Por Fernando Mires *
En las ciencias políticas y sociales impera una suerte de
dogma, es el dogma de la definición tipológica. El dogma dice así: para
enfrentar a cualquier gobierno enemigo, sobre todo cuando se trata de un
régimen autoritario o de una simple dictadura, es necesario definir primero su
carácter.
El problema que pocos han advertido es que, cuando es lograda
una definición, aparecen dos problemas. El primero es que ninguna definición da
cuenta de la totalidad del objeto definido. Por eso suele ser común que lo definido
deja fuera de sí a partes no definidas por lo cual hay que intentar otra
definición, y otra, y otra más, hasta que llega el punto en que los
discutidores terminan debatiendo acerca del sexo de los ángeles.
El segundo problema es que el llamado carácter de un objeto
político, en este caso un gobierno enemigo, no es estático sino histórico. Eso
quiere decir -siguiendo una dialéctica más heraclitiana, que hegeliana- que el
carácter de ese gobierno puede cambiar de acuerdo a circunstancias dadas a lo
largo de su recorrido histórico. Por ejemplo, para hablar de un caso muy
conocido por el autor de estas líneas: la dictadura chilena durante Pinochet
comenzó siendo fascista para transformarse en el tiempo en una de tipo
pretoriano y terminar siendo en sus últimas fases una dictadura “bonapartista”.
Y bien, hasta hoy académicos chilenos discuten acerca del “verdadero” carácter
de la dictadura.
Afortunadamente, cuando los dirigentes políticos de la
resistencia chilena bajo las condiciones más desfavorables que es posible
imaginar, decidieron recoger el guante del plebiscito, no se detuvieron en
tipologías. Si lo hubieran hecho habrían concluido tal vez en que “dictadura no
sale con votos” y se habrían abstenido y la dictadura habría permanecido en el
poder nadie sabe cuantos años más. No obstante, dichos dirigentes descubrieron
que con el plebiscito se abría una grieta, todo lo angosta que se quiera, pero
grieta al fin. Y decidieron abrirse camino a través de ella. Patricio Aylwin,
Ricardo Lagos y otros, hicieron lo que tenían que hacer, desentendiéndose de
los extremismos que sin cesar los ofendían. E hicieron bien.
La lección que de ahí se deriva es elemental: para combatir a
un régimen anti-democrático, la tarea política (política, no académica) es
descubrir el lugar y la dimensión de sus grietas. Pues, si no estamos hablando
de un sistema totalitario, todos los sistemas de dominación tienen grietas.
Podríamos afirmar en ese sentido que cuando un sistema totalitario -o dictadura
perfecta- comienza a agrietarse, deja de ser totalitario. La idea, como tantas
otras, la debemos a Hannah Arendt. La gran filósofa llegó a afirmar que la
dictadura soviética, a partir de Kruschev y Brechnev, dejó de ser totalitaria
para pasar a ser otro tipo de dictadura que ella, anti-tipóloga por excelencia,
no intentó definir. Lo que sí intuyó Arendt, es que la dominación de Kruschev y
Breschnev a diferencias de la de Lenin y Stalin, mostraba grietas y por eso ya
no era total ni absoluta.
La grieta principal la descubrieron los primeros disidentes:
ella residía en la contradicción que surgía de la diferencia entre lo que esos
regímenes pensaban de sí mismos y lo que objetivamente eran. Mal que mal todos
sus adláteres sostenían que la dictadura ejercida por ellos era democrática,
incluso más democrática que las “democracias capitalistas”. Advirtiendo tal
dislocación, la disidencia no levantó un discurso antagónico al de las
“nomenklaturas”, simplemente exigió que estas fuesen consecuentes con los
principios que ellas proclamaban.
Así se explica por qué la primera ola de disidentes de las
repúblicas socialistas fueron también socialistas, entre ellos Dubcek en
Checoeslovaquia, Mischnik, Kuron y Modzelevski en Polonia, Havemann, Biermann,
Bahro en la DDR y, en sus primeros momentos, Solyenitzin y Sajarov en la URSS.
Con persistencia, voluntad, paciencia, ellos actuaron sobre dos planos. Uno
jurídico: confrontar a los diversos regímenes con la declaración universal de
los derechos humanos. El otro, político: exigiendo elecciones libres, participando
en cada comicio electoral por muy viciado que estuviera. Cada farsa electoral
fue para ellos un medio de agitación, propaganda y denuncia.
Después del fin del comunismo en Europa y de las dictaduras
del Cono Sur en Sudamérica todos los gobiernos anti-democráticos portan consigo
una grieta: es la que aquí llamamos grieta electoral.
¿Por qué las anti-democracias del siglo XXI aceptan vivir con
esa grieta? La razón parece ser sencilla: ninguna de ellas, desde el Kremlin a
Miraflores, quiere posar ante la cámara fotográfica de la historia como una
dictadura. Todas, al igual que las dictaduras comunistas de ayer, creen y
quieren ser “nuevas democracias”.
Pongamos otro ejemplo que para el autor de estas líneas es
también muy conocido: el “chavo-madurismo”. Para unos se trata de un régimen
autoritario, para otros de una simple dictadura militar. Hay quienes han
hablado de “cesarismo”, “bonapartismo”, “cesarismo” y no sé cuanto más. Los más
perezosos creen que se trata de una resurrección del fascismo o del comunismo
ruso en suelo sudamericano. Algunos hacen incluso una diferencia entre chavismo
y madurismo: mientras el primero sería un populismo autoritario, el segundo
sería su degeneración pretoriana (o militarista). Y así sucesivamente. Los
tipólogos de todas las latitudes y tendencias no han escatimado conceptos en
una labor que, desde el punto de vista académico puede ser interesante pero,
desde el punto de vista político no parece ser demasiado fructuosa.
Ahora, lo que ninguna definición ha podido negar es que todos
esos regímenes han incorporado las elecciones a su sistema de dominación. La
más divulgada explicación dice que a través de las elecciones los gobiernos
no-democráticos intentan lograr mayor legitimación frente a sus ciudadanos,
frente a la comunidad internacional y frente a ellos mismos. Visto así, las
elecciones operarían como un mecanismo más de dominación pues la práctica ha
demostrado que los autoritarismos y dictaduras cuando se sienten amenazados no
vacilan en recurrir a las más escandalosas trampas, corrompiendo a tribunales
electorales, intimidando electores, o simplemente, falsificando resultados.
Pero si es así las elecciones terminan por convertirse en un arma de doble
filo. Por una parte, cuando son masivas pueden ser perdidas a pesar de los
fraudes. Por otra, al ser objeto de fraudes, y como tales denunciadas, las
elecciones pueden contribuir a la ilegitimidad de esos gobiernos. Por cierto,
para que ocurra lo uno u lo otro se requiere de la participación de las fuerzas
democráticas. Si estas no participan, por más fraudulentas que sean las
elecciones, las fuerzas democráticas pierden toda posibilidad para denunciar al
régimen. Así lo entienden hoy las oposiciones de Rusia y Turquía.
No obstante, todavía falta por responder a la pregunta crucial:
¿para qué necesitan las dictaduras o autocracias occidentales o
semi-occidentales de la legitimación electoral? En el pasado reciente no les
importaba nada: ni Hitler ni Stalin, ni Franco, ni Salazar, ni los coroneles
griegos, ni Castro, ni los dictadores del Cono Sur, fueron devotos electorales.
En cambio Putin, Erdogan, los ayatolahs, Ortega, Maduro, Morales, insisten en
convalidarse mediante mecanismos electorales aún a sabiendas que las elecciones
pueden convertirse para ellos en una grieta fatal ¿Será la nueva generación
anti-democrática más democrática que la antigua? ¿O simplemente es más hábil?
Quizás la respuesta hay que buscarla por otro lado, a saber, en la creciente
hegemonía del ideal democrático a nivel mundial.
La democracia es, o ha llegado a ser, la forma predominante
de gobierno en el occidente político y sus periferias. En ese punto hay que
conceder razón a una tesis central de Claude Lefort. Esa tesis dice que el
mundo vive, desde hace muchísimos años, probablemente desde la dictación
de la Carta Magna en la Inglaterra del 1215, una revolución democrática que no
ha terminado ni nadie sabe cuando terminará. Una revolución que retrocede,
muchas veces es derrotada, parece de pronto desaparecer, pero al fin termina
imponiéndose, continuando su avance a través de los siglos.
Para volver a nuestra terminología, las dictaduras de nuestro
tiempo han tenido que aceptar la existencia de una grieta surgida del principio
de la soberanía popular cuya única expresión puede ser el ejercicio del voto.
Naturalmente, las elecciones bajo un gobierno no-democrático jamás serán
libres. Pero siguen siendo una grieta, una que puede ser abierta y profundizada
si es que la decisión de luchar por elecciones libres es tomada con fuerza y
convicción.
Al fin y al cabo, el sentido primario de la política es y ha
sido ubicar y agrandar las grietas en las paredes de la casa del enemigo.
Renunciar a la lucha por elecciones libres es igual a
renunciar a la política.
*Tomado de Polis: Política y
cultura