de ayer, el ayer de nuestra privilegiada generación,
no era mejor, aunque cada vez nos lo parezca más. “Resulta que estábamos mejor
cuando creíamos que estábamos peor”, me dijo alguien. Porque, aun con las
muestras de solidaridad y de altruismo que hemos aplaudido, el mundo de hoy está
enfermo, no solo de coronavirus, sino de otros males para los cuales no habrá
vacunas (nacionalismos, fundamentalismos) y me hace temer a cómo se organizará
el mundo de mañana, quizás cuando los poderes políticos nos digan que otra vez
podemos besarnos y abrazarnos, hablarnos y tocarnos… y ya tengamos miedo de
hacerlo o, incluso, no sepamos cómo hacerlo.
*Leonardo Padura es escritor.
