Mauricio
Macri ha provocado una situación de penuria incomparable. Los argentinos le
respondieron en las PASO con una cachetada brutal que hace su reelección cada
vez más difícil.
Por Martín Caparrós*
MADRID — Ya
eran las diez y doce de la noche. Las urnas habían cerrado más de cuatro horas
antes, había rumores, crecía la expectativa y la autoridad electoral seguía sin
dar un solo número cuando el presidente Mauricio Macri apareció en televisión
y dijo—su
acento tan de clase alta—: “Hemos tenido una mala elección”. La escena
sintetizaba sus tres años de gobierno: otra vez habían fallado —las cifras
electorales debían haber aparecido mucho antes— y él trataba de arreglarlo con
palabras. Se lo veía desolado: por una vez, el miedo no había sido suficiente.
Un gobierno que consiguió fracasar en casi todo confiaba en que muchos millones
de argentinos lo votarían por el rechazo que les inspiraba el gobierno
anterior, la otra propuesta. No sucedió, y el resultado de estas elecciones
sorprendió a millones.
En ellas, dos
frustraciones se enfrentaban. Macri y los suyos han desmontado por fin esa
falacia trumpista que pretende que nadie mejor para manejar un Estado que
quienes hayan manejado alguna empresa. Su gobierno produjo una situación de
penuria económica y social incomparable: falta el trabajo, la inflación no
cede, los salarios no alcanzan. En junio la Universidad Católica Argentina
anunció que más de la mitad de
los niños argentinos son pobres y que
uno de cada diez pasa hambre.
El
kirchnerismo, por su parte, había sido derrotado en 2015 y parecía acabado:
tras doce años de gobierno en la mejor coyuntura económica continental, había
dejado a un 30 por ciento de
argentinos bajo la línea de pobreza —según mediciones privadas, porque habían
prohibido las mediciones oficiales— y tantas historias de corrupción que varios
de sus integrantes siguen presos, y su jefa, Cristina Fernández de
Kirchner, enfrenta trece
causas. En síntesis: el macrismo no supo hacer su
política de derecha; el kirchnerismo nunca intentó hacer una política de
izquierda.
Para tapar su
desastre económico, el gobierno intentó una campaña principista, cargada de
absolutos. Lo resumió uno de sus propagandistas más activos, el cineasta Juan
José Campanella, hace dos días en un tuit:
“Luego de meses de discutir economía, valores, república, seguridad,
narcotráfico, mafias, futuro y pasado, al final la elección es más sencilla y
primitiva: mañana elegimos entre la cordura y la insanía. Solo estos dos platos
ofrece el menú argento. Todo lo demás es secundario”. Es probable que esa
soberbia les pasara factura. Al kirchnerismo, mientras tanto, le alcanzaba con
recordar a todos lo que todos sabían —la penuria diaria, sostenida— e intentar
que olvidaran todo el resto.
“No nos une
el amor sino el espanto”, escribió famosamente Borges para retratar a los
argentinos. Y dicen que Fernández de Kirchner, más prosaica, lo definió con
precisión: “La gente va a votar al que odie menos”. Los
dos rivales confiaban en que el miedo y el repudio del contrario les diera los
votos que necesitaban: estaba claro que, en estas elecciones, la mayoría de los
argentinos no elegiría a quién quería sino a quién definitivamente no, y
votaría por el otro.
Aunque, en
realidad, no elegirían a nadie. Las elecciones de ayer son un caldito de
argentinidad: votos que se hacen humo, palabras en el viento. Es difícil
explicarlo a quienes lo miran desde lejos: para entenderlo se precisa creer que
es razonable que un país entero se movilice para votar en unas elecciones que
no eligen nada. Se llaman PASO —primarias, abiertas, simultáneas y
obligatorias— y es cierto que son abiertas —porque todos los argentinos pueden
participar en las internas de cualquier partido—, es cierto que son simultáneas
—porque se hacen todas al mismo tiempo—, es medio cierto que son obligatorias
—porque todos deben votar aunque saben que si no votan no les pasa nada— pero
es mentira que sean primarias: ningún partido presenta más de un candidato, así
que no hay ninguna interna que decidir en ellas.
Pero lo que
se preveía como una gran encuesta pagada por el Estado —3000 millones
de pesos, unos 65 millones de dólares— se convirtió, por
sus resultados, en un hecho político rotundo: la cólera de los argentinos hizo
que estas elecciones sí significaran. Sin ambigüedades, rechazaron a ese grupo
que creía que podría seguir gobernándolos pese al desastre social que había
creado: los candidatos opositores sacaron alrededor del 47 por ciento
de los votos, 15 puntos más que los oficialistas.
Nadie
esperaba tanto: todas las encuestas pronosticaban diferencias de menos de
cinco puntos. Es sorprendente ver que, los
gobernantes, personas mayores, jefes de cositas, siguen guiándose con unas
herramientas que han demostrado, una y otra vez, que no funcionan. El viernes
pasado, por ejemplo, las acciones de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires
subieron un ocho por
ciento de promedio. Nada en la economía nacional o
global justificaba semejante salto; esa tarde se supo que se debía a un ataque
de optimismo de “los mercados” por una encuesta de último momento, comisionada
por un banco extranjero, que imaginaba un empate electoral. Así de serios, así
de responsables son los patrones de la pequeña economía argentina; así está,
desde hace décadas, esa economía; así les fue a varios de sus gerentes
convertidos en dirigentes del gobierno.
Los números
fueron terminantes pero ayer, formalmente, no se eligió nada: faltan las dos
ruedas electorales verdaderas, el 27 de octubre y el 24 de noviembre. El dice que no
hay segunda vuelta si el ganador tiene más de 45 por ciento de los votos o más
de 40 por ciento y diez puntos de diferencia con el segundo: por ahora, ambas
condiciones se cumplen, y la diferencia es tan amplia que es casi imposible que
el gobierno pueda revertirla. En su campaña, Macri machacó con que no había que
volver al pasado; la mitad de los argentinos le contestó que no soporta este
presente. Y que, para escaparle, están dispuestos incluso a votar una opción
que rechazaron hace cuatro años. El general Perón solía decirlo: “No es que
nosotros hayamos sido buenos, sino que los que vinieron después fueron tan
malos que nos dejaron como buenos a nosotros”. Es un logro.
La Argentina
es generosa en giros de guion, saltos inesperados. Hace tres meses el abogado
Alberto Fernández no era siquiera candidato;
hoy sería muy difícil que, en cuatro, no sea presidente. Entonces empezará otra
odisea: las peleas que promete un gobierno encabezado por un señor designado
por una señora que será formalmente su vice pero concentra los votos y la
fuerza. Un señor, además, que se pasó los últimos diez años denigrando a su
jefa ahora subjefa y entonces exjefa. Un señor, es verdad, que parece haber
tranquilizado a millones, convenciéndolos de que sabrá contener los excesos de
su exjefa subjefa y que, gracias a eso, consiguió votos que podrá esgrimir en
su pelea. Un señor cuyo proyecto aparece confuso: que dijo, por ejemplo, anoche,
en sus primeras palabras ganadoras, que priorizaría la escuela pública
—olvidando quizá que, durante el gobierno de su jefa, esas escuelas
dejaron ir medio millón de chicos—.
Ayer, parece,
empezaron cuatro años de nuevas historias argentinas. Pero para su inicio
efectivo falta tanto: 120 días de un gobierno casi hundido, que ha recibido una
cachetada brutal de millones y millones y no controla ni garantiza ni promete
nada y, para colmo, debe empezar una campaña que está seguro de perder. La
Argentina es un país inestable; con semejante conducción puede ser una cáscara
de nuez en la tormenta. Esos mismos “mercados” que el viernes demostraron su
ligereza extrema hoy o mañana pueden asustarse y hacer quién sabe qué. Al fin y
al cabo son ellos, en sus bancos o en sus ministerios, los que hicieron, para
su mayor gloria, esta Argentina.
Posdata: A
la una de la tarde de este lunes, hora de Buenos Aires, el dólar ya subió un 32
por ciento y se cotiza a más de 60 pesos. Las acciones argentinas en Nueva York
bajaron hasta un 56 por ciento y el índice Merval perdía un 30 por ciento. Hay
desconcierto, pánico.
Algunos lo
interpretan como el miedo de “los mercados” ante el próximo gobierno peronista
y sus eventuales cambios económicos. Desde el peronismo, algunos piensan lo
contrario: “El establishment quiere que Macri se baje”, dice
un cartel en el canal de televisión kirchnerista, C5N. Parece el principio de
una campaña, que puede agudizarse en estos días, para conseguir que Mauricio
Macri tenga que entregar su sillón antes del 10 de diciembre. Macri se jactaba
de que sería el primer presidente no peronista en completar su mandato desde
1928. En un país donde los símbolos son —casi— todo, el peronismo está muy
interesado en sacarle esa medalla y, así, desarmar su imagen para siempre.
Saben que un enemigo malherido sigue siendo un enemigo —y que hay que
rematarlo—.
El gobierno,
mientras tanto, no dice una palabra.
*Martín
Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo
por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid. Es profesor en la
Universidad de Cornell y colaborador regular de The New York Times en Español.
Texto tomado
de The New York Times en español