Yuval Noah Harari / Financial Times - La Vanguardia, España
La humanidad se enfrenta a una crisis mundial. Quizá la mayor
crisis de nuestra generación. Las decisiones que tomen los ciudadanos y los
gobiernos en las próximas semanas moldearán el mundo durante los próximos años.
No sólo moldearán los sistemas sanitarios, sino también la economía, la política
y la cultura. Debemos actuar con rapidez y resolución. Debemos tener en cuenta,
además, las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones. Al elegir entre
alternativas, hay que preguntarse no sólo cómo superar la amenaza inmediata,
sino también qué clase de mundo queremos habitar una vez pasada la tormenta.
Sí, la tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, la mayoría de nosotros
seguiremos vivos... pero viviremos en un mundo diferente.
Muchas medidas a corto plazo tomadas durante la emergencia se
convertirán en parte integral de la vida. Esa es la naturaleza de las
emergencias. Aceleran los procesos históricos. Decisiones que en tiempos
normales llevarían años de deliberación se aprueban en cuestión de horas.
Tecnologías incipientes o incluso peligrosas se introducen a toda prisa, porque
son mayores los riesgos de no hacer nada. Países enteros hacen de cobayas en
experimentos sociales a gran escala. ¿Qué ocurre cuando todo el mundo trabaja
desde casa y se comunica sólo a distancia? ¿Qué ocurre cuando escuelas y
universidades dejan de ser presenciales? En tiempos normales, los gobiernos,
las empresas y los juntas educativas no aceptarían nunca llevar a cabo
semejantes experimentos. Pero no son estos tiempos normales.
En este momento de crisis, nos enfrentamos a dos elecciones
particularmente importantes. La primera es entre vigilancia totalitaria y
empoderamiento ciudadano. La segunda es entre aislamiento nacionalista y
solidaridad mundial.
Vigilancia “hipodérmica”
Con el fin de detener la epidemia, toda la población debe
seguir ciertas pautas. Hay dos formas principales de lograrlo. Un método es que
el gobierno vigile a la población y castigue a quienes incumplan las reglas.
Hoy, por primera vez en la historia humana,la tecnología hace posible vigilar a
todo el mundo todo el tiempo. Hace cincuenta años, el KGB no podía seguir a 240
millones de ciudadanos soviéticos las 24 horas del día, ni aspirar a procesar
de modo eficaz toda la información reunida. Debía recurrir a agentes y
analistas humanos y le resultaba sencillamente imposible colocar a un agente
tras cada persona. Sin embargo, ahora los gobiernos pueden recurrir a ubicuos
sensores y potentes algoritmos, por lo que no necesitan espías de carne y
hueso.
En su batalla contra la epidemia del coronavirus, varios
gobiernos han desplegado ya las nuevas herramientas de vigilancia. El caso más
notable es China. Escudriñando los teléfonos de los ciudadanos, haciendo uso de
cientos de millones de cámaras con reconocimiento facial y obligando a las
personas a controlar su temperatura y situación médica e informar sobre ellas,
las autoridades chinas no sólo son capaces de determinar rápidamente quiénes
son los posibles portadores del coronavirus, sino también de seguir sus
movimientos e identificar a quienes entran en contacto con ellos. Toda una gama
de aplicaciones para el móvil advierten a los ciudadanos de la proximidad de
personas infectadas.
Esa clase de tecnología no se limita a Asia oriental. El
primer ministro israelí Benjamin Netanyahu autorizó recientemente el despliegue
por parte del Servicio de Seguridad General de la tecnología de vigilancia
normalmente reservada a la lucha contra el terrorismo para seguir a pacientes
con coronavirus. El correspondiente subcomité parlamentario se negó a autorizar
la medida, pero Netanyahu la impuso con un “decreto de emergencia”.
Hay que elegir entre vigilancia totalitaria y empoderamiento
ciudadano; y entre aislamiento nacionalista y solidaridad mundial
Cabría argumentar que todo esto no tiene nada de nuevo. En
los últimos años, los gobiernos y las empresas han recurrido a tecnologías cada
vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Sin
embargo, si no tenemos cuidado, la epidemia podría marcar un importante hito en
la historia de la vigilancia. No sólo porque cabe la posibilidad de que
normalice el despliegue de los instrumentos de vigilancia masiva en países que
hasta ahora los habían rechazado, sino también porque supone una drástica
transición de una vigilancia “epidérmica” a una vigilancia “hipodérmica”.
Hasta la fecha, cuando tocábamos la pantalla del móvil y
clicábamos sobre un enlace, el gobierno quería saber sobre qué clicaba
exactamente nuestro dedo. Sin embargo, con el coronavirus, el objeto de
atención se desplaza. El gobierno quiere saber ahora la temperatura del dedo y
la presión sanguínea bajo la piel.
El pudin de emergencia
Uno de los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de
comprender en qué punto nos encontramos en relación con la vigilancia es que
ninguno de nosotros sabe exactamente cómo somos vigilados ni que ocurrirá en
los próximos años. La tecnología de la vigilancia se desarrolla a una velocidad
de vértigo y lo que parecía ciencia ficción hace 10 años es hoy una noticia
desfasada. Hagamos un experimento mental. Imaginemos un hipotético gobierno que
exige a todos los ciudadanos que llevemos una pulsera biométrica para vigilar
la temperatura corporal y el ritmo cardíaco las 24 horas del día. Los
algoritmos estatalesalmacenan y analizan los datos resultantes. De ese modo
sabrán que estamos enfermos antes incluso de que lo sepamos nosotros mismos, y
también sabrán dónde hemos estado y con quién nos hemos reunido. Sería posible
reducir de modo drástico las cadenas de infección e incluso frenarlas por
completo. Presumiblemente semejante sistema sería capaz de detener en seco la
epidemia en un plazo de días. Maravilloso, ¿verdad?
El inconveniente, claro está, es que legitimaría un nuevo y
espantoso sistema de vigilancia. Si alguien sabe, por ejemplo, que he clicado
en un enlace de Fox News en lugar de hacerlo en uno de la CNN, aprenderá algo
acerca de mis opiniones políticas y quizás incluso de mi personalidad. Ahora
bien, si puede vigilar lo que me sucede con la temperatura corporal, la presión
sanguínea y el ritmo cardíaco mientras veo las imágenes, puede aprender lo que
me hace reír, lo que me hace llorar y lo que realmente me enfurece.
Resulta crucial recordar que la ira, la alegría, el
aburrimiento y el amor son fenómenos biológicos como la fiebre y la tos. La
misma tecnología que identifica la tos podría también identificar las risas. Si
las empresas y los gobiernos empiezan a recopilar datos biométricos en masa,
pueden llegar a conocernos mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos,
y entonces no sólo serán capaces de predecir nuestros sentimientos sino también
manipularlos y vendernos lo que quieran, ya sea un producto o un político.
Semejante vigilancia biométrica haría que las tácticas de hackeo de datos de
Cambridge Analytica parecieran de la Edad de Piedra. Imaginemos a Corea del
Norte en 2030, cuando todos los ciudadanos deban llevar una pulsera biométrica
las 24 horas del día. Si al escuchar un discurso del Gran Líder la pulsera
capta señales de ira, ya podemos despedirnos de todo.
Es posible, por supuesto, defender la vigilancia biométrica
como medida temporal adoptada durante un estado de emergencia. Una medida que
desaparecería una vez concluida la emergencia. Sin embargo, las medidas
temporales tienen la desagradable costumbre de durar más que las emergencias;
sobre todo, si hay siempre una nueva emergencia acechando en el horizonte. Mi
país natal, Israel, por ejemplo, declaró durante su guerra de independencia de
1948 un estado de emergencia con el que se justificaron una serie de medidas
temporales, desde la censura de prensa y la confiscación de tierras hasta unas
normas especiales para hacer pudin (no es broma). La guerra de independencia se
ganó hace mucho tiempo, pero Israel nunca ha suspendido el estado de emergencia
y no ha logrado abolir muchas de las medidas “temporales” de 1948
(clementemente, el decreto de emergencia acerca del pudín se abolió en 2011).
Incluso cuando las infecciones por coronavirus se reduzcan a
cero, algunos gobiernos ávidos de datos podrían argumentar que necesitan
mantener los sistemas de vigilancia biométrica porque temen una segunda oleada
de la epidemia, o porque una nueva cepa de ébola se está extiendo por el África
central, o porque... ya ven por dónde va la cosa. En los últimos años se está
librando una gran batalla en torno a nuestra intimidad. La crisis del
coronavirus podría ser el punto de inflexión en ella. Porque, cuando a la gente
se le da a elegir entre la intimidad y la salud, suele elegir la salud.
La policía del jabón
En el hecho de pedir a la gente que elija entre intimidad y
salud reside, en realidad, la raíz misma del problema. Porque se trata de una
falsa elección. Podemos y debemos disfrutar tanto de la intimidad como de la
salud. Es posible proteger nuestra salud y detener la epidemia de coronavirus
sin tener que instituir regímenes de vigilancia totalitarios, sino más bien
empoderando a los ciudadanos. En las últimas semanas, algunos de los esfuerzos
que más éxito han tenido a la hora de contener la epidemia han sido los
organizados por Corea del Sur, Taiwán y Singapur. Aunque esos países hicieron
uso de las aplicaciones de seguimiento, han confiado mucho más en las pruebas
exhaustivas, la información veraz y la cooperación voluntaria de una población
bien informada.
La vigilancia centralizada y los castigos severos no son la
única forma de hacer cumplir unas pautas beneficiosas. Cuando se comunica
hechos científicos a la población y ésta confía en que las autoridades públicas
les transmitirán esos hechos, los ciudadanos pueden hacer lo correcto sin
necesidad de la vigilancia de un Gran Hermano. Una población automotivada y
bien informada suele ser mucho más poderosa y eficaz que una población
controlada e ignorante.
Consideremos, por ejemplo, el hecho de lavarnos las manos con
jabón. Ha sido uno de los mayores avances de la historia de la higiene humana.
Ese sencillo acto salva millones de vidas todos los años. Aunque es algo que
damos por hecho, no fue hasta el siglo XIX cuando los científicos descubrieron
la importancia de lavarse las manos con jabón. Antes, incluso médicos y
enfermeras pasaban de una operación quirúrgica a otra sin lavarse las manos.
Hoy miles de millones de personas lo hacen diariamente, no porque tengan miedo
de la policía del jabón, sino porque entienden los hechos. Me lavo las manos
con jabón porque sé cosas acerca de los virus y las bacterias, entiendo que
esos pequeños organismos causan enfermedades y sé que el jabón puede acabar con
ellos.
Sin embargo, para lograr tal nivel de conformidad y
cooperación, se precisa confianza. La gente tiene que confiar en la ciencia,
las autoridades públicas y los medios de comunicación. En los últimos años, los
políticos irresponsables han socavado de forma deliberada la confianza en la
ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. Ahora esos
mismos políticos irresponsables podrían verse tentados de tomar la senda del
autoritarismo, argumentando que no cabe confiar en que la población haga lo
correcto.
Si gobiernos y empresas reúnen datos biométricos en masa, sabrán
más de nosotros que nosotros mismos
Por lo general, una confianza que se ha erosionado durante
años no puede reconstruirse de la noche a la mañana. Sin embargo, no son éstos
tiempos normales. En un momento de crisis, las mentes también pueden cambiar
con rapidez. Podemos mantener amargas discusiones con nuestros hermanos durante
años, pero cuando ocurre alguna emergencia descubrimos de repente una reserva
oculta de confianza y amistad, y corremos a ayudarnos mutuamente. En lugar de
construir un régimen de vigilancia, no es demasiado tarde para reconstruir la
confianza de la gente en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de
comunicación. No cabe duda de que debemos hacer uso también de las nuevas
tecnologías, pero esas tecnologías deberían empoderar a los ciudadanos. Estoy a
favor de controlar mi temperatura corporal y mi presión sanguínea, pero esos
datos no deberían utilizarse para crear un gobierno todopoderoso. Esos datos
deberían hacer que yo pueda tomar decisiones personales más informadas, y
también que el gobierno responda de sus decisiones.
Si pudiera hacer un seguimiento de mi propia situación médica
las 24 horas del día, no sólo sabría si me he convertido en un peligro para la
salud de otras personas, sino también qué costumbres contribuyen a mi propia
salud. Y si pudiera acceder a estadísticas fiables sobre la propagación del
coronavirus y analizarlas, me encontraría en capacidad de juzgar si el gobierno
me está diciendo la verdad y si está adoptando las políticas adecuadas paracombatir
la epidemia. Siempre que se hable de vigilancia, debemos recordar que la misma
tecnología de vigilancia no sólo puede utilizarse por los gobiernos para
vigilar a los individuos, sino también por los individuos para vigilar a los
gobiernos.
Por lo tanto, la epidemia de coronavirus constituye un
importante test de ciudadanía. En días venideros, la elección de todos debería
ser confiar en los datos científicos y los expertos en salud, en lugar de
hacerlo en teorías conspirativas sin fundamento alguno y en políticos
interesados. Si no tomamos la decisión correcta, quizá nos encontremos
renunciando a nuestras más preciadas libertades, convencidos de que ésa es la
única manera de salvaguardar nuestra salud.
Necesitamos un plan mundial
La segunda elección importante a la que debemos enfrentamos
esentre el aislamiento nacionalista y la solidaridad mundial. Tanto la propia
epidemia como la crisis económica resultante son problemas mundiales. Sólo
pueden resolverse eficazmente mediante la cooperación mundial.
En primer lugar, para derrotar el virus necesitamos ante todo
compartir globalmente la información. Es la gran ventaja de los seres humanos
sobre los virus. Un coronavirus en China y un coronavirus en Estados Unidos no
pueden intercambiar consejos sobre cómo infectar a los humanos. Sin embargo,
China puede enseñar a Estados Unidos muchas lecciones valiosas sobre los
coronavirus y cómo tratarlos. Lo que un médico italiano descubre en Milán a
primera hora de la mañana puede salvar vidas enTeherán por la tarde. Cuando el
gobierno del Reino Unido duda entre diversas políticas, puede obtener consejo
de los coreanos que ya se enfrentaron a un dilema similar hace un mes. Ahora
bien, para que eso suceda, necesitamos un espíritu de cooperación y confianza
mundial.
Los países deben estar dispuestos a compartir información de
forma abierta y buscar humildemente asesoramiento, y ser capaces de confiar en
los datos y las ideas que reciben. También necesitamos un esfuerzo mundial para
producir y distribuir equipos médicos; sobre todo, kits de pruebas y
respiradores. En lugar de que cada país trate de actuar localmente y acumule
todos los equipos que pueda acaparar, el esfuerzo mundial coordinadoaceleraría
enormemente la producción de equipos susceptibles de salvar vidas y aseguraría
una distribución más justa. Así como los países nacionalizan sectores clave
durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus nos exige que
“humanicemos” las cadenas de producción cruciales. Un país rico con pocos casos
de infectados debería estar dispuesto a enviar los preciados equipos a un país
más pobre con muchos casos, convencido de que, si más tarde necesita ayuda,
otros países se la brindarán.
Los países deben estar dispuestos a compartir información de
forma abierta
Consideremos un esfuerzo mundial similar para reunir personal
médico. Los países hoy menos afectados podrían enviar personal médico a las
regiones más afectadas del mundo, tanto para ayudarlos en sus momentos de
necesidad como para adquirir una valiosa experiencia. Si más adelante el foco
de la epidemia se desplaza, la ayuda podría empezar a fluir en la dirección
opuesta.
La cooperación mundial es esencial también en el frente
económico. Dada la naturaleza global de la economía y las cadenas de suministro,
si cada gobierno obra por su cuenta haciendo caso omiso de los demás, el
resultado será el caos y el agravamiento de la crisis. Necesitamos un plan de
acción mundial, y lo necesitamos sin tardanza.
Otro requisito es alcanzar un acuerdo mundial sobre los
viajes. Lasuspensión de todos los viajes internacionales durante meses causará
tremendas dificultades y obstaculizará la guerra contra el coronavirus. Los
países deben cooperar para permitir que al menos un pequeño grupo de viajeros
esenciales sigan cruzando las fronteras: científicos, médicos, periodistas,
políticos, empresarios. Se puede conseguir mediante un acuerdo mundial sobre
preselección de viajeros en el país de origen. Si sólo se permite subir a un
avión a viajeros cuidadosamente seleccionados, se estará más dispuesto a
aceptarlos en el país de destino.
Por desgracia, los países apenas toman hoy alguna de esas
medidas. Una parálisis colectiva se ha apoderado de la comunidad internacional.
No parece que haya adultos en la sala. La celebración de una reunión de
emergencia de los dirigentes mundiales para trazar a un plan de acción común
habría sido deseable hace ya muchas semanas. Sólo a mediados de marzo lograron
los dirigentes del G-7 organizar una videoconferencia, sin que por otra parte
saliera de ella ningún plan en ese sentido.
En anteriores crisis mundiales (como la crisis económica de
2008 y la epidemia del ébola de 2014), Estados Unidos asumió el papel delíder
mundial. Sin embargo, el actual gobierno estadounidense ha renunciado a la
labor de liderazgo. Ha dejado bien claro que la grandeza de Estados Unidos le
importa mucho más que el futuro de la humanidad.
Esa administración ha abandonado incluso a sus aliados más
estrechos. Cuando prohibió todos los viajes procedentes de la Unión Europea, ni
siquiera se molestó en notificarla con antelación, y mucho menos en llevar a
cabo una consulta sobre una medida tan drástica. Ha escandalizado a Alemania
ofreciendo supuestamente mil millones de dólares a una empresa farmacéutica de
ese país para comprar los derechos monopólicos de una nueva vacuna contra la
covid-19. Incluso si el actual gobierno estadounidense cambiara finalmente de
rumbo y presentara un plan de acción mundial, pocos seguirían a un dirigente
que nunca asume ninguna responsabilidad, nunca admite ningún error y que
acostumbra a atribuirse siempre todos los méritos y achacar toda la culpa a los
demás.
Si el vacío dejado por Estados Unidos no es ocupado por otros
países, no sólo será mucho más difícil detener la actual epidemia, sino que su
legado seguirá envenenando las relaciones internacionales en los próximos años.
Sin embargo, toda crisis es también una oportunidad. Esperemos que la actual
epidemia contribuya a que la humanidad se dé cuenta del grave peligro que
supone la desunión mundial.
Debemos tomar una decisión. ¿Viajaremos por la senda de la
desunión o tomaremos el camino de la solidaridad mundial? Elegir la desunión no
sólo prolongará la crisis, sino que probablemente dará lugar a catástrofes aún
peores en el futuro. Elegir la solidaridad mundial no sólo será una victoria
contra el coronavirus, sino también contra todas las futuras crisis y epidemias
que puedan asolar a la humanidad en el siglo XXI.