SAN JUAN — Me
enteré de que Ricardo Rosselló, el gobernador de Puerto Rico, iba a renunciar
alrededor del mediodía del miércoles 24 de julio. Decidí adelantarme y me
dirigí a La Fortaleza cerca de las diez de la mañana. A medida que el día
avanzaba y llegó la noche, la anticipación se convirtió en frustración. El
gobernador no había salido a dar la cara, lo que enfureció a la gente aún más.
Pero la multitud se negó a ceder.
Cuando las
calles se llenaron de manifestantes, quedó claro que Rosselló se estaba
quedando sin opciones. Justo antes de la medianoche, finalmente se dirigió a la
isla a través de un video
publicado en Facebook Live. Una ola de gritos alegres y
escandalosos estalló con la noticia de que dimitiría el 2 de agosto.
Durante días
seguí la cobertura de las manifestaciones desde Nueva York con una sensación de
angustia por estar tan lejos de casa. Este era un momento extraordinario y
anhelaba estar ahí. Así que tomé mi teléfono y reservé un vuelo a la isla esa
misma tarde, con la esperanza de que Rosselló no renunciara antes de que yo
llegara.
Las
manifestaciones surgieron a partir de una serie de mensajes privados de un
grupo de chat en Telegram que fueron publicados por
el Centro de Periodismo Investigativo de Puerto Rico. En ellos, Rosselló y su
círculo cercano, todos hombres, se burlaban de las muertes
causadas por el huracán María y
usaban un lenguaje vulgar, homofóbico y misógino para denigrar a sus rivales
políticos.
La noticia de
los mensajes filtrados llegó unos días después de que seis personas, entre
ellas la exsecretaria de Educación de Puerto Rico, fueron arrestadas por
acusaciones de fraude federal. Estos
eventos demostraron lo que ya sospechábamos desde hace mucho y desataron una
ola colectiva de ira. Todos sabíamos que la corrupción estaba muy arraigada en
el país, solo no teníamos las pruebas.
Me fui de
Puerto Rico a Nueva York un mes antes de que el huracán María arrasara con la
isla en 2017 y dejara alrededor de 4600 muertes a
su paso. Nunca quise irme, pero la vida en este lugar se había vuelto
insostenible para muchos jóvenes como yo.
Décadas de
corrupción y mala administración habían dejado al país hundido en la deuda.
El costo de vida
se disparó y la clase media se
asfixió. Los presupuestos de la educación se recortaron. Los especialistas
médicos se fueron uno a uno a lugares más prósperos. Yo me gradué con un título
de física en 2017, pero las ofertas de trabajo eran escasas. El futuro se veía
sombrío. Así que, al igual que muchos de mis compañeros, empaqué mis cosas y me
mudé a Estados Unidos en busca de oportunidades que no estaban disponibles en
casa.
Recuerdo que
me asombró el estallido de
las manifestaciones masivas en Sudán —detonadas por
un aumento en el costo de la vida y otras aflicciones económicas—, que
impulsaron la dimisión del entonces presidente Omar al Bashir en 2019. Jamás
habría imaginado que algo así sucedería aquí. Había crecido con la
mentalidad de que los puertorriqueños simplemente aceptaban lo que les tocaba
vivir. Claro que había protestas de estudiantes universitarios o sindicatos de
vez en cuando, pero con el tiempo se disipaban.
Aterricé en
el aeropuerto de San Juan a las 19:00 del sábado 2o de julio. En el trayecto de
veinte minutos del aeropuerto al departamento de mi hermana en el Viejo San
Juan, la conductora que me transportaba me dijo que planeaba ausentarse de su
trabajo y participar en la huelga nacional que estaba programada para el lunes
22.
A principios
de la semana de mi llegada la policía había lanzado
gas lacrimógeno para dispersar a los
manifestantes. Mi hermana había estado entre las miles de personas que quedaron
atrapadas en medio, de manera súbita incapaz de ver o respirar. Por primera vez
en cinco años se sintió insegura en la ciudad. “Parece que la policía no está
de nuestro lado”, dijo. Así que antes de salir a la noche veraniega y húmeda
llenamos una mochila con vinagre, agua embotellada, una camiseta vieja y una
solución de aceite vegetal, agua y jabón líquido por si necesitábamos
protección.
La vida en el
Viejo San Juan estaba en pausa. Los restaurantes estaban cerrados y los muros
de la colorida ciudad colonial estaban llenos de grafitis con mensajes de
protesta. Alrededor de doscientas personas que estaban reunidas alrededor de un
círculo de tambores en frente de la mansión del gobernador cantaban:
“¿Dónde está Ricky? Ricky no está aquí. ¡Ricky está vendiendo lo que queda del
país!” o “¡El pueblo está sosteniendo lo que queda del país!”.
Al día
siguiente, me uní a la sesión de yoga organizada como parte de la protesta
frente a la mansión del gobernador. La luz del sol de la mañana brillaba sobre
las calles empedradas y el olor a incienso llenaba el aire. El instructor nos
instó a respirar y dijo: “Que la paz esté en este lugar”.
Por la tarde
me puse al corriente con viejos amigos. Nos preguntábamos si Rosselló
renunciaría. Hablamos sobre lo que habíamos presenciado los últimos días.
Hablamos de cómo nos sentíamos.
Para las
siete de la mañana del lunes, la gente ya estaba abriéndose camino a la Marcha del
Pueblo en el estadio Hiram Bithorn. Los
estacionamientos estaban llenos, los autos desbordaban los costados de las
carreteras a lo largo de la ciudad. Las banderas puertorriqueñas ondeaban en el
aire. La música sonaba a todo volumen desde los autos con sistemas de sonido.
Los comerciantes vendían agua y cerveza fría para aliviar el calor del sol
ardiente de la media mañana.
Miré a mi
alrededor y reconocí los rostros de mi pasado, la gente con la que practiqué
yoga en San Juan, compañeros de la universidad de Mayagüez, primos de Ponce,
donde nací y crecí. En medio del caos, mientras sudábamos, nos dimos abrazos y
besos y prometimos que nos cuidaríamos. 
Cuando cierro
los ojos, aún puedo ver las multitudes que llenaban ambos costados de Expreso
Las Américas, una de las avenidas principales de San Juan. Para cuando los
manifestantes llegaron a La Fortaleza, la mayoría estaban empapados. La lluvia
seguía cayendo y el aire olía a sudor. Pero eso no evitó que saturáramos la
intersección de las calles de La Fortaleza y Cristo.
El pueblo
coreaba canciones de protesta y golpeaba cacerolas hasta que estas perdieron su
forma. Cuando el reloj se acercó a las once de la noche, la policía
antidisturbios entró marchando. La tensión aumentó conforme advertían a los
ciudadanos que despejaran el área. Una mujer, conocida como la Chica de la
Cacerola, cacerola
frente a algunos policías mientras les gritaba.
La
importancia de este movimiento no pasa desapercibida para quienes viven en las
líneas de combate ni para los miles de puertorriqueños que están afuera de la
isla. Los ciudadanos salían por las mañanas a borrar los grafitis. Tanto los
manifestantes como los trabajadores municipales limpiaban las calles. Las
manifestaciones resonaron en la diáspora desde Los Ángeles hasta Nueva York.
En 2016,
Rosselló fue elegido por una nación que se había vuelto apática a las promesas
de los políticos. Pero en ese momento se plantaron semillas de esperanza; Alexandra
Lúgaro, la primera candidata independiente a
gobernadora, quedó en tercer lugar y obtuvo el 11 por ciento de los votos.
Cuando me fui
de Puerto Rico, regresar me parecía una posibilidad incierta. Ahora por primera
vez me siento esperanzada por el futuro. Quiero una clase política que busque los
intereses del pueblo, no el beneficio propio. Quiero un Puerto Rico donde mis
hermanas menores no tengan que salir de la isla para tener oportunidades.
El caos
político en Puerto Rico no se resolverá con la salida de Rosselló, pero es un
comienzo.  Como dijimos en
las calles: “Somos más y no tenemos miedo”.
Laura
Olivieri Robles es una periodista independiente puertorriqueña.
*Tomado de
The New York Times en español 
