Por Moises Naim
¿Qué tienen en común España, Italia,
Israel y el Reino Unido? La incapacidad de formar gobiernos estables y capaces
de gobernar. Y no son solo estos cuatro países los que, después de todo,
cuentan con regímenes donde aún se respeta la división de poderes y los límites
al poder del Ejecutivo. Como sabemos, sobran los países donde la
disfuncionalidad política es mucho más grave.
En todo el mundo, gobernar se está
haciendo más difícil y, en muchos casos, imposible. Estamos viendo cómo las
elecciones ya no actúan como ancla que estabiliza la política y hace posible
que el gobierno gobierne. Más bien, elecciones y referendos ahora revelan la
profunda polarización del electorado, trancan el juego político y hacen
imposible la toma de decisiones. Así, los resultados electorales formalizan y
cuantifican la profunda fisura de la sociedad y, en algunos casos, contribuyen
a dificultar la convivencia civilizada entre las facciones. ¿Qué respuesta se
le está dando a este problema? Convocar nuevas elecciones.
Esto no es normal.
Pero gobernar no solo se les está
haciendo más difícil a las democracias. Tampoco parece normal que Xi Jinping y
Vladimir Putin, dos de los hombres más poderosos del mundo, tengan que estarse
preocupando por protestas callejeras espontáneas protagonizadas principalmente
por jóvenes desarmados. Xi y Putin ejercen un férreo control sobre sus
respectivos países y quienes protestan en las calles de Hong Kong y Moscú no
son una amenaza para la sobrevivencia de estos regímenes. Pero lo que sorprende
es que Xi y Putin no hayan acabado antes con las protestas. Sería lo normal.
Quizás la relativa tolerancia que vienen mostrando estos dos autócratas hacia
estas marchas es un síntoma de cuán seguros se sienten y de la irrelevancia de
las protestas. O quizás es porque no saben cómo combatirlas.
Estas protestas no tienen líderes
obvios ni jerarquías claras y la organización, coordinación y movilización de
quienes participan en ellas depende de las redes sociales. En Hong Kong, los
líderes del gobierno pro-Pekín se quejan de que, aunque quieran buscar arreglos
con quienes protestan, no saben con quién negociar. Obviamente, Xi y Putin
podrían acabar con las protestas usando los métodos normales de las dictaduras:
a sangre y fuego. Pero el uso de la fuerza siempre implica riesgos y puede
hacer que en vez de acabar con las protestas las avive, convirtiéndolas en
amenazas políticas más graves.
Eso pasó en Siria, por ejemplo, donde
las marchas en la ciudad de Daraa en reacción al encarcelamiento y tortura de
15 estudiantes que estaban pintando grafitis en contra el gobierno, escalaron
hasta convertirse en una guerra civil que lleva ocho años y se ha cobrado más
de medio millón de vidas.
Pero si lo que está pasando en la
política mundial no es normal, lo que está pasando en el medio ambiente lo es
aún menos. Los datos son conocidos, las imágenes de todas partes del planeta
mostrándonos las catástrofes producidas por incendios, lluvias torrenciales,
sequias prolongadas y vientos huracanados son cotidianos. La evidencia
científica es abrumadora y la inacción para atender esta amenaza lo es aún más.
La parálisis para enfrentar con eficacia el cambio climático sin duda
constituye el mayor peligro que enfrenta nuestra civilización.
La ineptitud de los gobiernos para
responder a la emergencia climática es exacerbada por la influencia de
intereses económicos. ExxonMobil y los hermanos Charles y David Koch son solo
dos ejemplos de empresas y acaudalados individuos que durante décadas
financiaron copiosamente “centros de investigación” y “científicos” dedicados a
sembrar dudas sobre la gravedad del problema climático e impedir que los
gobiernos adopten las políticas necesarias.
Que las grandes empresas influyan
sobre el gobierno para evitar que tome decisiones que afecten sus ganancias no
es nada nuevo. De hecho, es lo normal.
Lo que no es normal es que líderes de
algunas de las empresas más grandes del mundo repudien públicamente la idea de
que su objetivo primordial deba ser maximizar ganancias. Pero fue lo que ocurrió
hace unas semanas, cuando los jefes de 181 de las más grandes empresas
estadounidenses firmaron un comunicado que mantiene exactamente eso. Estos
altos ejecutivos afirman que las empresas privadas deben reconciliar los
intereses de sus accionistas con los de sus clientes, empleados, proveedores y
con los de las comunidades en las que operan.
Obviamente, estos titanes del
capitalismo están llegando tarde a la conversación. Para muchos ya es obvio que
resulta insostenible para cualquier empresa el ignorar los intereses y
necesidades de los grupos de los cuales depende, además de sus accionistas. El
debate es cómo hacerlo y, sobre todo, cómo garantizar que las empresas hagan lo
que prometen. Hay algunos importantes líderes empresariales que tienen ideas al
respecto. Brad Smith, el presidente de Microsoft, por ejemplo, ha publicado un
artículo en la revista 'The Atlantic' intitulado ‘Las empresas tecnológicas
necesitan más regulación’.
Esto no es normal. Sin duda,
sorprende que el presidente de la decimosexta empresa más grande del mundo
exhorte a los gobiernos a que regulen su industria. Pero esta, como las demás
anomalías que hemos discutido aquí, todas sacadas de los noticieros de estos
días, es tan solo un ejemplo más de cuán difícil de descifrar es el mundo en el
que nos ha tocado vivir.