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07 febrero, 2020

Faver Páez, el viejo ácrata


Por: Prof. José Gregorio Medina

Hablar o escribir de un poeta requiere una especie de acto de fe en el trabajo creativo del escritor en cuestión.
 El rapsoda, nacido en San Carlos de Cojedes en fecha incierta y residenciado en la Valencia del rey desde hace décadas, tantas que ni Matusalén podría recordar, es, a la mirada de los tecnócratas de la vanguardia poética, un raro espécimen poético, extinto y, por lo tanto, digno de ignorar por considerarlo anacrónico y soez para la realidad poética tan acartonada de hoy día.
En Faver Páez podemos encontrar un sin fin de enfermedades reales e imaginarias que lo han llevado a un auto exilio cotidiano en grado de reclusión, donde cada día debe derribar un molino de viento a la hora de abrir los ojos para así seguir construyendo una obra poética marcada a pulso de neurosis y con sabor a diazepan con tafil en cada verso. 
Esto lo ha llevado magistralmente a superar el temblor mágico de su primer libro [Para no morir del todo], obra que ganó los elogios de muchos y la crítica de otros.

Para Faver Páez, el trabajo poético se convirtió en un apostolado de vida y entre la métrica y el ritmo va definiendo una gama de sonetos escupidos con maestría casi mágica, cabalgado cada vez más dentro de su mundo interior donde hace confluir sus ángeles y demonios en una sinfonía clásica. 
Cómo clásica son sus coplas y octosílabos cargados de fuerza telúrica y misterio profano que elude a ese viejo ácrata que parece llorar y reír al mismo tiempo, que con su humor necrófilo ha sabido evadir hábilmente su inevitable encuentro con los poetas José Joaquín Burgos y Carlos Oraá que junto a un histérico Cristóbal Ruiz lo esperan al otro lado de la barra que algunos llaman eternidad.