La imposición
de penalidades al gobierno venezolano solo dañará al pueblo y no ayudará a
alcanzar un acuerdo entre Nicolás Maduro y la oposición.
Por Michael
Shifter*
El presidente
de Estados Unidos, Donald Trump, emitió una orden ejecutiva el lunes 5 de
agosto que impone una nueva serie de sanciones económicas al
gobierno de Venezuela. Esta medida es un mensaje claro para la plana mayor del
ejército venezolano, el pilar principal de apoyo para el régimen. Estados
Unidos no quedará satisfecho hasta que el presidente Nicolás Maduro sea
destituido y Venezuela esté en camino de celebrar unas elecciones democráticas.
Pero las
amenazas y las sanciones cada vez mayores de Washington no han logrado
persuadir a los rangos más altos del ejército venezolano para que abandonen a
Maduro. De hecho, pese al colapso económico y la crisis humanitaria que arrasa
el país, se han mantenido leales al régimen chavista.
La orden
ejecutiva congela los bienes y activos del gobierno venezolano y de las
personas que apoyan al régimen de Maduro, además de las sanciones individuales,
financieras y petroleras ya en efecto. Al día siguiente, el asesor de seguridad
nacional de Estados Unidos, John Bolton, explicó en una conferencia sobre
Venezuela en Perú que las sanciones tienen el objetivo de negarle a “Maduro el
acceso al sistema financiero global” y aislarlo más a nivel internacional.
Bolton dejó muy claro que Estados Unidos está preparado para sancionar a
“terceros” (países como China y Rusia) que hicieran negocios con el régimen.
La nueva
política acerca a Estados Unidos a imponer un embargo total, aunque no tiene el
mismo alcance de los que ha impuesto a Cuba, Corea del Norte, Irán y Siria. Sin
embargo, a menos que logre derrocar a Maduro pronto, el embargo económico
empeorará la vida de los venezolanos. Es más, la historia sugiere que quizá no
funcione en lo absoluto. En cambio, podría tener consecuencias devastadoras
para el país e intensificar la crisis migratoria y de refugiados en la que más
de cuatro millones de venezolanos han huido de su país. Esa cantidad no tiene
precedentes en Latinoamérica.
Durante los
últimos ocho meses, el gobierno de Trump ha respaldado a Juan Guaidó, el
presidente de la Asamblea Nacional, a quien más de cincuenta gobiernos han
reconocido como el presidente encargado de Venezuela. En una conferencia de
prensa el 6 de agosto, Guaidó apoyó la
escalada de las sanciones estadounidenses a Venezuela y también señaló que la
orden ejecutiva no incluye los medicamentos, los alimentos, la ropa y la ayuda
humanitaria. Los venezolanos comunes pueden no ser el objetivo de las
sanciones, pero serán los más afectados por las dificultades económicas y el
sufrimiento que conllevan.
Las nuevas
sanciones también podrían socavar las posibilidades de negociar un acuerdo.
Estados Unidos insiste en que las negociaciones son un error, a pesar de que
muchos países de Europa y Latinoamérica apoyan esa opción. Sin lugar a dudas,
los intentos previos de dialogar han sido infructuosos, pues el gobierno de
Maduro no ha negociado de buena fe. Aun así, la orden ejecutiva llega en un
momento en el que las conversaciones en curso auspiciadas por Noruega entre
representantes de la oposición y del régimen han dado esperanzas de salir del
estancamiento y avanzar hacia una resolución pacífica. En la conferencia de
Lima sobre Venezuela, Bolton desestimó esas
negociaciones y dijo que “no son serias”, este es “el momento de
actuar”.
Las sanciones
radicales no son propicias para fomentar la confianza entre ambos bandos, lo
cual es fundamental para llegar a un acuerdo viable. Ya el miércoles por la
noche, Maduro dijo que no enviaría a una delegación de su gobierno a una sesión
de conversaciones con la oposición planeada para esta semana. La única ficha de
negociación que la oposición podría ofrecer al régimen es persuadir a Estados
Unidos para que aligere las sanciones en vigor.
La orden
ejecutiva de Trump da a entender que no estaría dispuesto a hacer eso si Maduro
sigue en el poder, algo que probablemente será inaceptable para los chavistas.
No obstante, las sanciones combinadas con algún tipo de amnistía —un enfoque al
estilo de “el palo y la zanahoria”— podrían terminar convenciendo a la milicia
de obligar a Maduro a dimitir y acceder a convocar elecciones libres en un
periodo razonable.
Sería mucho
mejor que el gobierno de Trump apoyara la iniciativa que ha emprendido Noruega.
Con el paso del tiempo, las conversaciones podrían incorporar al ejército
venezolano y a Estados Unidos. La Casa Blanca debería otorgar un estatus de
protección temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a los venezolanos que han
llegado a Estados Unidos huyendo de las condiciones intolerables de su país. Es
difícil reconciliar su negativa a hacer esto con el compromiso que proclama de
proteger al pueblo venezolano.
Bolton ha
intentado respaldar su teoría sobre la eficacia de estas sanciones severas al
presentar como historias de éxito los casos de Panamá, Nicaragua y Cuba. Con la
mirada puesta en el cambio de régimen en lo que ha llamado “la troika de
la tiranía”, Bolton dijo: “Funcionó en Panamá,
alguna vez funcionó en Nicaragua —y volverá a hacerlo— y funcionará en
Venezuela y Cuba”.
Eso
simplemente no es verdad. Estados Unidos recurrió a la fuerza militar tanto en
Panamá como en Nicaragua. En el primer caso, Estados Unidos lanzó una invasión
a gran escala que derrocó al gobierno de Manuel Antonio Noriega y lo mandó a
prisión; en el segundo caso, armaron y entrenaron a la Contra, un grupo local
rebelde que se levantó en armas contra Daniel Ortega. Para Bolton, Cuba parece
ser el premio gordo, pero las políticas estadounidenses
respecto de la isla han fracasado. El régimen
sigue intacto a pesar de un embargo que se impuso hace casi seis décadas.
Trump, Bolton
y otros altos funcionarios estadounidenses deberían renunciar a la idea de
hacerlo todo por su cuenta y unirse al consenso que ha surgido entre muchos
países latinoamericanos y europeos de buscar un acuerdo negociado para acabar
con la tragedia venezolana. Estados Unidos es uno de los pocos gobiernos que se
han manifestado abiertamente en contra de las negociaciones. Tal como se
demostró en la conferencia de Lima, poner a Estados Unidos a cargo de la crisis
venezolana podría minar la única solución política que tiene posibilidades de
éxito.
*Michael
Shifter es presidente del Diálogo Interamericano, un centro de investigación
con sede en Washington que se enfoca en asuntos del hemisferio occidental.
Tomado de The New York Times