Por Mercedes Malavé*
_Se puede
hacer oposición al mal siempre desde lo razonable; de lo contrario, la persona
se envilece. El mal busca sustraer la conducta humana de toda lógica y
argumentación inteligible_
Coincidimos,
a estas alturas del drama nacional, en que la racionalidad y la nacionalidad
andan extraviadas. Desde el particularmente doloroso problema educativo que
genera el ausentismo laboral y la falta de maestros en las escuelas, hasta el
llamado de algunos políticos a propiciar una coalición militar para salir de
esto “ya” y “como sea”, para entrar a no se sabe dónde, a pocos parece
importarle la dolorosa pérdida de la inteligencia, del aprendizaje, del
lenguaje, de la cultura, del patriotismo y de la convivencia que es, al fin y
al cabo, el modus vivendi de los seres libres y racionales.
¿Cómo
recuperar la racionalidad extraviada? ¿Cómo propiciar ese entrar en razón para
buscar soluciones a los problemas concretos y proyectar salidas realistas? No
existe mayor estado de indefensión que el abandono de la racionalidad y del
sentido de nación. Cuando se pierde la razón se pierde toda capacidad de
construir, de producir, de solucionar. Se pierde la capacidad de dialogar, de
respetar, de conocer y reconocerse como individuos habitantes de una misma
polis.
Se puede
hacer oposición al mal siempre desde lo razonable; de lo contrario, la persona
se envilece. El mal busca sustraer la conducta humana de toda lógica y
argumentación inteligible. Falla la conciencia y las personas van perdiendo la
capacidad de conducirse según ciertos límites que impone el deseo de no hacer
daño. Algo en el centro de operaciones interiores falla: se rompe. A ese núcleo
o centro vital de la persona, donde convergen las intenciones, las
motivaciones, el conocimiento, la conducta y la conciencia, es a lo que la
sabiduría judeo-cristiana reconoce como el término corazón.
*Pasiones
esclavizadas*
Debemos al
filósofo contemporáneo Von Hildebrand la reivindicación de la afectividad y del
corazón. Corrientes filosóficas excesivamente racionales, deterministas y
epistemológicas, habían ignorado por siglos la dimensión afectiva del
comportamiento humano. Y no sólo ellas: el núcleo afectivo de la personalidad
fue desestimada tanto por Platón como por Aristóteles. Ambos afirman que los
afectos deben excluirse tanto de la república como de la vida ética según los imperativos
de la razón, no obstante ciertas concesiones perniciosas que ambos filósofos no
pueden ocultarle a los afectos, como por ejemplo aquella idea de Aristóteles
cuando sostiene que las personas buenas no sólo procuran el bien sino que se
deleitan al hacerlo.
Von
Hildebrand afirma que “la razón más contundente para el descrédito en que ha
caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de afectividad que
se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al
que responde de modo significativo”. Los afectos se separan de su objeto
cuando, por ejemplo, se centran en el propio yo. El complejo narcisista que
encierra los afectos en su misma imperfección es, sin duda, uno de los mayores
escollos y frustraciones afectivas de una personalidad enferma porque se ha
divorciado de su entorno. En cambio, cuando el objeto se sitúa fuera de sí,
cuando el bien deleitable se conjuga en un nosotros cada día más abierto y
trascendente, la persona recupera su capacidad de conectar con toda la grandeza
que se sitúa exactamente a un paso del sí mismo. Un “falso pathos” ostenta el
fanfarrón que “posee verborrea, facilidad de expresión y predilección por lo
ampuloso. Es una falta de autenticidad retórica. La fuente que alimenta este
exhibicionismo retórico es el orgullo”.
*Lo nuestro*
No parece
posible recuperar la racionalidad al margen de la reconciliación afectiva con
nuestro entorno. Una afectividad presa en sus propias limitaciones es una
afectividad crónicamente herida. Uno de los hallazgos más importantes que
surgen del estudio de la personalidad afectuosa, consiste en la afirmación de
que “los sentimientos constituyen uno de los principales modos de vinculación
con el mundo”. Los afectos orientan el interés por conocer, por aceptar o
rechazar ciertas realidades; nos atraen hacia lo verdadero y lo bueno; orientan
el gusto hacia algo mayor que las propias fantasías, utopías o vanidades.
Un país que
se desintegra debe movernos a compasión. Compadecerse significa padecer-con el
que sufre. Deponer actitudes personales para dar paso al alivio y a la
recuperación. Cuando todo parece perdido, siempre habrá alguien dispuesto a
poner el corazón en aquello que ya no resulta tan atractivo, que es tan triste
y tan amargo precisamente porque es tan nuestro.