JOHN CARLIN
Soñé esta
semana con que viajé de Madrid a Venezuela, me quitaron el pasaporte en el
aeropuerto de Caracas y me deportaron, obligándome a volver a España cuatro
horas más tarde en el mismo avión de Iberia en el que había llegado. Bueno,
creo que fue un sueño. Lo recuerdo como un sueño, pero han ocurrido tantas
cosas en el mundo últimamente que deberían ser un sueño pero aparentemente son
reales, que ya no sé muy bien qué pensar.
Reconstruyendo
el sueño venezolano, lo que pasó fue que estaba en la cola de migración en el
aeropuerto de Caracas sobre las tres de la tarde, hora local, cuando un joven
oficial vestido de verde oscuro militar me pidió el pasaporte, lo hojeó y me
preguntó qué iba a hacer en su país. Le dije que iba a dar unas charlas sobre
la paz y el diálogo y que tenía una carta de invitación de una universidad que
así lo demostraba. “Entonces usted viene a Venezuela a trabajar”, me dijo. Le
contesté que no, que iba no por iniciativa propia sino invitado por
compatriotas suyos a aportar mi granito de arena para ayudar a su país a
resolver sus considerables problemas. Iba a hablar, según el plan, tanto con
delegaciones de la oposición como del Gobierno chavista.
“Vengo
principalmente a contarles cosas de Nelson Mandela –dije–, una figura que supongo
que la revolución bolivariana no considera hostil, y le aseguro –agregué con
énfasis– que no voy a cobrar ni un peso”.
Pensé decirle
también que Venezuela –con una inflación de un millón por ciento, malnutrición
generalizada y tres millones de exiliados en los últimos dos años– no era
exactamente el primer país que se me venía a la mente para ganarme el pan, pero
como soy una persona cortés, incluso cuando estoy soñando, me mordí la lengua.
Igual mi interlocutor no hubiera entendido de qué hablaba. Al joven agente lo
vi no exactamente gordito, pero sí rechoncho, bien alimentado, como suele ser
el caso, según entiendo, con aquellos afortunados que pertenecen a la secta
venezolana que acude al trabajo vestida de verde.
El joven me
dijo que le esperara mientras él entraba en una oficina con un cartel en la
puerta en el que ponía “Jefatura”. Unos veinte minutos más tarde, reapareció y
me informó de que me iban a embarcar en el vuelo de vuelta de Iberia a Madrid
esa misma tarde.
No me habían
quitado el teléfono móvil, así que le mandé un mensaje a la señora venezolana
que había venido al aeropuerto a recogerme explicándole lo que entendía de mi
situación. Intercambiamos mensajes durante un par de horas. Quedó claro que
ella estaba haciendo todo tipo de gestiones para convencer a los señores de
migración de que me dejaran entrar. Creo que habló con la cancillería
venezolana, que, según mi borroso recuerdo, respondió no sólo con sorpresa sino
con indignación, y también con las embajadas de España y el Reino Unido.
¿División en el seno de la gloriosa revolución obrera?, pensé.
Volvió el
rechonchito y me informó de que tenía asiento en el vuelo de las 18.55 de
vuelta a Madrid. Y se fue. Pero sin devolverme el pasaporte y no sin antes
decirme que no me moviera de la zona de la puerta de embarque del avión de
Iberia, como si yo fuera un criminal, como si me fuera a escapar del aeropuerto
si tuviese mis documentos para poder disfrutar de las bondades de la utopía
construida por Hugo Chávez, hoy presidida por su incluso más cómico heredero,
el Trump del sur, Nicolás Maduro.
Bueno, cómico
hasta cierto punto, reflexioné, mientras me entraban mensajes del otro lado de
la frontera aeroportuaria asegurándome que había habido un malentendido, que
todo se iba a resolver. Yo no lo veía tan color de rosa, pero en ningún momento
sentí miedo, o siquiera ansiedad. Tenía bien claro que por más criminal que
haya sido lo que los bolichavistas habían hecho, y estaban haciendo, a su país,
estos no eran criminales al nivel de los gobiernos militares que yo había
conocido demasiado bien en otras épocas latinoamericanas, por ejemplo, en
Argentina o Guatemala. Son igual de estúpidos, ridículos y mediocres, pero
menos inhumanos.
Recuerdo
haber esperado sentado un largo rato y que constantemente me entraban llamadas
y mensajes de diplomáticos y otros que me decían que pronto habría un final
feliz. O igual fue un sueño, ya que he soñado muchas cosas últimamente que
tienen que ser imposibles, como que Trump, el Maduro del norte, sea presidente
de Estados Unidos; el impostor de Boris Johnson, primer ministro del Reino
Unido; que haya presos políticos en la España posfranquista, y que en Argentina
vaya a volver a ser elegida libremente para el gobierno una gente que se
postulaba como defensora de los pobres mientras saqueaba el país.
Igual de
improbable, o más, que un país como Inglaterra, con fama de pragmatismo y
sentido común, opte por el suicidio colectivo del Brexit; o que el presidente
de Estados Unidos haya dado el visto bueno esta semana a que Turquía aniquile a
los guerrilleros kurdos, aliados de Occidente en la lucha contra el Estado
Islámico, porque, según el tuitero en jefe, “los kurdos no lucharon en
Normandía en la Segunda Guerra Mundial”; o que en un lugar que debe estar en el
top ten de los mejores lugares del mundo para vivir, Catalunya, tantos de sus
habitantes sientan la necesidad de cambiar el feliz statu quo y sumarse, vía independencia,
a la locura inglesa de abandonar la Unión Europea.
En el sueño
venezolano recibí un mensaje en mi teléfono de un amigo de Barcelona que me
decía que a Maduro deberían cambiarle el nombre por Podrido. Me subió el ánimo
y me subí al avión. Una vez sentado, me entró un mensaje de alguien en Caracas
que me dijo que me habían negado la entrada no por el motivo oficial, que no
tenía visado para trabajar en Venezuela, sino por un artículo que había escrito
en el diario El País en el 2007 vinculando al Gobierno chavista con las FARC
colombianas en el narcotráfico. No me lo creí. Aunque igual me equivoco; igual
el jefe de migración que me negó la entrada se sintió aludido.
El comandante
del avión tenía instrucciones de las autoridades venezolanas de no devolverme
el pasaporte hasta que estuviéramos en el aire, lo cual me irritó. Pero por lo
demás estaba tranquilo, tan tranquilo que me acordé de escribir un e-mail a
Iberia antes del despegue diciendo que me anotasen los puntos de viajero
frecuente para este inesperado vuelo. El día siguiente, ya en Madrid, Iberia me
contestó que no tenían constancia de que yo hubiese volado ni de Madrid a
Caracas, ni de Caracas a Madrid en las fechas que había indicado. Menos mal,
pienso ahora. Lo de la deportación fue todo un sueño. Espero que lo de Trump,
Johnson, el Brexit, los kurdos, los presos catalanes y Cristina Kirchner,
también.
Tomado de La
Vanguardia / España