Por ENRIQUE KRAUZE */ Tomado de The
New York Times en Español.
CIUDAD DE MÉXICO — Donald Trump es el presidente
estadounidense más agresivo que ha confrontado a México desde James K. Polk,
quien desató la guerra de 1847 contra mi país. Salvo amenazar con una
intervención militar, ha empuñado el gran
garrote (big stick) de una posible guerra arancelaria y
nos la ha declarado ya en términos étnicos y sociales, al insultar
genéricamente a los mexicanos, ordenar redadas brutales y plantar miedo y
zozobra en millones de inmigrantes, incluso entre quienes están en ese país
legalmente.
Frente a ese atropello, México ha aceptado modificar
radicalmente una de sus tradiciones más honrosas, la de haber sido puerto
de abrigo para los perseguidos de la tierra. Esa política de
apaciguamiento, tan costosa en términos humanos, puede justificarse para evitar
el estallido de una guerra comercial, pero no es sostenible a largo plazo. La
salida está en recobrar otra de nuestras buenas tradiciones: la diplomacia
firme, inteligente y digna.
Desde la consumación de su independencia en 1821, México
produjo generaciones de ministros y embajadores cuya tarea principal, en la
doctrina y la práctica, fue lidiar eficazmente con su imperioso vecino del
norte. No siempre lo lograron, pero dada la creciente brecha que se abrió en el
progreso de ambos países, el balance diplomático no ha sido del todo malo. Una
continua aquiescencia del presidente Andrés Manuel López Obrador (conocido como
AMLO) con las demandas de Trump puede revertir ese modesto saldo.
La siguiente certificación como policías del traspatio de
Estados Unidos no será definitiva. Peor aún, certificar a México podría
volverse una costumbre. Tolerar esos términos no es admisible. Aún es tiempo de
corregir, para lo cual la historia guarda enseñanzas. López Obrador, que tiene
una pasión
declarada por la historia, podría aprovechar algunas de ellas, así
sean remotas. Pienso en la década siguiente a la guerra entre ambos países.
En 1851, mientras Estados Unidos vivía la euforia de la
expansión, México sufría el trauma de la humillación. En esa circunstancia, los
gobiernos de Millard Fillmore (1850-1853), Franklin Pierce (1853-1857) y James
Buchanan (1857-1861) pretendieron imponer al débil vecino nuevas y sustanciales
cesiones territoriales en la zona fronteriza, paso libre de sus ejércitos a
través de ellas y el refrendo de una concesión para construir una vía
interoceánica en el istmo de Tehuantepec que presagiaba una partición adicional
del territorio y una pérdida de soberanía semejante a la del futuro Canal de
Panamá.
Para evitar esto último, los representantes del gobierno de
Mariano Arista (1851-1853) se prepararon para una nueva confrontación militar y
aseguraron el apoyo del congreso mexicano, cuya determinación coincidía con la
opinión pública. Pero al mismo tiempo interpretaron bien la psicología del
presidente Fillmore (no quería la guerra), negociaron sagazmente con la
representación estadounidense, pulsaron los tiempos electorales y, finalmente,
lograron dar por concluida la cuestión con una compensación para la empresa. Se
había actuado —escribió el ministro mexicano José Fernando Ramírez—
con “un recto buen juicio, un verdadero e ilustrado patriotismo y la fortaleza
necesaria para resistir a algunas exageradas pretensiones”.
La modesta victoria fue breve. En 1853 reapareció uno de
nuestros problemas endémicos: el caudillismo. Con la anulación de la división
de poderes y las libertades, el general Antonio López de Santa Anna (personaje
clave en la pérdida de Texas en 1836 y la derrota militar con Estados Unidos de
1847) concedió de manera ignominiosa nuevos derechos al vecino para la
construcción de la vía férrea en Tehuantepec y le vendió La Mesilla, un
territorio de 76 800 kilómetros cuadrados al sur de Arizona.
Entre 1858 y 1861 reapareció otro problema que debilitaba a
México más que cualquier amenaza exterior: la discordia entre conservadores y
liberales, que derivó en una guerra civil sangrienta. Ambas facciones requerían
del reconocimiento de Washington para tener acceso a armas y financiamiento. El
presidente estadounidense Buchanan buscó entonces completar subrepticiamente el
ciclo de expansión territorial a través del “paso libre” de tropas (sin la
intervención del gobierno de México) desde la frontera hasta el Pacífico y a
través del istmo de Tehuantepec. En un episodio oscuro de la —por lo demás—
luminosa historia liberal, Melchor Ocampo, ministro del gobierno de Benito
Juárez, vendió
el alma al diablo y, sin la aprobación del congreso mexicano,
se precipitó a firmar un tratado que no se ratificó en el Congreso de Estados
Unidos por un milagro: el norte se oponía a la expansión de los estados
esclavistas y estos pensaban que las concesiones arrancadas a México eran muy
pocas. La guerra civil estadounidense cerró el ciclo, pero el episodio pudo
haber concluido con el definitivo desmembramiento de este país.
En la historia subsiguiente, los motivos de discordia fueron
otros y muy variados, propios de cada época, pero las enseñanzas básicas
estaban inscritas ya en aquella década dramática. Por el lado de Estados
Unidos, la perenne amenaza. Por el mexicano, el peligro de la precipitación y
el apaciguamiento indigno e inútil. O, en el mejor de los casos, la ardua,
valiente y paciente persuasión, un cabildeo eficaz en el congreso
estadounidense, una lectura correcta de la opinión y la prensa en Washington.
Una amplísima bibliografía demuestra que en la mayoría de los casos la
diplomacia mexicana privilegió y logró una negociación razonable y digna de sus
diferendos con Estados Unidos. No hay razón para que ahora sea distinto. Basta
apegarse al libreto.
Trump no es, todavía, todopoderoso. Igual que en el siglo XIX
y el XX, hay intereses económicos de toda índole en estados clave para el
partido del presidente estadounidense —el Republicano— con los que el gobierno
mexicano debe entablar una relación significativa. Cuando llegue la siguiente
amenaza arancelaria, que de hecho ya comenzó con el reciente
arancel sobre el acero, México debe responder del mismo modo y
acudir si es necesario al arbitraje internacional.
Trump tampoco es eterno. Puede perder las elecciones de
noviembre de 2020. El gobierno mexicano debe ganar tiempo y no enajenar aún más
al Partido Demócrata, al que el predecesor de López Obrador, el expresidente
Enrique Peña Nieto, agravió en agosto de 2016 con una
invitación gratuita a Trump que lo hizo ver “presidenciable”.
El actual canciller de México, Marcelo Ebrard, un político experimentado,
debería tender puentes con los precandidatos demócratas a la presidencia.
Más allá de Trump hay una opinión pública que conquistar.
México ha sido un buen vecino de Estados Unidos. A pesar de los agravios, ha
apoyado sus mejores causas para la libertad. Entusiasta de la guerra contra
México en 1847, el poeta Walt Whitman —cuyo bicentenario conmemoramos este año—
cambió de opinión en plena guerra civil y en 1864 escribió el epígrafe que
expresa los doscientos años de nuestra relación binacional: “México, el único
país al que verdaderamente hemos dañado, es el único que reza por nosotros y
nuestro triunfo, con plegarias verdaderas. ¿No es esto realmente extraño?”.
Era y sigue siendo “realmente extraño” y sería bueno que el
gobierno de México alentara el conocimiento de nuestra historia común en los
medios de Estados Unidos.
Finalmente, la vuelta a la buena tradición diplomática
mexicana requiere que López Obrador eluda el caudillismo y la discordia
política que tantos estragos provocaron en nuestra historia y que fueron fuente
de decisiones apresuradas y costosas. Unido, México tiene fortalezas para
enfrentar, con firmeza, inteligencia y dignidad, las veleidades de Donald
Trump. El mundo libre nos lo agradecería. Pero ninguna guerra puede ganarse
desde una casa dividida.
* Enrique Krauze es historiador, editor de la revista Letras
Libres y autor de, entre otros libros, "El pueblo soy yo". Es también
colaborador regular de The New York Times en Español.