Abdelaziz Bouteflika, actual presidente de Argelia, tiene ya
82 años más que suficientes para sentarse a contemplar el pasado de la propia
vida, pero aun enfermo se aferra al poder y cree que será eterno.
Sergio
Ramírez / La Nación
– Costa Rica
La Revolución argelina fue uno de los grandes íconos de la
lucha anticolonial en el siglo pasado y alentó la rebeldía juvenil que hizo
proliferar los frentes de liberación nacional, como en Nicaragua, donde se
fundó por esos mismos años el Frente Sandinista de Liberación Nacional.
Imperialismo, colonialismo, tiranos cipayos venían a ser parte del mismo
lenguaje aprendido en las páginas de Los condenados de la tierra de
Frantz Fanon, el profeta de aquellos tiempos incandescentes.
Abdelaziz Bouteflika, actual presidente de Argelia, viene
desde ese pasado que ahora parece tan remoto en el siglo XXI, sobre todo, para
los jóvenes. Se alistó a los 17 años de edad en aquella guerra que buscaba
liberar a su patria de la égida colonial francesa y, tras la independencia
conquistada en 1962, entró y salió de la cúpula del poder a lo largo de las
décadas. Por fin llegó a la cúspide absoluta en 1999, al ganar las elecciones,
para acumular ahora cuatro periodos.
Un total de 20 años en el poder, siempre triunfador por
abrumadora mayoría de votos, tan abultada que desde lejos huele a fraude y
engaño, en un país que a gran distancia de los tiempos heroicos de la
independencia sufre la carcoma de la corrupción.
Ha envejecido, pero parece que no lo sabe, o no quiere darse
cuenta. Ya tiene 82 años, más que suficientes para sentarse a contemplar el
pasado de la propia vida. Pero desde su lecho de enfermo en un hospital de
Ginebra, a las puertas del fin de su cuarto periodo, anunció que se presentaría
por quinta vez como candidato.
Eternizarse. Es la ambición del poder sin fin, hasta la muerte, o,
si se pudiera, más allá de la muerte. El asunto es que los jóvenes que llenan
las calles en tumultuosas manifestaciones en su contra, como no se veía desde
la Primavera Árabe del 2010, no quieren saber nada de él. Quieren que se vaya.
Entonces, mandó a decir que ya no se presenta y que llamará a elecciones, pero
sin poner un plazo. Es decir, siempre se queda.
Si la gente no quiere saber nada de él, tampoco su propio
cuerpo. Bouteflika sufre una ancianidad penosa, y la lista de sus males se
vuelve profusa. Tras un derrame cerebral severo, ha quedado sin la posibilidad
de darse a entender con la voz, y lo que quiere decir debe ser explicado por
los médicos que lo custodian; cuando traga la comida, el bocado suele desviarse
a las vías respiratorias, lo cual le causa infecciones severas en los pulmones;
sus funciones neurológicas están deterioradas y debe ser movilizado en una
silla de ruedas.
Su condición clínica es de “riesgo vital permanente” y está
lejos de hallarse habilitado para gobernar. Pero insiste. Se cree
insustituible. Sufre el síndrome del poder para siempre, tan conocido entre
nosotros, obcecado en su ambición aunque sea al borde de la tumba o convertido
en su propio fantasma mudo.
Pero por mucho que no pueda articular palabra y se escape de
ahogar cada vez que da un bocado, aunque tenga que ser asistido para realizar
sus funciones fisiológicas, que su dormitorio haya sido convertido en un cuarto
de hospital, que tenga una guardia médica las 24 horas del día, que deba acudir
a una mascarilla de oxígeno, no cede, no se rinde. Prisionero de la enfermedad,
no la toma en cuenta, y si lo hace, sopesa entre la enfermedad, que se queda en
ilusión, y el poder, que se torna en realidad. El peor de los delirios.
Amor malsano. En su balance, cada vez que abre los ojos rodeado de
aparatos, tubos y batas blancas, se impone su amor malsano al poder, aunque de
verdad ya no lo ejerza y otros se lo repartan para mandar en su nombre. No se
reconoce como paciente geriátrico. El dolor, la incapacidad física, son
prescindibles; lo que importa es no salirse de ese cono de luz que nunca va a
apagarse aunque en el escenario lo que los reflectores alumbren sea su lecho.
Una puesta en escena en la que atrás suena una fanfarria militar.
Seguramente alguien le sopla al oído: “Usted es
imprescindible, Excelencia, volverá a recuperarse, saldrá de nuevo al balcón
para escuchar ese rumor inmenso de las multitudes, ese bramido que es como el
del mar”. Ese es su verdadero alimento, el único que no se va a las vías
respiratorias. Y todo debe ocurrir como en sueños, donde no se cuelan los
gritos de verdad, los que exigen su marcha.
Pero Bouteflika y sus pares, porque los ejemplos sobran,
tampoco conciben la muerte como algo que pueda afectarlos a ellos, en lo
personal. La muerte es algo que ocurre a los demás. Un mal ajeno. Algo que les
pasa solo a los enemigos.
Es lo que consigna Oriana Fallaci en su célebre entrevista
del año 1972 al emperador Haile Selassie, quien entonces ya tenía 80 años. Ella
hizo una pregunta final que lo desconcertó: “¿Cómo mira a la muerte?”. Él se
mostró extrañado: “¿A qué? ¿A qué?”, preguntó a su vez. “A la muerte,
Majestad”, insistió ella. Y eso desbordó la paciencia del soberano, que ahora
sí parecía haber comprendido: “¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer?
¿De dónde viene? ¿Qué quiere de mí? ¡Fuera, basta!”.
Allí, entre las paredes inexpugnables de su palacio de Adís
Abeba, la periodista era para él la embajadora de la muerte, o la muerte misma
que le recordaba lo indeseado, o lo que no existía del todo, o no debería
insistir. Moriría tres años después, pero, por supuesto, no lo sabía, ni
querría saberlo.
El poder para siempre, regalo de los dioses, o de la
represión sangrienta y los votos falsificados, es consustancial con la idea de
inmortalidad. Y se convierte en una piel que jamás se arruga, recubre el cuerpo
del que lo detenta, renovándose una y otra vez, como las mudas de las
serpientes.
El autor es escritor, fue vicepresidente de Nicaragua.