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08 octubre, 2019

Cuando suene la trompeta


Por Humberto Seijas Pittaluga / Opinión

Una de las partes de la Misa de Réquiem de Mozart que con más placer escucho es la conocida como Tuba mirum.  No solo por lo hermoso de la música sino porque su letra —que comienza cantando un barítono y termina una soprano— es una reafirmación de que todos los pecados y delitos tendrán su justo castigo.  Puesto en criollo macizo: que a cada cochino le llega su sábado.

La letra alude al Juicio Final, cuando el ángel del Señor, según el Apocalipsis, hará sonar una trompeta que asombrará a todos los difuntos y los convocará ante el trono de Dios para ser juzgados (Tuba mirum spargens sonum per sepulchra regionum, coget omnes ante thronum).  Allí, a todos nos serán examinados nuestros actos en la vida, y no habrá posibilidad alguna de esconder o disimular nuestros fallos porque todos ellos estarán anotados en un libro.  Y el juez no es uno de esos que abundan en este desdichado territorio desde que aparecieron en escena el Atila sabanetense y su mofletudo sucesor.  Jueces de esos que reciben las sentencias que fueron redactadas en el palacio de Ciliaflores, y que reciben formidables estipendios por eso y por hacerse los locos, olvidando de adrede lo que saben de recto derecho.  Después, cuando ya están llenos de plata, se van al imperio a disfrutar la buena vida con los “ahorros” que han pergeñado ilícitamente.  Y —como vimos hace poco por los medios— a poner la cómica cuando, después de meterse un par de botellas de Etiqueta Azul, no pueden farfullar una palabra ni tenerse en pie como consecuencia de la rasca.  Todo, en medio de un concierto bien caro donde fueron descubiertos por un gentío y filmados por los teléfonos inteligentes que medio mundo carga consigo siempre.  Que le llegó su sábado, pues…


 Algo parecido —si no idéntico— les ha de llegar a todos cuantos han llevado al país al estado de postración en el que se encuentra.  La mezcla no puede ser más dañina: una gente enceguecida por el afán de imponer una ideología fracasada en todas partes que de coliga con una cuerda de conmilitones rapiñosos, ansiosos de volverse millonarios, en dólares, rápido y sin esfuerzo alguno.  El resultado después de terribles veinte años de desmadre es un país vuelto flecos ex profeso para que todos deban depender de unas pocas migajas que les dan con desdeño desde el poder —porque es cierto aquello de que los socialistas harán cualquier cosa por los pobres, menos sacarlos de la pobreza.  En Venezuela, hoy, por las acciones de estos desalmados, no hay una educación que merezca ese nombre, porque ni a mera instrucción llega.  En el pasado (tan denostado por la propaganda oficial), la nación proveyó de profesiones universitarias, gratuitamente, a una gran masa de jóvenes.  Porque eran los que debían terminar de empujar a Venezuela hacia el progreso.  Y lo estaban logrando, íbamos hacia el desarrollo, con trompicones y fallas, pero íbamos.  Hasta que llegaron el cuartelazo y —como consecuencia de él— el militarismo más primitivo, el despotismo menos ilustrado, el “exprópiese” que nos está causando tantos problemas, la improvisación de todos los días y la prosternación ante los hegemones cubanos.

La más grave consecuencia de ese accionar malvado es la fuga de cerebros que ha resultado.  El país gastó ingentes sumas en formar profesionales en carreras liberales y una cantidad muy importante de ellos están ayudando al progreso de países y naciones muy diversas, desde Alaska hasta la Patagonia, Desde Portugal hasta Nueva Zelanda, incluyendo el Oriente, tanto el Lejano como el Medio y el Próximo. 

El hambre, la insalubridad y la desesperación son lo único que prolifera hoy en esta que fue Tierra de Gracia desde los días de Colón y hasta que Boves II tomó el poder siguiendo los insidiosos consejos de Fidel.

Eso es lo que no puede quedar impune cuando acabe este estado de cosas.  Los responsables de alto coturno —no los pata-en-el-suelo que debían ejecutar las órdenes de aquellos— tienen que recibir su merecido.  Ellos lo saben y de allí su consternación afanosa de mantenerse en el poder a toda costa, sin importar cuántos niños mueren de mengua.  Es el agarrarse de un clavo ardiendo para intentar salvarse.  Pero, no.  Su esfuerzo será nugatorio.  Por lo que señalaba al principio: llegará el día del juicio, todo se demostrará, hasta lo más recóndito, y no habrá nada sin castigo.  Quidquid latet apparebit, nil inultum remanebit (todo lo oculto saldrá a la luz, nada quedará impune), en la lírica mozartiana.

Y, entonces, a todos ellos no les quedará sino preguntarse: “¿Qué podré alegar yo, pobre desdichado?  ¿A qué abogado invocaré, cuando solo los justos están seguros? (Quid sum miser tunc dicturus? Quem patronum rogaturus, cum vix iustus sit securus?).