BARCELONA –
La historia se acelera; pocos recuerdan ahora aquella frase que se hizo famosa
en los sesenta: “Spain is
different”, decía ese eslogan que vendía
turismo pero sirvió para todos los chistes, con el acento de aquellos españoles
que chapurreaban poco inglés. “Espein is diferen”, te soltaban, entre
orgullosos y mordaces. Pero fue cierto: hasta hace cuatro días, Espein era diferen del
resto de Europaporque no tenía un partido de extrema
derecha realmente existente. La bestia, que se había despertado en muchos
sitios, aquí seguía durmiendo.
Parecía que
no podía pastar en estos campos: aquí el nacionalismo belicoso había tenido
cuarenta años para desprestigiarse hasta el fondo del fondo y, cuarenta años
después, nadie quería resucitarlo. La derecha española era españolista sin
beligerancia: con mesura, con miedo, con la conciencia de que debía mantener
cierta compostura porque gobernaba un país hecho de tantas culturas y banderas
que no tenía lugar para imponer la suya a gritos.
Hasta que,
este domingo, en las elecciones autonómicas andaluzas, un partido pequeño,
nuevo, extremo consiguió el 11 por ciento de los votos—395.000
sobre 3.691.000, doce diputados sobre 109—. Se llama Vox; lo inventó hace cinco
años Santiago Abascal, sociólogo vasco formado por jesuitas, exmilitante del
Partido Popular, deportista de riesgo, hombre de a caballo y Smith &
Wesson en el cinto. La bestia ya no duerme.
Ahora se
empezará a discutir quién la despertó, cómo, por qué. Se puede pensar en esa
paradoja: esta nueva internacional nacionalista. Se puede pensar, también, en
otro nacionalismo: el catalán. Queda dicho: hace cuatro o cinco años, un
partido de centroderecha, representante de la gran burguesía barcelonesa, que
había gobernado décadas sin mentar ninguna independencia, pasaba por un mal
momento: recortaba salud, educación y otros derechos, y sus ciudadanos se lo
reprochaban en la calle; por otro lado, muchos de sus mandos enfrentaban
juicios por corrupción. Así que recurrieron al Viejo Truco de la Patria:
salieron a revolear banderas. Con su primer eslogan, “Espanya ens roba” —España
nos roba—, constituyeron el Sujeto España como el enemigo a derrotar y se
lanzaron.
Ahora, cuando
la independencia catalana parece más lejana, ciudadanos que habían protestado
los recortes vuelven a protestarlos en la calle, y el gobierno de aquel partido
de centroderecha les dice que no se fijen en minucias tales como no conseguir
turnos en los hospitales. Pero el Sujeto España ya quedó cristalizado,
legitimado por el peligro catalán: como se vio a lo largo de este último año,
cierto patrioterismo español empezó a revolear su propia bandera so pretexto de
“defender la unidad amenazada”. La bestia nacionalista se desperezaba y gritaba
“A por ellos”.
El nacionalismo,
cuando es coherente, es de derecha: la noción de nación implica el privilegio
de los que pertenecen a ella y la exclusión de los que no. Y esa es la base de
cualquier idea posible de derecha: que hay unos que sí y otros que no.
Aunque están,
por supuesto, esos nacionalismos que se pretenden “de izquierda” porque pelean
contra supuestos poderes “foráneos”. En la práctica, más allá de discursos,
terminan acordando en que lo malo no es que te exploten sino que te exploten
extranjeros, y aceptan con cierta amabilidad patriótica a los explotadores y
patrones locales: prefieren a la clase la bandera.
Porque hay
pocas cosas más fáciles de vender que una bandera y todo el sentimentalismo que
con ella se despliega; lo difícil es encontrar relatos parejamente directos,
eficaces, que puedan desarmarla.
Así que la
bestia está despierta: la extrema derecha ha irrumpido en España. La votaron
muchos que no dijeron que lo harían —y por eso las encuestas, una vez más, no
supieron preverlo—. Un voto vergonzante es, de algún modo, un voto más
auténtico: votar eso que no te atreves a decir supone una decisión más íntima,
más intensa. Y lo votaron, aunque parezca de perogrullo, los que votaron: solo
un poco más de la mitad de los andaluces consideraron que valía la pena ir a
las urnas. En un país que está, como todos ahora, molesto con sus políticos,
el discurso de la
antipolítica es un imán potente —y Vox es el
último en llegar, el candidato al famoso voto “antisistema”—.
Su programa,
además, incluye ciertas medidas que pueden ser justas y populares, de esas que
ahora se llaman populistas: que se pueda estudiar en español en toda España,
por ejemplo, o que la sanidad pública no varíe en cada autonomía así todos los
españoles tienen derecho a la misma atención. Que los grandes partidos no las
hayan propuesto solo prueba su inepcia.
Pero su gran
valor, su diferencia —y seguramente su sex appealprincipal— está en
su reivindicación nacionalista: la palabra España les chorrea de los labios, su
defensa ante la amenaza separatista es su bandera, la extirpación del chancro
inmigrante su misión más proclamada. Proponen construir un muro à la
Trump en Ceuta y Melilla y sacaron más votos en las zonas donde viven
más inmigrantes: aprovechan este miedo actual de los más pobres locales ante
los más pobres visitantes.
Y no dejan de
lado sus tradiciones bélicas: gritan contra las leyes que pretenden revisar los
crímenes de la dictadura franquista y defienden al ejército y otras fuerzas
armadas. Son machos que patrocinan la caza y las corridas; se lanzan en cruzada
—cruzada es la palabra— contra las leyes que intentan contener la violencia de
género. Y están, faltaba más, contra el aborto y el matrimonio igualitario;
creen, con Bergoglio, que la homosexualidad
es una moda y que hay que defender “la
familia natural”.
Detrás,
Andalucía. En las próximas semanas los medios se divertirán y los ciudadanos se
aburrirán con las discusiones entre cinco fuerzas muy repartidas que deberían
formarle algún gobierno: que si los dos partidos de la derecha más contenida
—Ciudadanos y Populares— aceptarán unirse con la derecha descarada para hacer
mayoría, que si se armará una unión sagrada a la francesa —entre Ciudadanos,
Populares y Socialistas— contra ese grupo extremo, que si alguna solución
inesperada volteará el tablero. La respuesta no estará antes de enero, y no
será importante.
Lo que
importa es que también aquí se despertó la bestia. Espein ya
no es diferen del resto de Europa, pero a partir de este
domingo es diferente de sí misma. Vivíamos con ese alivio y ese orgullo de no
tener lo que ahora sí tenemos: nos toca aceptar que no somos los que creíamos
—y es duro—. Nunca es fácil ser otro.
El miedo
avanza. No hay, en este momento, buenas razones para pensar que ese 11 por
ciento andaluz no podría replicarse en las elecciones generales cada vez más
cercanas.
Es el momento
de inventar respuestas. En los últimos meses, cuando el fantasma de Vox empezó
a amenazar, se discutían dos posiciones: si hablar mucho de él para frenarlo o
poco para no agrandarlo. Fue un debate inútil: el fantasma se ha hecho carne y
hueso y casi 400.000 votos. Ahora se trata, como siempre, de encontrar una propuesta
que atraiga a millones, que consiga que del agotamiento de la política
tradicional no crezcan monstruos sino opciones para inventar vidas mejores.
No parece,
por ahora, que lo estemos logrando.
En una
versión anterior de este artículo, se decía que Santiago Abascal rondaba los
cincuenta años, tiene 42 años.
*Martín
Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela
"Todo por la patria". Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es
colaborador regular de The New York Times en español.