Redacción de ETD. A propósito de la conmemoración
del 46 aniversario del golpe de Estado contra el presidente mártir, Salvador Allende,
reproducimos la dolida nota sobre el hecho del GABO.
_Por: Gabriel
García Márquez
La
contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo
congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberlos
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una
evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La
experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde
el gobierno, sino desde el poder.
Esa
comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la
muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una
mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y
terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder.
Resistió
durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que
fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista
Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces
y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro
de la tarde el general de división Javier Palacios, logró llegar hasta el
segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí
entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los
cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando.
Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin
corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende
conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares
que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la
Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende
le gritó: Traidor y lo hirió en la mano.
Allende murió
en un intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un
rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un oficial le destrozó
la cara con la culata del fusil.
La foto
existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el
único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que la
Sra. Hortencia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no
permitieron que le descubriera la cara.
Había
cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e
imprevisible.
Lo que piensa
Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la
vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la
antigua, con esquela perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud
mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza
de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués,
defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de
legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había
declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de
los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que
habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada
de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un
tiro.
El drama
ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como
algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se
quedó en nuestras vidas para siempre.