Por: Prof. José Gregorio Medina
Hablar o escribir de un poeta requiere una especie de acto de fe en el
trabajo creativo del escritor en cuestión.
El rapsoda, nacido en San Carlos de Cojedes en fecha incierta y
residenciado en la Valencia del rey desde hace décadas, tantas que ni Matusalén
podría recordar, es, a la mirada de los tecnócratas de la vanguardia poética, un
raro espécimen poético, extinto y, por lo tanto, digno de ignorar por
considerarlo anacrónico y soez para la realidad poética tan acartonada de hoy
día.
En Faver Páez podemos encontrar un sin fin de enfermedades reales e
imaginarias que lo han llevado a un auto exilio cotidiano en grado de reclusión,
donde cada día debe derribar un molino de viento a la hora de abrir los ojos
para así seguir construyendo una obra poética marcada a pulso de neurosis y con
sabor a diazepan con tafil en cada verso.
Esto lo ha llevado magistralmente a superar el temblor mágico de su
primer libro [Para no morir del todo], obra que ganó los elogios de muchos y la
crítica de otros.
Para Faver Páez, el trabajo poético se convirtió en un apostolado de vida
y entre la métrica y el ritmo va definiendo una gama de sonetos escupidos con
maestría casi mágica, cabalgado cada vez más dentro de su mundo interior donde
hace confluir sus ángeles y demonios en una sinfonía clásica.
Cómo clásica son sus coplas y octosílabos cargados de fuerza telúrica y
misterio profano que elude a ese viejo ácrata que parece llorar y reír al mismo
tiempo, que con su humor necrófilo ha sabido evadir hábilmente su inevitable
encuentro con los poetas José Joaquín Burgos y Carlos Oraá que junto a un
histérico Cristóbal Ruiz lo esperan al otro lado de la barra que algunos llaman
eternidad.