Pedro Sánchez, presidente del gobierno español; Pablo
Iglesias, secretario general de Unidas Podemos / CreditCreditÓscar del
Pozo/Agence France-Presse — Getty Images; Sergio Pérez/Reuters
Las negociaciones para formar un gobierno en España
parecen estancadas en una lógica errónea: la idea no es formar dos gobiernos en
uno, sino uno común.
Por Martín Caparrós* / Tomado de The New York Times en Español.
MADRID — El dúo Pimpinela fue una de las iniciativas
más exitosas de la cultura argentina de las últimas décadas: cantaron en el
Madison Square Garden y cantaron con Diego Maradona, recibieron por sus
veinticuatro discos unos 95 discos de oro, platino y diamante y vendieron más
de 30 millones de copias; sus dos integrantes, Lucía y Joaquín Galán, crearon
un estilo propio, inimitable: sus canciones eran diálogos amargos de una pareja
despechada que se lanzaba reproches y rencores sin medida. No era bonito de
escuchar, pero tenía un detalle irresistiblemente perverso: Joaquín y Lucía
Galán no eran marido y mujer, no eran amantes, no eran novios; eran —y son—
hermanos.
—¡Me engañaste!
—¡No!
—¡Me mentiste!
—¡No!
—Me tomaste cuando te hice falta y ahora me tiras. Me
usaste y tapaste conmigo el fracaso de toda tu vida.
Pablo Iglesias, el jefe podemita, y Pedro Sánchez, el
jefe socialita, se pelean, se duelen, se reprochan: aspiran a ser, parece, el
dúo Pimpinela de la política española.
Lo contamos cuando sucedió: en las elecciones de abril,
los dos partidos de la ¿izquierda? hicieron sus campañas insistiendo en que
debían unirse para parar el avance de la derecha del Partido Popular, Vox y
Ciudadanos. Muchos votantes se movilizaron para eso —y en España cuanto más se
vota mejor le va a las izquierdas— pero el socialismo consiguió una minoría
insuficiente de 123 diputados, que solo le permitiría gobernar con el apoyo
principal de Unidas Podemos y sus 42 diputados y el secundario de los partidos
vascos, catalanes, canarios. En julio hubo un primer intento de
investidura, fracasado porque
los dos supuestos aliados no se aliaron, y ahora, en estas horas, está
fracasando el segundo: si no lo logran antes del 23 de septiembre, el gobierno
tan provisorio de Sánchez deberá llamar a nuevas elecciones. Serían las cuartas
en cuatro años —y en los 36 años anteriores hubo diez—.
A veces parece que lo buscaran: el dúo no cesa en sus
reproches, sus rencores. Son dos personajes curiosos: Sánchez habla como si
siempre leyera lo que le escribió otro; Iglesias habla como si siempre leyera a
otro que escribió todo mal. Cada uno de ellos se cree que sus votos son suyos;
no consiguen entender que muchos votaron a uno u otro como parte de un todo, de
ese esfuerzo común. Así que la discusión arrecia, arrecha, se supera: como
antes Iglesias no aceptó lo que Sánchez le ofrecía, ahora Sánchez le ofrece
menos; como antes Sánchez no le dio lo que quería, ahora Iglesias le pide más.
Sánchez quiere que Iglesias lo apoye sin sillas en el gobierno; Iglesias quiere
sillas y sillones y respeto y cariño.
Y las negociaciones parecen estancadas en su lógica
errónea: desde el principio, se discute cuántos ministerios debería tener
Podemos en el gobierno compartido. Y entonces los portavoces socialistas se
preocupan ante la posibilidad de perder el control sobre ciertas áreas: “No
podemos entregar los tributos, la política de ingresos y gastos. ¿Qué le
quedaría el PSOE?”, dijo,
por ejemplo, la vicepresidenta y jefa negociadora, Carmen Calvo.
El síntoma está claro: imaginan el gobierno como un
reino de taifas en que cada ministro aplica en su sector las políticas que se
le cantan. Con esa idea, no es extraño que los socialistas tengan miedo de
entregar sillones: quién sabe lo que podría hacer con tal palanca un peligroso
agitador podemita, mono con navaja.
La respuesta es tan obvia que da pudor: para armar un
gobierno común se necesita un plan común de gobierno. No dos gobiernos en uno
—uno más grande y poderoso, otro empotrado chiquitito— sino uno que surja de
una negociación cuidadosa que decida el programa de cada cartera; así,
importará poco quién lo lleve adelante. El ministro de Fomento no hará lo que
le diga su confesor o su tío abuelo o su albañil de cabecera o su conciencia
foucaultiana-extremeña; será el fiel ejecutor de esos acuerdos y, por lo tanto,
a qué partido pertenezca tendrá un peso menguado. Será todo el gobierno —y sus
dos partidos— quien se haga responsable y controle que se cumpla lo acordado. Y
el rédito también tendría que compartirse: no habrá sido el ministro podemita o
socialita el que habrá tomado tal o cual medida, sino el gobierno de esa
alianza. Pero no lo hacen; cuesta creer que simplemente no lo piensen.
Como sea que sea, los dos jefes y sus negociadores
llevan dos meses discutiendo quién tiene que ceder más en lugar de discutir en
qué pueden ponerse de acuerdo, cómo hacerlo; ya han conseguido hartar a casi
todo el mundo. Lo deberían, también, tener en cuenta cuando imaginan nuevas
elecciones.
Sobrevuela la idea de que los socialitas las desean
porque creen que sacarían más votos. La apuesta es riesgosa: el PSOE puede
ganar poco o perder mucho. Si gana algunos votos, no le van a alcanzar para
gobernar solo pero, en cambio, puede perder miles y miles; puede, incluso,
provocar la vuelta de un gobierno de derecha. Los votantes más implicados, más
cercanos, están irritados por el espectáculo patético de dos líderes
concentrados en sus diferencias personales mientras sus enemigos se relamen.
Los más casuales, más distantes, serían sensibles al argumento inevitable: para
qué va a volver a votarlos, señora; ya los votó y no supieron hacer nada. Y,
más en general, el espectáculo infla a los que insisten en que los políticos no
sirven y hay que salir a revolear banderas, cantar marchas, decir misas y echar
extranjeros. Pero Sánchez e Iglesias no parecen darse cuenta, y la canción no
para:
—¡Me engañaste!
—¡No!
—¡Me mentiste!
—¡No!
—Me tomaste cuando te hice falta y ahora me tiras...
Si los dos jefes de la ¿izquierda? española pudieran
superar sus lógicos prejuicios y sentarse a escucharla, quizás, en ese espejo,
entenderían lo tristes que resultan. E intentarían, aunque más no fuera por
vergüenza, cantar otras canciones.
A menos que aceptemos que no existe tal cosa como una
izquierda española: que su socialismo es un partido de centro-progre que no
quiere aliarse con unos revoltosos. Y que su jefe —conociendo y aprovechando el
encono del otro— ha montado todo este show para mostrar que no
puede armar una alianza a su izquierda y entonces hacer, en las próximas
elecciones, campaña a su derecha para juntar votantes por ese lado. Y poder,
después, aliarse con Ciudadanos, el expartido liberal —como le piden, desde
siempre, las grandes corporaciones españolas—. Sería la única explicación
tristemente racional y sería, más que canción, un gran falsete.
La solución, muy pronto.
*Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro
más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos
Aires, vive en Madrid. Es profesor en la Universidad de Cornell y colaborador
regular de The New York Times en Español.