La guerra comercial planteada por Estados Unidos contra
China, la Unión Europea, Canadá y México –entre otros— es la expresión del
agotamiento económico y político puesto en evidencia por el gobierno de Donald
Trump. Después de cinco décadas de neoliberalismo, y de instigar al resto del
mundo a abrirse a los mercados globales, Washington se lanza a reducir su
déficit comercial y relocalizar sus empresas. Al mismo tiempo intenta darle
continuidad a sus debilitadas ventajas tecnológicas, hoy desafiadas por la
República Popular China.
Estados Unidos ha decidido instituir aranceles del 25 % a
partir del 6 de julio sobre 818 artículos chinos, por 34.000 millones de
dólares. Y mantiene en carpeta para decidir antes de que termine este año la
inclusión de otras 300 posiciones arancelarias, sobre 16.000 millones. La
respuesta de China fue gravar, prioritariamente, a aquellos productos que
Beijing tiene identificados como pasibles de ser adquiridos a través de
proveedores (países) alternativos, y a aquellos bienes que proceden de las
zonas del Medio Oeste donde Trump tuvo su mayor caudal electoral en las últimas
elecciones. Con este último objetivo China intenta garantizar conatos de
resistencia en el núcleo duro del voto republicano. El 90 % de los 545
aranceles que Beijing ha decidido imponer provienen del sector agrícola de
los farmers, históricos seguidores de las posiciones supremacistas
de la derecha estadounidense.
De todas formas, el tema central de la disputa entre EE. UU.
y China es prospectivo, y se vincula con quién será el líder del campo de las
innovaciones en el mediano plazo. Hasta la fecha Washington sólo tiene
superávit comercial en servicios e intangibles, justamente el campo comercial
en el que ahora está siendo desafiado por China. La denominada Sección 301 de
la Ley de Comercio de los Estados Unidos –encargada de monitorear
(arbitrariamente) el acatamiento o la violación de las patentes— denunció que
Beijing “roba propiedad intelectual de tecnología avanzada”, sin explicar con
precisión el mecanismo y los beneficios alcanzados por tal hurto. La sección
301 siempre ha sido un mecanismo para imponer sumisiones científicas a
todos los países que pretendían un desarrollo homogéneo dentro de sus
fronteras. Lo que históricamente han hecho todas las potencias, copiar, adaptar
y recrear, es hoy motivo de amenazas y persecuciones por parte de las agencias
comerciales de Estados Unidos.
La pelea de fondo
Estos sectores –los servicios y los intangibles—
empiezan a ser desafiados por la capacidad innovativa de Beijing, acrecentando
aún más el déficit comercial total estadounidense: Jack Ma (Alibabá), Pony Ma
(Tencent), y Liu Jun (de Xiaomi) empiezan a cuestionar el liderazgo de Larry
Page y Serguei Brin (Google), Mark Zuckerberg (Facebook) y Jeff Bezos (Amazon).
Entre las 50 empresas (startups) de alta tecnología más importantes del
mundo, 26 son chinas y apenas 16 estadounidenses. Según investigadores del
Pentágono –que siguen con mucha atención el dinamismo competitivo chino—, en
2016 Beijing participaba de proyectos de inversión tecnológica en Estados
Unidos por un monto de 46.000 millones de dólares, mientras que en 2018 ese
monto se redujo a 1700 millones, luego de guerra declarada por Trump. En el
marco de esta contienda, Washington ha denegado recientemente a China Mobile
(integrante de la corporación Alibabá) la posibilidad de ofrecer sus servicios
de telecomunicación dentro de Estados Unidos, bajo argumentos eufemizados de
seguridad nacional.
Este conflicto tiene amplias repercusiones para América
Latina, tanto desde el punto de vista económico como geopolítico: la
unipolaridad de las medidas planteadas por Trump –desconociendo las
regulaciones planteadas por la Organización Mundial de Comercio— combinada con
el trato discriminatorio hacia quienes son catalogados de “hispanos” (los
latinoamericanos) es enunciado por el actor político estatal que fue el
histórico legitimador del neoliberalismo en el último medio siglo. Los
gobiernos de derecha en Brasil, Colombia, Argentina y Perú –entre otros— se
muestran confundidos frente a las medidas neoproteccionistas planteadas por
Washington, pero no atinan a reorientar sus políticas hacia las lógicas de
integración planteadas con anterioridad por los gobiernos progresistas de
principios de siglo XXI, dada su acostumbrada colonización mental.
En el caso de Michel Temer, el seguidismo hacia las políticas
de Estados Unidos lo ha llevado incluso a suspender la construcción del proyectado
tren bioceánico (del Atlántico al Pacífico) que estaba destinado a ser una
pieza clave en el comercio de la región con China. Macri, por su parte, en el
marco del ascetismo fiscal neoliberal que Trump no practica, ha desestimado la
construcción de Atucha IV, con tecnología canadiense y financiamiento de
capitales chinos. Aún está pendiente la concreción o suspensión del inicio de
Atucha V proyectada para inicios de 2022 y la realización de los acuerdos de
producción conjunta de buques, aviones y helicópteros en la Argentina, también
con financiación china. Estos dos últimos proyectos deberían –según las
expectativas de Beijing—ser confirmados en noviembre de este año cuando Xi
Jinping llegue a Buenos Aires en el marco del G20.
Esta sería la diferencia clave con respecto a las
experiencias latinoamericanas receptoras de Inversión Extranjera Directa (IED):
mientras que China utilizó el arribo de empresas extranjeras para imaginar y
generar productos propios (en el marco de políticas industriales activas), las
maquilas mexicanas sólo dieron empleo a una pequeña porción de la sociedad,
derivando sus rentas al mercado financiero especulativo. El modelo de inversión
estadounidense pretendió que Beijing se comportara como México, absteniéndose
de derivar sus rentas hacia la producción de bienes y servicios de exportación
(íntegramente de marca y producción local): sin embargo, luego de armar por más
de una década celulares nacidos en el Sillicon Valley, hoy China exporta
teléfonos inteligentes por los que no debe abonar royalties a ninguna empresa
por fuera de sus fronteras (como los celulares Huawei que disputan los primeros
lugares de ventas en el mundo).
El unilateralismo bravucón de Trump desafía la estabilidad
discusiva de los relatos de la derecha latinoamericana. Durante la campaña
electoral de 2015, el macrismo y los medios hegemónicos acusaron al
gobierno de Cristina Kirchner de aceptar “bases chinas en la Patagonia” en un
claro intento de salvaguardar los intereses estadounidenses en la región. Sin embargo,
casi tres años después –luego de que Trump dispuso aranceles a los
biocombustibles argentinos— se inaugura en agosto el segundo Centro Logístico
de distribución de productos argentinos en la Zona Franca del país asiático. El
primero ya funciona en Shanghai desde 2014 y el tercero abrirá antes de fin de
año en Guanzhou.
Enseñanzas para el desarrollo
Los gobiernos progresistas de América Latina buscaron
desarrollar un modelo endógeno de crecimiento partiendo de la misma base que
China –aunque sin contar con las inversiones contabilizadas por Beijing desde
los años ’90—, hecho que fue reiteradamente cercenado por alianzas rentistas y
primaristas locales (aliadas a los centros financieros internacionales) que se
opusieron frontalmente a cualquiera esquema de integración regional de
infraestructura, de articulación científica, tecnológica y/o productiva. El
aperturismo ciego, contradictorio para quienes desarrollan políticas de Estado
industrialistas, se encuentra hoy en un laberinto signado por humillaciones a
los migrantes, expulsión de residentes, separación forzada de niños de sus
familias y la advertencia de un muro para separar a los Estados Unidos de
México. Este posicionamiento de Washington es cuestionado por el 84 % de los
habitantes de America Latina, según un informe de Gallup de principios de 2018
y genera un creciente resentimiento con respectos a las políticas
trumpistas.
Los conflictos comerciales también ponen en evidencia las
diferencias entre los modelos de intervención geopolíticos de Beijing y
Washington. El primero no intenta imponer modelos de administración política
nacional como sí lo hace Estados Unidos en la región. China crece a un promedio
de 6/7 % anual de su PIB en el último lustro, mientras Estados Unidos promedia
entre un 2 y un 3 %, diferencia que hace más vulnerable la economía de este
último en términos prospectivos.
En el mismo periodo que Washington iniciaba su guerra
comercial, el primer ministro chino Li Keqiang se reunía con Angela Merkel en
Alemania y firmaban acuerdos por 20.000 millones de dólares en intercambios
comerciales, cooperación e inversiones mutuas. China considera que posee
déficit en el desarrollo aeroespacial, en semiconductores y en alta tecnología
médica. Para evitar dificultades en esas áreas ha decidido invertir 100.000
millones de dólares, con el objeto de reducir las importaciones y la
dependencia tecnológica.
Lo que ha caracterizado a China han sido las políticas
industriales. La planificación estratégica de los sectores a ser desarrollados
prioritariamente, la ciencia y tecnología necesaria para dicho emprendimiento y
la sistematización de la “ingeniería reversa” consistente en copiar-aprender y
mejorar productos. La innovación es el centro de la competitividad global.
China aventaja a Estados Unidos en este rubro que es el que aporta más
dinamismo a la economía mundial.
En su reciente visita a Europa, en el marco de la reunión de
la OTAN, Trump cuestionó a Theresa May por despedir al ministro de relaciones
exteriores británico, Boris Johnson, de quien opinó que sería “un gran primer
ministro”. Además advirtió que un Brexit “blando” (es decir no integral) con respecto
a Bruselas, sede de la Unión Europea (UE), no permitiría un tratado comercial
con Washington, dada la limitada complementariedad entre las economías de
Estados Unidos y la UE. Los posicionamientos de Trump fueron respondidos por el
polaco Donald Franciszek Tusk, presidente del Consejo Europeo, quien cuestionó
elípticamente al magnate neoyorquino al advertir: “Querida América (que
es como Estados Unidos se llama a si mismo), aprecia a tus aliados, después
de todo no tienes tantos”.
América Latina deberá asimilar estos cambios abruptos
contando con mínimas capacidades de influencia dada su integración limitada y
un tejido productivo débil y dependiente: solo se crece –en términos sistémicos
y sustentables, enseña en esta ocasión China— con autonomía, innovación,
ciencia y tecnología. Los nuevos conflictos comerciales vuelven a plantear los
mismos interrogantes que se dilucidan desde hace siglos atrás: no hay
desarrollo sin conciencia emancipatoria ni un rol central postulado por el
Estado.