Por Humberto Seijas
Pittaluga / Opinión
Una de las partes de la
Misa de Réquiem de Mozart que con más placer escucho es la conocida como Tuba
mirum. No solo por lo hermoso de la
música sino porque su letra —que comienza cantando un barítono y termina una
soprano— es una reafirmación de que todos los pecados y delitos tendrán su
justo castigo. Puesto en criollo macizo:
que a cada cochino le llega su sábado.
La letra alude al Juicio Final,
cuando el ángel del Señor, según el Apocalipsis, hará sonar una trompeta que asombrará
a todos los difuntos y los convocará ante el trono de Dios para ser juzgados
(Tuba mirum spargens sonum per sepulchra
regionum, coget omnes ante thronum). Allí, a todos nos serán examinados nuestros
actos en la vida, y no habrá posibilidad alguna de esconder o disimular nuestros
fallos porque todos ellos estarán anotados en un libro. Y el juez no es uno de esos que abundan en
este desdichado territorio desde que aparecieron en escena el Atila sabanetense
y su mofletudo sucesor. Jueces de esos
que reciben las sentencias que fueron redactadas en el palacio de Ciliaflores, y
que reciben formidables estipendios por eso y por hacerse los locos, olvidando
de adrede lo que saben de recto derecho.
Después, cuando ya están llenos de plata, se van al imperio a disfrutar
la buena vida con los “ahorros” que han pergeñado ilícitamente. Y —como vimos hace poco por los medios— a
poner la cómica cuando, después de meterse un par de botellas de Etiqueta Azul,
no pueden farfullar una palabra ni tenerse en pie como consecuencia de la
rasca. Todo, en medio de un concierto
bien caro donde fueron descubiertos por un gentío y filmados por los teléfonos
inteligentes que medio mundo carga consigo siempre. Que le llegó su sábado, pues…
Algo parecido —si no idéntico— les ha de
llegar a todos cuantos han llevado al país al estado de postración en el que se
encuentra. La mezcla no puede ser más
dañina: una gente enceguecida por el afán de imponer una ideología fracasada en
todas partes que de coliga con una cuerda de conmilitones rapiñosos, ansiosos
de volverse millonarios, en dólares, rápido y sin esfuerzo alguno. El resultado después de terribles veinte años
de desmadre es un país vuelto flecos ex profeso para que todos deban depender
de unas pocas migajas que les dan con desdeño desde el poder —porque es cierto
aquello de que los socialistas harán cualquier cosa por los pobres, menos
sacarlos de la pobreza. En Venezuela,
hoy, por las acciones de estos desalmados, no hay una educación que merezca ese
nombre, porque ni a mera instrucción llega.
En el pasado (tan denostado por la propaganda oficial), la nación
proveyó de profesiones universitarias, gratuitamente, a una gran masa de jóvenes. Porque eran los que debían terminar de empujar
a Venezuela hacia el progreso. Y lo
estaban logrando, íbamos hacia el desarrollo, con trompicones y fallas, pero
íbamos. Hasta que llegaron el cuartelazo
y —como consecuencia de él— el militarismo más primitivo, el despotismo menos
ilustrado, el “exprópiese” que nos está causando tantos problemas, la
improvisación de todos los días y la prosternación ante los hegemones cubanos.
La más grave consecuencia
de ese accionar malvado es la fuga de cerebros que ha resultado. El país gastó ingentes sumas en formar
profesionales en carreras liberales y una cantidad muy importante de ellos
están ayudando al progreso de países y naciones muy diversas, desde Alaska
hasta la Patagonia, Desde Portugal hasta Nueva Zelanda, incluyendo el Oriente,
tanto el Lejano como el Medio y el Próximo.
El hambre, la insalubridad
y la desesperación son lo único que prolifera hoy en esta que fue Tierra de
Gracia desde los días de Colón y hasta que Boves II tomó el poder siguiendo los
insidiosos consejos de Fidel.
Eso es lo que no puede
quedar impune cuando acabe este estado de cosas. Los responsables de alto coturno —no los
pata-en-el-suelo que debían ejecutar las órdenes de aquellos— tienen que
recibir su merecido. Ellos lo saben y de
allí su consternación afanosa de mantenerse en el poder a toda costa, sin
importar cuántos niños mueren de mengua.
Es el agarrarse de un clavo ardiendo para intentar salvarse. Pero, no.
Su esfuerzo será nugatorio. Por
lo que señalaba al principio: llegará el día del juicio, todo se demostrará,
hasta lo más recóndito, y no habrá nada sin castigo. Quidquid latet
apparebit, nil inultum remanebit (todo lo oculto saldrá a la luz, nada quedará impune),
en la lírica mozartiana.
Y, entonces, a todos ellos no les quedará
sino preguntarse: “¿Qué podré alegar yo, pobre desdichado? ¿A qué abogado invocaré, cuando solo los
justos están seguros? (Quid sum miser tunc dicturus? Quem patronum rogaturus,
cum vix iustus sit securus?).