Por
Orlando Arciniegas D. *
El que no sabe
de amores, llorona, no sabe lo que es martirio.
"Era una mujer guapísima. Negra mezclada de
china. La vi y me quedé muda". A quien Chavela Vargas refiere es a la
Macorina, la sensual cubana del siglo pasado que da nombre a una de sus más
célebres canciones. Descripción que completa diciendo que la conoció en La
Habana, “bajando de un coche blanco”, habiendo podido ver el encanto de “sus
ojos rasgados y su pelo fiero”. Y mientras la añora, sonríe, y musita el
estribillo cadencioso de la canción: “Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la
mano aquí…”.
Chavela la recuerda así, desde España, en su último
viaje; y deja correr un suspiro frente a Rafael Amargo, el bailaor y realizador
de El Amor Amargo de Chavela, su
última filmación. Un documental de 2012, en el que Amargo postinea como un
ejercitado director de programas de cine y televisión. A la chamana, siempre
tras sus gafas oscuras, se le nota cansada. Está en el culmen de su carrera. La
visita incluye el recital en la Residencia de Estudiantes en Madrid y la
presentación de su disco-libro Luna
Grande, un motivo más para evocar, compartir y reafirmar su gran amor por
García Lorca. “Hijos de puta que lo mataron”.
De esta despedida añadiría: “Le dije adiós a Federico,
les dije adiós a mis amigos –a sus muchos amigos– y le dije adiós a España. Y
ahora vengo a morir a mi país”. Cosa que calmosamente hizo el 5 de agosto de
2012, en Cuernavaca. A sus 93 años. No sin antes haberse despedido también de
sus dioses y demonios, y de su monte-chamán. “Me voy con México en el corazón”,
anunció, cuando se sintió muy enferma. Siempre se dijo mexicana, aunque había
nacido en Costa Rica, pero, para lo cual, se había creado una buena excusa: "es
que los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana". De México
decía que era una “tierra de hombres, que me enseñó a ser lo que soy”. El que
descubrió su arte, mientras hacía pareja musical y de correrías con el mítico
José Alfredo Jiménez, cantante y compositor, de cuyas letras solo ella sabía
sacar tanto sentimiento.
Ojos así, “rasgados”, como dice la Chavela, nunca tuvo
Macorina; aunque sí hermosos, y oscuros o claros, según el decir de unos y
otros. Ojos sí, que iluminaban su amplia sonrisa, de la que fluía esa simpatía
tan suya que refieren los que la conocieron. Su pelo más que “fiero” era corto
y bien peinado. Andrógino para su tiempo. De un aire parisino. A lo garzón. Y
objeto de escándalo. Como su descapotable colorao,
el que solía conducir sin prisa por Prado y Malecón, con bufanda al cuello, y
fumando un cigarrillo. Siempre galana. Como la representó, en 1978, el pintor
cubano Cundo Bermúdez cuando se aproximó a su imaginario.
Fue la primera mujer chofer de su carro, en una Cuba cambiada
por la apoteosis azucarera. "En 1917, ¿quién que llevara faldas se atrevía
a manejar? Pero a mí me daba igual que me elogiaran o vituperaran". Y es
que los coches y los hombres fueron y vinieron en su vida. Los autos fueron
nueve, de marca europea, y sus amantes... un poco más. Más que los apóstoles.
Como lo reconociera con presunción: “más de una docena de hombres permanecían
rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor”.
Se refería a una ristra de hombres ricos habaneros.
Negociantes y políticos. Que a cambio de caricias, placer y confidencias, la
enriquecieron con holgura. Entre ellos, el prócer José Miguel Gómez, el
Tiburón, presidente de Cuba entre 1909 y 1913. Masacrador de mambises, para más
señales. Al que la Macorina no dudaría en visitar en prisión, en 1917, adonde
había ido a parar cuando quiso desconocer al presidente Mario García Menocal. Y
a quien también acompañaría, esta vez de cerrado luto – tras su muerte en Nueva
York el 13 de junio de 1921–, en la ocasión de la gran procesión de duelo que
significó su entierro en La Habana.
¿Negra mezclada con chino? ¡Vaya por Dios! La
Macorina, que primero fue María Constancia Caraza Valdés, pero que de adulta
cambió a María Calvo Nodarse, aparece en las fotografías como una mujer blanca,
de ojos redondos. En octubre de 1958, en una entrevista dada a Guillermo
Villarronda, de la revista Bohemia,
ya en sus 66, soltó en confidencia: “nací en 1892 en el seno de una familia
bien, como se decía entonces...”, lo cual da para pensar que, en el caso suyo,
el mestizaje era distinto. Aunque en Cuba se suele decir que, bajo el crisol
del mestizaje y las infidelidades, nada es previsible. Pero, para no
contradecir las fuentes, más vale abonar ese cruce de “negro con chino” a la
Macorina de la Chavela, de la que ella es su creadora, su demiurgo.
La Vargas, volviendo sobre ese mítico encuentro
habanero, dice que la piel de la Macorina tenía “el color exacto a la hoja de
tabaco”. Cabe, pues, recordar que, en la prejuiciosa Habana de ayer –y la de
siempre–, Macorina alternaba con
selectos grupos blanqueados, en los que se procuraba su compañía. Y para los
que sus nueve autos, las cuatro mansiones, los caballos, sus vestidos, joyas,
pieles y su atrevida y costosa elegancia eran elementos de identidad
socialmente compartidos. En contraste, se podría decir que, de haber sido
mulata, siendo tan atractiva, más desgarros de corazón hubiera causado. Y, por
ende, más pasiones y escándalos.
Cosas que con el tiempo, ay, se desvanecieron. Dicen
que por la vida disipada, la pérdida de la juventud y la crisis económica de
Wall Street, la del 29, cuyo impacto aciago, sabemos, tuvo malas consecuencias
aquí y allá, en La Habana y hasta en Berlín. En las fotografías se le ve siempre
hermosa. Y hay quien cuenta que “María (Calvo) se mantuvo como hembra galante
hasta 1934”. Pero otros achacan su decadencia precisamente a su edad, 42 años
para entonces. En verdad, muchos, para un oficio tan rivalizado. Como fuere, lo
cierto es que su vida tomaría por esos años un giro inopinado. Inesperado.
La pobreza y una pronta vejez, iniciadas al tiempo que
se liquidaban sus últimas pertenencias, lastraron su alegría. El rápido adiós
de los amigos, que ya no prodigaban favores, y el desdén de sus familiares,
trajeron consigo el dolor y la soledad. Luego, vino el olvido. Se sabe que pasó
sus últimos días en la calle Galiano, en un cuarto de alquiler. Su vida se
apagó un 15 de junio de 1977, a sus 85 años, y se certificó como un problema
cardíaco. Como muerte senil. Antes, había pedido a una amiga que, para el día
de su muerte, se la arreglara con un vestido amarillo, joya de otros tiempos,
conservado para la ocasión. Para la Macorina como para la Cabiria de Fellini,
vidas comunes y dispares, nunca hubo un amor verdadero, solo la vida engañosa
que les deparó su belleza y el placer.
Aún en vida comenzó la leyenda. “Yo tenía 15 años… La
primavera me empujó a escapar de casa con un hombre que prometió amarme por
siempre. Mis padres intentaron que regresara, pero seguí en La Habana con mi
primer y único amor…”. Un anciano que la conoció, la alababa como “la hembra
más celebrada de toda la ciudad. Que la recuerda entrada en carnes, de ojos
claros y de trato exquisito. De la que se decía que sus padres la habían
abandonado y que ella se había entregado al negocio del amor”. Un recuerdo
nostálgico, en el que pareciera fundirse una imagen vívida de la Macorina con
la de aquella Habana Vieja, alegre y pecaminosa, que el castrismo castigaría
con su propia "hoguera de vanidades", como viejos seguidores de
Savonarola.
Sobre su apodo --“Hace 25 años que reniego de él”—
confió en la misma entrevista de la revista Bohemia
que había sido obra de un malentendido: “En La Habana había una popular
cupletista a quien llamaban la Fornarina. Una noche me paseaba por una de las
calles más populares de la ciudad (la Acera del Louvre), cuando un borrachín,
confundiéndome con ella y pensando que su nombre era Macorina, comenzó a
llamarme a grandes voces. La gente celebró el suceso con risotadas y a partir
de ese momento me endilgó ese nombre”. Admitamos, pues, que las cosas fueron
así: de María Calvo a la Macorina, por guasa, y de ahí al abierto mundo de la
leyenda.
La cupletista del caso, pudo haber sido la española
Consuelo Bello (1884-1915), llamada la “Reina del Cuplé”. Cantante de vida
breve y mucho éxito. Con triunfos en escenarios de España y Europa. Y a quien
un periodista dio el apodo de la Fornarina, por encontrarla parecida a la mujer
del cuadro de Rafael (Sanzio) que lleva ese mismo nombre, en verdad un mote de
la modelo Margherite Luti, amante del genio renacentista. Una confusión entre
mujeres hermosas que hubiera sido del agrado del mismo Rafael, tan fogoso y
complaciente con ellas. Pero, ¿estuvo la Consuelo en Cuba? Eso no se ha podido
saber. Y tal vez no sea sino una cabriola más del imaginario popular.
En 2011, un 30 de junio, Chavela escribió: “Yo conocí
a Macorina en Cuba, ella existió. Su nombre era María Calvo Nodarse…”. Y en
2012, esta vez en una entrevista dada a la periodista y escritora mexicana
María Cortina –Las verdades de Chavela–
recordó su juramento: “Macorina, te voy a llevar conmigo alrededor del mundo.
Vas a recorrer de mi mano muchos mares y tierras lejanas. Se lo dije así y ella
sonrió. Quién sabe si en ese momento me había creído, seguro que no, pero vivió
el tiempo suficiente como para darse cuenta de que cumplí mi promesa. Cuando
ella murió, en 1977, ya mi Macorina había ido y venido alrededor del
mundo”.
Esa Macorina-canción
salió probablemente de un encuentro mágico, bohemio y tequilero. El que tal vez
ocurriera entre el poeta asturiano, pero de suficiente cubanía, Alfonso Camín
(1890-1982), a fines de los años 50, durante un viaje de Chavela a Cuba, cuando
ya había abrazado profesionalmente el canto. La primera versión del poema Macorina se conoció en 1931, y fue
publicada en la revista madrileña Norte.
Posteriormente, el poeta Camín agregaría el estribillo "Pon, ponme la mano
aquí, Macorina". Chavela, por su lado, lo recrearía en su guitarra,
versionaría la letra y con el desgarro de su canto le daría de suyo una fuerza
e identidad incomparables, hasta hacer de la canción una de las más
emblemáticas de su carrera. Memoria hoy de anteriores generaciones.
Sin embargo, fue la Vargas la que inventó a Macorina. Sin duda. Convirtiendo la
tonadilla en un himno homoerótico, un religioso ritual, en el que una mujer
glorifica los encantos y delicias del cuerpo femenino. Y en el que esa alabanza
alcanza su éxtasis al ser expresado en el “dulce y desgarrado, hondo y bravío”
estilo del canto de Chavela Vargas, según dijera su amigo Pedro Almodóvar, su
“alma gemela”, y el agente de su resurrección artística. Una canción, pues, de
culto al amor lésbico. Un amor de tiempos remotos que, hoy más que nunca, pugna
por su reconocimiento. “Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí”.
*Historiador, profesor universitario jubilado.