Por Ibsen
Martínez*
Los despachos de agencia que parten de Caracas a menudo se
refieren a una edificación inconclusa que es, a la vez, sede central de la
policía política y ergástula de la dictadura de Nicolás Maduro: el llamado
Helicoide.
Para los caraqueños de hoy, el Helicoide equivale, ni más ni
menos, al infame edificio de la antigua Prinz Albrecht Straße berlinesa,
marcado con el número 8: el cuartel general de la Gestapo. Ser conducido allí
tras ser secuestrado por los esbirros del Sebin, el protervo Servicio
Bolivariano de Inteligencia, conjura la peor de las suertes.
Dice mucho que un agujero en los sótanos, destinado al
confinamiento solitario, sea conocido como “la tumba”. Como en todo teatro de
torturas, el Helicoide ha alojado irreductibles presos políticos cuya última
desesperada acción de resistencia a la barbarie ha sido el suicidio.
Una “tradición” de la Caracas ya irreversiblemente
pospetrolera es el destino final de muchas edificaciones inconclusas,
concebidas alguna vez por ufanos arquitectos como superlativos
latinoamericanos, cuando no mundiales.
Resultan estos edificios tan característicos de los ciclos de
precios del crudo, de los esplendores y miserias del petroestado populista, que
cada uno testimonia un momento de engañoso auge al tiempo que señala una caída
de los precios del crudo, una recesión, un atasco fiscal.
Ejemplo de ello es la llamada “torre de David”, disparatado
rascacielos que en la década de los 90 se anunciaba como la respuesta
venezolana a Wall Street. La construcción hubo de ser paralizada por
insuficiencia de fondos y el gran proyecto acabó convirtiéndose en la primera
favela vertical de Latinoamérica, acaso una de las más violentas.
La mole de hormigón erizada de antenas parabólicas alberga en
cada piso una colonia de chabolas. El hampa de una de las capitales mundiales
del secuestro y del homicidio tiene allí su retaguardia y una impenetrable zona
de distensión.
Así, también, el Helicoide de la Roca Tarpeya, (así lo
conocimos la gente de mi generación) es monstruoso vestigio del boom de precios
de los años 50. Recientemente, dos investigadoras, Celeste Olalquiaga y Lisa
Blackmore, han coeditado un inquietante libro cuya lectura ofrece, a mi
entender, nuevas rutas a la comprensión del “caso Venezuela”.
Hasta donde sé, solo ha aparecido en inglés, publicado este
año en Nueva York por Terreform/Urban Research, bajo el título Downward Spiral:
El Helicoide’s Descent from Mall to Prison que traduzco libremente como “La
Espiral Descendente de El Helicoide: de centro comercial a prisión”.
Olalquiaga es una respetada historiadora cultural, autora de
Megalópolis (1992) y El reino artificial (1998). Blackmore es profesora de
historia del arte y estudios interdisciplinarios en la Universidad de Essex.
Juntas entregan un libro que es muchas cosas admirables a la
vez. Entre otras, la crónica de “una ciudad hecha de retazos a la que han dado
forma tanto los pobres como la arquitectura visionaria”. Digamos también que es
una sesuda meditación lateral en torno al fracaso de Venezuela como Estado y
como sociedad.
Leyéndolo, nos enteramos de que el Helicoide “fue diseñado
por los arquitectos Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst
para ser un centro comercial vial en forma de espiral. Tras desarrollar el
terreno escarpado y rocoso de la Roca Tarpeya, El Helicoide con su rampa de
concreto de 2,5 millas en doble hélice habría tenido 300 tiendas, así como
salas de exhibición e instalaciones de entretenimiento accesibles desde el
automóvil”.
Corrían los años 50, la crisis de Suez mejoró la
competitividad de los crudos venezolanos y la dictadura del general Marcos
Pérez Jiménez presentaba como modelo de desarrollo un “nuevo ideal nacional”
hecho de desmedido gasto público, represión política y corrupción.
La mole comenzó a edificarse en 1957, pero ya en 1961 su
construcción debió interrumpirse debido a la crisis económica que siguió al
derrocamiento de Pérez Jiménez en 1958 y a los problemas que afrontaba una
democracia en ciernes.
Las obras se detuvieron para siempre y luego la explosión
demográfica y la marginalidad social dispusieron que terminase rodeada de
ranchos, esas precarias viviendas de la exclusión, núcleo del fenómeno de
degradación urbana que los venezolanos llaman con sorna “ranchificación”.
Allí se quedó, sin uso ni provecho, alojando las desventuras
de los “sin techo” y criando miasmas cloacales, mientras una y otra vez
fracasaron esfuerzos privados y públicos por reanudar las obras. En 1975 la
“ruina moderna”, como la llaman Olalquiaga y Blackmore, pasó a manos de Estado.
Las inundaciones de 1979 forzaron al gobierno a crear un
asentamiento provisional de damnificados que terminó siendo una favela de más
de 10000 habitantes, desalojados en 1982. Desde 1985, El Helicoide es sede de
la Seguridad del Estado y cárcel de presos políticos.
Señalan las autoras que la inaccesibilidad del edificio «y la
incapacidad de los distintos gobiernos para asignarle un propósito definitivo
hicieron del Helicoide un lugar que la jerga militar denomina “sitio oscuro”:
aquel donde las tecnologías de vigilancia y disciplina se mantienen fuera de la
vista pública».
La dictadura mantiene en los archivos de El Helicoide las
reseñas de más de 12.000 venezolanos arbitrariamente detenidos desde que
Nicolás Maduro accedió al poder en 2013. La gran mayoría de los 1300 presos
políticos secuestrados hasta la fecha por el Sebin y otros cuerpos policiales
desde el estallido de las protestas de 2017 han pasado por el lugar oscuro.
De sus cuartelillos han partido comisiones de esbirros que
han tenido a su cargo gran parte de las 8.292 ejecuciones extrajudiciales
documentadas en el informe entregado la semana pasada por un panel de expertos
de la OEA.
De sus calabozos salieron hace pocos días los contados
rehenes cuya excarcelación – en muchos casos ordenada hace mucho tiempo por los
tribunales sin que se hubiese hecho efectiva— el dictador quiso torpemente
mostrar, como gesto magnánimo propiciador de un fementido diálogo.
Hoy día nadie en Caracas puede circular por las cercanías de
El Helicoide sin sobrecogerse ante el relente de horror que, real y
simbólicamente, emana de esa demencial espiral de rampas de concreto
originalmente pensadas para ir de compras sin bajar del automóvil,
prefiguración no consumada del McDonald’s drive thru.
La dictadura de Pérez Jiménez alojó los esbirros, los
calabozos y los salas de tortura de su tenebrosa Seguridad Nacional nada menos
que en el antiguo cuartel general de la Creole Petroleum Corporation. Algo aún
innominado querrá decirnos esa propensión venezolana al cambio de uso de las
edificaciones. Tomado de Costa del Sol
*@ibsenmartinez