Por Fernando
Mires
El libro de
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las Democracias, es ya un
bestseller. Perfectamente explicable. Por una parte incluye entre las naciones
en peligro de adquirir el virus anti-democrático a los propios EE UU. Por otra,
centra el interés en un escenario que comienza a darse con similar intensidad
en América del Sur, América del Norte y Europa. Inequívocamente estamos frente
a un fenómeno inter-occidental. Comencemos por lo segundo:
Dictaduras,
autocracias, tiranías, ha habido siempre. Desde Aristóteles -quien en su
Política se pronunció en contra de la democracia debido a su vulnerabilidad
ante los demagogos siempre dispuestos a ofrecer el séptimo cielo para alcanzar
el poder- sabemos que la democracia es una planta frágil a la que hay que regar
todos los días. Pero una cosa es la muerte de una u otra democracia y otra
distinta es la irrupción de una crisis planetaria de las democracias. Segun
Levitsky/Ziblatt es lo que estamos presenciando.
También
sabemos a través de muchas experiencias que, si las democracias perecen,
también resucitan: son los periodos de transición de una dictadura hacia la
democracia sobre los cuales hay abundante bibliografía (al vuelo me llegan a la
memoria los nombres de Guillermo O’Donell, Nicos Poulantzas, Gene Scharp, y
otros que han escritos tratados sobre el tema). Lo que no sabíamos -eso es lo
específicamente nuevo- es que también hay periodos de transición de la
democracia hacia la dictadura.
Quiere decir:
las dictaduras de hoy no aparecen mediante un acto violento, con casas
presidenciales bombardeadas, con miles de muertos en las calles, con juntas
militares pronunciando gloriosos discursos bajo banderas nacionales. No: las
dictaduras, o autocracias, o tiranías, o lo que sea (este no es mi tema hoy)
llegan democráticamente al gobierno y desde ahí inician un proceso de
transición hacia la no-democracia, hasta que el día menos pensado nos damos
cuenta de que estamos en dictadura. Probablemente quienes las ejercen tampoco
lo saben.
La mayoría de
los neo-dictadores no llega al poder con el propósito de instaurar una
dictadura sino movidos por altos ideales, acompañados de un electorado convertido
en movimiento social redencionista, en lucha en contra de élites tradicionales
y de la corrupción de gobiernos anteriores. Pero para realizar esos grandes
ideales deben confrontarse con instituciones a las que comienzan a modificar o
a suplantar en aras del programa gubernamental. La primera víctima es el poder
legislativo. La siguen el poder judicial, la prensa, la policía secreta y
pública y por cierto el ejército. No vamos a volver a esas historias. Las
conocemos demasiado. Cabe solo destacar que el proceso que lleva a transformar
a una democracia en una dictadura no es cosa de días. A veces dura años.
Lo que en
cierto modo asusta es la constatación empírica de que ningún país, ni siquiera
los hasta ahora considerados bastiones de la democracia, como EE UU y diversas
naciones europeas (Polonia, Hungría, Italia, Austria) son inmunes a la
patología anti-democrática. En los países europeos puede pasar. Al fin y al
cabo tienen detrás de sí un historial antidemocrático y algunos, como los
países post-comunistas, muy reciente.
Pero lo de EE
UU – y con esto voy al primer punto- es algo nuevo. En efecto, la mayoría de
los analistas, incluyendo a acérrimos enemigos de EE UU, suponían que el
sistema político de esa nación reposaba sobre pilares inamovibles. ¿Qué hace
pensar a Levitsky/Ziblatt que la democracia norteamericana está en peligro? La
respuesta es una sola: Trump.
Trump,
elegido por una minoría blanca convertida en mayoría electoral cuya misión
podría ser crear un movimiento nacionalista-mesiánico situado por sobre la
Constitución y las Leyes si es que no es enfrentado a tiempo por una oposición
que no haga su juego y lo sepa neutralizar, apuntan los autores. Un anticipo lo
obtuvimos en las elecciones de noviembre, donde Trump perdió su apoyo diputacional
gracias a una camada de emergentes, jóvenes y multicolóricos políticos
demócratas. Pero el peligro sobre el cual alertan Levitsky/Ziblatt sigue
presente. La argumentación que manejan es muy interesante.
Según ambos
autores, el poder, incluyendo el norteamericano, no yace solo sobre la base de
la Constitución y sus instituciones, sino, además, sobre un principio al que
denominan, normatividad. Sin nombrar a Kant recurren a una de sus principales
tesis, a saber: hay principios que preceden a toda Constitución y al mismo
tiempo la trascienden.
Ahora bien,
el problema aparece cuando al poder ascienden gobernantes para quienes no
cuenta el principio de normatividad. De tal manera, ese principio que envuelve
a la propia Constitución puede ser transgredido por gobernantes quienes sin
violar expresamente a la ley no se dejan regir por normas tácitamente
establecidas. La misoginia, el racismo, la homofobia, el deprecio por los
débiles, y no por último al medio ambiente y a la naturaleza que hacen galas personajes
como Trump, Orban, Salvini, Maduro (pronto habrá que agregar a Bolsonaro y tal
vez a López Obrador) son atentados en contra de las normas, y con ello, la
Constitución queda desprotegida ante sus invasores. La destrucción de las
normas pasa por la alteración del lenguaje político y, como bien observan
Levitsky/Ziblatt, los autócratas y neo-dictadores del presente convierten a sus
palabras en realidad e incluso, en una nueva normatividad cuyo objetivo es
erosionar el principio de constitucionalidad.
Llama la
atención que los autores intenten ejemplificar la agonía de las democracias,
así como las alternativas que se abren para recuperarla con ejemplos extraídos
de diversos países, particularmente de América Latina. El último capítulo,
dedicado precisamente a seleccionar ejemplos de luchas democráticas exitosas,
hace mención a Colombia, Perú y Chile.
Según la
opinión de Levitsky/Ziblatt, para enfrentar a las neo-dictaduras y
neo-autocracias es necesario, en primer lugar, formar amplias coaliciones entre
partidos que en el pasado rivalizaron entre sí. En segundo lugar, afirman que
tales coaliciones no deben seguir la lógica y el discurso impuesto por quienes
ejercen el poder. Observan incluso que en los propios EEUU hay tendencias a
contrarrestrar la lógica de Trump apelando a la confrontación, precisamente el
terreno donde el presidente y quienes lo asesoran se sienten como en su casa.
Como ejemplo positivo destacan el caso de Colombia donde las tentaciones
autocráticas de Uribe fueron bloqueadas por una oposición firme al lado de la
Constitución.
También
mencionan que la salida de Fujimori no ocurrió por la vía confrontacional, sino
en defensa irrestricta de las normas constitucionales. Con mayor profundidad
recurren al caso chileno durante el plebiscito de 1988, donde, lo que parecía
imposible, la alianza entre democratacristianos y socialistas pudo ser realidad
gracias a la voluntad demostrada por los líderes de ambos partidos.
La chilena no
fue una unidad por la unidad sino en torno a un proyecto común. La posibilidad
del plebiscito surgió de una unidad precaria, pero esa unidad se fue
fortaleciendo durante el curso de la campaña hasta llegar el punto en que sus
partidos principales comenzaron a sentirse miembros de un mismo frente. Esa
solidaridad inter-partidaria sería la base de la Concertación, la que abrió la
perspectiva de gobernabilidad sobre la base de concesiones iniciales a la
dictadura pese a las estridentes protestas de sectores extremistas de la
izquierda chilena.
El ejemplo
más negativo según Levitsky/Ziblatt ha sido el de Venezuela. De acuerdo a ambos
autores, la oposición venezolana ha hecho justamente lo contrario a lo que se
debe hacer para salir de una neo-dictadura. El frustrado golpe de estado y el
aún más frustrado paro petrolero (2002) son considerados por ellos como una
suerte de pecado original que posibilitaría durante mucho tiempo el éxito del
chavismo. En efecto, al haber adoptado una alternativa insurreccional sin
siquiera ser mayoría electoral, la oposición entregó a Chávez las llaves de la
legitimidad. El abstencionismo del 2005 fortalecería aún más las posiciones de
la autocracia chavista.
Quizás el
dictamen es algo injusto. La oposición venezolana ha logrado revertir en
diversas ocasiones la lógica de la dictadura. Hubo dos momentos cúlmines: El
plebiscito del 2007 -cuando la oposición arrebató a Chávez la legitimidad
constitucional, sellando una alianza con la constitución chavista de 1999- y el
apotéosico triunfo elctoral del 6-D.
El problema
de la oposición venezolana es que, precisamente en sus mejores momentos, ha
cedido frente a una minoría extremista, anti-electoral y anti-política. La
llamada Salida del 2014 fue una locura sin precedentes: llamar a una
insurrección de calles justo después de una derrota en las elecciones comunales
del 2013 no cabe en ninguna lógica política. Quienes desconectaron las jornadas
de masa del proceso pro-electoral del RR16 de la agenda electoral que debía
sucederlas, también cometieron un inmenso error. Y quienes dieron a las demostraciones
del 2017, originariamente surgidas en defensa de la Constitución, el carácter
de un enfrentamiento final (hora cero, marcha sin retorno) terminaron por
entregar la calle a los soldados, dejando detrás de sí a cantidades de vidas
sesgadas. Historia que después se repetiría aún más trágicamente en la
Nicaragua del dictador Ortega.
La
capitulación electoral del 14-M 2018 -precisamente la que más quería Maduro-
llevada a cabo en nombre de una supuesta intervención extranjera y de un
quimérico golpe de estado- llevaría, como es sabido, a la desintegración de la
oposición.
Hoy la
oposición venezolana busca rehacerse a través del Frente Amplio. Allí convergen
partidos y diversas representaciones civiles. La idea es loable y debe ser
apoyada. Siempre y cuando nadie olvide que los grandes frentes democráticos de
la historia han surgido en base a un proyecto común y ese, en la mayoría de los
casos, ha sido democrático, pacífico, constitucional y por lo mismo, electoral.
Y bien; esos cuatro puntos -sobre todo el electoral- contradicen la lógica de
la dictadura. Entendiéndose por electoral no solo ganar elecciones sino luchar
por la democracia dentro de las elecciones, ocupando las calles en nombre de
una amplia mayoría ciudadana. Y eso es posible porque ha sido posible.
De acuerdo a
Levitsky/Ziblatt, las dictaduras y autocracias de nuestro tiempo no son las
dictaduras pretorianas de los siglos XlX y XX. Todas, una más otras menos, se
ven obligadas a rendir tributos a formalismos internacionales, permitiendo espacios
opositores a los que intentan mantener bajo control alentando divisiones
internas y azuzando a los extremismos que actúan de acuerdo a la lógica
dictatorial. Esta es quizás la principal enseñanza que deja el libro: “nunca
hay que hacer lo que una dictadura quiere que tú hagas”.
Por supuesto,
Cómo mueren las Democracias no es un libro perfecto. Hay interpretaciones
discutibles. El concepto populismo, por ejemplo, es extremadamente cosificado
hasta el punto que a veces pierde su carácter de adjetivo y pasa a convertirse
en sustantivo. Las comparaciones de hechos y casos no siguen líneas diacrónicas
perdiendo el texto cierta historicidad. Hay también omisiones. Las luchas
anti-orteguistas en Nicaragua no fueron estudiadas.
Un análisis
del “pequeño milagro” ecuatoriano en donde en un acto “mini-gorbachiano” Lenín
Moreno rompió con la línea de Rafael Correa, merecía ser analizado, aunque no
más fuera como excepción a la regla. Pero si dejamos a un lado juicios
académicos Cómo mueren las Democracias debe ser leído como un texto político.
Muy apropiado, además, para pensar la política europea, asolada más que la
latinoamericana, por nacionalismos extremistas frente a los cuales los
demócratas no logran todavía levantar frentes unitarios.
En suma, un
libro-mensaje que nos llega en el momento preciso. Hay que leerlo. Hay que
discutirlo.
Steven
Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las Democracias, Ariel, Madrid 2018