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11 septiembre, 2019

Chavela y la Macorina, un día…


Por Orlando Arciniegas D. *

El que no sabe de amores, llorona, no sabe lo que es martirio. 
  
"Era una mujer guapísima. Negra mezclada de china. La vi y me quedé muda". A quien Chavela Vargas refiere es a la Macorina, la sensual cubana del siglo pasado que da nombre a una de sus más célebres canciones. Descripción que completa diciendo que la conoció en La Habana, “bajando de un coche blanco”, habiendo podido ver el encanto de “sus ojos rasgados y su pelo fiero”. Y mientras la añora, sonríe, y musita el estribillo cadencioso de la canción: “Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí…”.  
Chavela la recuerda así, desde España, en su último viaje; y deja correr un suspiro frente a Rafael Amargo, el bailaor y realizador de El Amor Amargo de Chavela, su última filmación. Un documental de 2012, en el que Amargo postinea como un ejercitado director de programas de cine y televisión. A la chamana, siempre tras sus gafas oscuras, se le nota cansada. Está en el culmen de su carrera. La visita incluye el recital en la Residencia de Estudiantes en Madrid y la presentación de su disco-libro Luna Grande, un motivo más para evocar, compartir y reafirmar su gran amor por García Lorca. “Hijos de puta que lo mataron”. 
 
De esta despedida añadiría: “Le dije adiós a Federico, les dije adiós a mis amigos –a sus muchos amigos– y le dije adiós a España. Y ahora vengo a morir a mi país”. Cosa que calmosamente hizo el 5 de agosto de 2012, en Cuernavaca. A sus 93 años. No sin antes haberse despedido también de sus dioses y demonios, y de su monte-chamán. “Me voy con México en el corazón”, anunció, cuando se sintió muy enferma. Siempre se dijo mexicana, aunque había nacido en Costa Rica, pero, para lo cual, se había creado una buena excusa: "es que los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana". De México decía que era una “tierra de hombres, que me enseñó a ser lo que soy”. El que descubrió su arte, mientras hacía pareja musical y de correrías con el mítico José Alfredo Jiménez, cantante y compositor, de cuyas letras solo ella sabía sacar tanto sentimiento.    
Ojos así, “rasgados”, como dice la Chavela, nunca tuvo Macorina; aunque sí hermosos, y oscuros o claros, según el decir de unos y otros. Ojos sí, que iluminaban su amplia sonrisa, de la que fluía esa simpatía tan suya que refieren los que la conocieron. Su pelo más que “fiero” era corto y bien peinado. Andrógino para su tiempo. De un aire parisino. A lo garzón. Y objeto de escándalo. Como su descapotable colorao, el que solía conducir sin prisa por Prado y Malecón, con bufanda al cuello, y fumando un cigarrillo. Siempre galana. Como la representó, en 1978, el pintor cubano Cundo Bermúdez cuando se aproximó a su imaginario.   
Fue la primera mujer chofer de su carro, en una Cuba cambiada por la apoteosis azucarera. "En 1917, ¿quién que llevara faldas se atrevía a manejar? Pero a mí me daba igual que me elogiaran o vituperaran". Y es que los coches y los hombres fueron y vinieron en su vida. Los autos fueron nueve, de marca europea, y sus amantes... un poco más. Más que los apóstoles. Como lo reconociera con presunción: “más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor”.  
Se refería a una ristra de hombres ricos habaneros. Negociantes y políticos. Que a cambio de caricias, placer y confidencias, la enriquecieron con holgura. Entre ellos, el prócer José Miguel Gómez, el Tiburón, presidente de Cuba entre 1909 y 1913. Masacrador de mambises, para más señales. Al que la Macorina no dudaría en visitar en prisión, en 1917, adonde había ido a parar cuando quiso desconocer al presidente Mario García Menocal. Y a quien también acompañaría, esta vez de cerrado luto – tras su muerte en Nueva York el 13 de junio de 1921–, en la ocasión de la gran procesión de duelo que significó su entierro en La Habana.  
¿Negra mezclada con chino? ¡Vaya por Dios! La Macorina, que primero fue María Constancia Caraza Valdés, pero que de adulta cambió a María Calvo Nodarse, aparece en las fotografías como una mujer blanca, de ojos redondos. En octubre de 1958, en una entrevista dada a Guillermo Villarronda, de la revista Bohemia, ya en sus 66, soltó en confidencia: “nací en 1892 en el seno de una familia bien, como se decía entonces...”, lo cual da para pensar que, en el caso suyo, el mestizaje era distinto. Aunque en Cuba se suele decir que, bajo el crisol del mestizaje y las infidelidades, nada es previsible. Pero, para no contradecir las fuentes, más vale abonar ese cruce de “negro con chino” a la Macorina de la Chavela, de la que ella es su creadora, su demiurgo.   
La Vargas, volviendo sobre ese mítico encuentro habanero, dice que la piel de la Macorina tenía “el color exacto a la hoja de tabaco”. Cabe, pues, recordar que, en la prejuiciosa Habana de ayer –y la de siempre–, Macorina alternaba con selectos grupos blanqueados, en los que se procuraba su compañía. Y para los que sus nueve autos, las cuatro mansiones, los caballos, sus vestidos, joyas, pieles y su atrevida y costosa elegancia eran elementos de identidad socialmente compartidos. En contraste, se podría decir que, de haber sido mulata, siendo tan atractiva, más desgarros de corazón hubiera causado. Y, por ende, más pasiones y escándalos.  
Cosas que con el tiempo, ay, se desvanecieron. Dicen que por la vida disipada, la pérdida de la juventud y la crisis económica de Wall Street, la del 29, cuyo impacto aciago, sabemos, tuvo malas consecuencias aquí y allá, en La Habana y hasta en Berlín. En las fotografías se le ve siempre hermosa. Y hay quien cuenta que “María (Calvo) se mantuvo como hembra galante hasta 1934”. Pero otros achacan su decadencia precisamente a su edad, 42 años para entonces. En verdad, muchos, para un oficio tan rivalizado. Como fuere, lo cierto es que su vida tomaría por esos años un giro inopinado. Inesperado.   
La pobreza y una pronta vejez, iniciadas al tiempo que se liquidaban sus últimas pertenencias, lastraron su alegría. El rápido adiós de los amigos, que ya no prodigaban favores, y el desdén de sus familiares, trajeron consigo el dolor y la soledad. Luego, vino el olvido. Se sabe que pasó sus últimos días en la calle Galiano, en un cuarto de alquiler. Su vida se apagó un 15 de junio de 1977, a sus 85 años, y se certificó como un problema cardíaco. Como muerte senil. Antes, había pedido a una amiga que, para el día de su muerte, se la arreglara con un vestido amarillo, joya de otros tiempos, conservado para la ocasión. Para la Macorina como para la Cabiria de Fellini, vidas comunes y dispares, nunca hubo un amor verdadero, solo la vida engañosa que les deparó su belleza y el placer.  
Aún en vida comenzó la leyenda. “Yo tenía 15 años… La primavera me empujó a escapar de casa con un hombre que prometió amarme por siempre. Mis padres intentaron que regresara, pero seguí en La Habana con mi primer y único amor…”. Un anciano que la conoció, la alababa como “la hembra más celebrada de toda la ciudad. Que la recuerda entrada en carnes, de ojos claros y de trato exquisito. De la que se decía que sus padres la habían abandonado y que ella se había entregado al negocio del amor”. Un recuerdo nostálgico, en el que pareciera fundirse una imagen vívida de la Macorina con la de aquella Habana Vieja, alegre y pecaminosa, que el castrismo castigaría con su propia "hoguera de vanidades", como viejos seguidores de Savonarola.   
Sobre su apodo --“Hace 25 años que reniego de él”— confió en la misma entrevista de la revista Bohemia que había sido obra de un malentendido: “En La Habana había una popular cupletista a quien llamaban la Fornarina. Una noche me paseaba por una de las calles más populares de la ciudad (la Acera del Louvre), cuando un borrachín, confundiéndome con ella y pensando que su nombre era Macorina, comenzó a llamarme a grandes voces. La gente celebró el suceso con risotadas y a partir de ese momento me endilgó ese nombre”. Admitamos, pues, que las cosas fueron así: de María Calvo a la Macorina, por guasa, y de ahí al abierto mundo de la leyenda.  
La cupletista del caso, pudo haber sido la española Consuelo Bello (1884-1915), llamada la “Reina del Cuplé”. Cantante de vida breve y mucho éxito. Con triunfos en escenarios de España y Europa. Y a quien un periodista dio el apodo de la Fornarina, por encontrarla parecida a la mujer del cuadro de Rafael (Sanzio) que lleva ese mismo nombre, en verdad un mote de la modelo Margherite Luti, amante del genio renacentista. Una confusión entre mujeres hermosas que hubiera sido del agrado del mismo Rafael, tan fogoso y complaciente con ellas. Pero, ¿estuvo la Consuelo en Cuba? Eso no se ha podido saber. Y tal vez no sea sino una cabriola más del imaginario popular.  
En 2011, un 30 de junio, Chavela escribió: “Yo conocí a Macorina en Cuba, ella existió. Su nombre era María Calvo Nodarse…”. Y en 2012, esta vez en una entrevista dada a la periodista y escritora mexicana María Cortina –Las verdades de Chavela– recordó su juramento: “Macorina, te voy a llevar conmigo alrededor del mundo. Vas a recorrer de mi mano muchos mares y tierras lejanas. Se lo dije así y ella sonrió. Quién sabe si en ese momento me había creído, seguro que no, pero vivió el tiempo suficiente como para darse cuenta de que cumplí mi promesa. Cuando ella murió, en 1977, ya mi Macorina había ido y venido alrededor del mundo”.  
Esa Macorina-canción salió probablemente de un encuentro mágico, bohemio y tequilero. El que tal vez ocurriera entre el poeta asturiano, pero de suficiente cubanía, Alfonso Camín (1890-1982), a fines de los años 50, durante un viaje de Chavela a Cuba, cuando ya había abrazado profesionalmente el canto. La primera versión del poema Macorina se conoció en 1931, y fue publicada en la revista madrileña Norte. Posteriormente, el poeta Camín agregaría el estribillo "Pon, ponme la mano aquí, Macorina". Chavela, por su lado, lo recrearía en su guitarra, versionaría la letra y con el desgarro de su canto le daría de suyo una fuerza e identidad incomparables, hasta hacer de la canción una de las más emblemáticas de su carrera. Memoria hoy de anteriores generaciones.   
Sin embargo, fue la Vargas la que inventó a Macorina. Sin duda. Convirtiendo la tonadilla en un himno homoerótico, un religioso ritual, en el que una mujer glorifica los encantos y delicias del cuerpo femenino. Y en el que esa alabanza alcanza su éxtasis al ser expresado en el “dulce y desgarrado, hondo y bravío” estilo del canto de Chavela Vargas, según dijera su amigo Pedro Almodóvar, su “alma gemela”, y el agente de su resurrección artística. Una canción, pues, de culto al amor lésbico. Un amor de tiempos remotos que, hoy más que nunca, pugna por su reconocimiento. “Ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí”.  

*Historiador, profesor universitario jubilado.