El racismo en Estados Unidos, cincuenta años después de su asesinato
Javier de Lucas
En este mes de abril de 2018 se
cumplen 50 años del asesinato de Martin Luther King, premio Nobel de la
paz (1964) y figura imprescindible de la historia de la lucha por el
reconocimiento de los derechos civiles y políticos de los afroamericanos
en los EEUU y, por extensión, de la lucha por la igualdad de derechos,
condición de legitimidad de la democracia. Es también un referente de
los movimientos pacifistas, de resistencia no violenta y de
desobediencia civil, que han recuperado importancia en este primer
cuarto de siglo XXI, ante quiebras graves y manifiestas de las claves de
legitimidad de la democracia representativa.
Lo habitual en estos
casos es sumarse al panegírico, para glosar los méritos de quien,
además, tiene para muchos la cualidad añadida de un mártir, incluso en
su sentido trascendente -si es que se tiene en cuenta su condición de
clérigo que inspira a millones de cristianos que comparten su fe-. Sin
embargo, creo que un elemental respeto a la realidad nos obliga a
abandonar ese tono que, en el fondo, esconde a duras penas una cierta
autocomplacencia (es decir, el buen pastor King).
Y me parece difícil negar que estamos en buen medida ante la
constatación de un fracaso. Para parafrasear el film de T. L. Jones de
2005 (Los tres entierros de Melquiades Estrada, coescrito con G.Arriaga), podríamos hablar de los tres entierros de M.L.King, los tres entierros de su legado.
Un legado que está lejos del éxito
El primer y multitudinario entierro, como corresponde,
parecía atestiguar el triunfo del trabajo de King. En el momento de su
asesinato (1968) se valoraba sobre todo su contribución al
reconocimiento de los derechos civiles y políticos a los afroamericanos,
plasmada en sus escritos y discursos. Basta pensar, por ejemplo, en su Letter from the Jail of Birmingham, escrita el 14 de abril de 1963, poco después del discurso How long, so long, pronunciado en Montgomery el 25 de marzo de 1963 tras la “marcha sobre Selma” y unos meses antes del inmortal I Have a Dream, pronunciado en la Marcha sobre Washington
el 28 de agosto de 1963. Sin el esfuerzo y la firmeza de King
(probablemente también, sin la llamada de atención que suponían las
acciones de los Black Panters y de la Nación del Islam, del activista también asesinado, Malcom X), el presidente Johnson no habría logrado aprobar la Civil Rights Act (1964), ni la Voting Act
(1965), dos leyes que culminaron el proceso que comenzó con las tres
Enmiendas a la Constitución que, un siglo antes, habían tratado de
rebajar la peor de las manchas que marcaban el proyecto de los EEUU, la
esclavitud y el racismo institucionalizados[1].
Nadie puede ignorar que, para llegar a esas dos leyes,
casi cien años después de que se iniciara ese proceso, fue decisivo el
trabajo de organizaciones como la MIA (Montgomery Improvement Association), creada en respuesta al caso Rose Parks y cuya dirección se encomendó a M.L.King, el Student NonViolent Coordinating Committee (SNVCC), que también llegó a liderar el Dr. King o la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP[2]), que hicieron posible la Marcha desde Selma a Montgmomery[3], después de la masacre del puente de Selma (narradas en la película de 2014 de Ava du Vernay, Selma),
y sobre todo, el enorme éxito de la Marcha sobre Washington, pese a la
oposición del ala radical del movimiento de defensa de los derechos de
los afroamericanos (Malcom X la llegó a denominar “farsa” sobre
Washington).
Las dos leyes que el presidente tejano consiguió que
se aprobasen parecían cerrar la historia de esclavismo y discriminación
contra los negros en los EEUU, haciendo realidad los piadosos deseos que
el Dr. King soñaba para sus cuatro hijos en su extraordinario I Have a Dream y las tres principales demandas de la marcha[4],
que King supo formular con eficaz retórica en términos del cheque que
la justicia debía al hombre negro en los EE.UU., desde su fundación[5].
en el momento en que parecía haberse obtenido el máximo triunfo del legado de King, con la elección del primer presidente afroamericano, Barack Obama, y en los años de su doble mandato, ese legado fue sepultado
La paradoja Obama: el Black Lives Matter
Sin embargo, esos indiscutibles triunfos no han tenido
una continuidad que permita hablar de consolidación de la igualdad de
derechos. Por supuesto, habría mucho que decir acerca de la racialización de otros grupos (básicamente, latinos y asiáticos) en el marco de lo que se considera un verdadero giro neocolonial[6],
pero incluso respecto a los afroamericanos los indicadores de progreso
de las políticas antidiscriminatorias muestran evidentes retrocesos que
llegan y aun se incrementan en este primer cuarto de siglo XXI.
Retrocesos, injusticias palmarias que encuentran expresión en la
literatura y el cine y también en ese producto que alcanza una enorme
relevancia mediática y simbólica, las nuevas series de TV. El prototipo
de todo ello es el tratamiento que ofrecen David Simon y Ed Burns en la
aclamada serie de HBO The Wire, situada en Baltimore, Maryland.
Aún peor: en el momento en que parecía haberse
obtenido el máximo triunfo del legado de King, con la elección del
primer presidente afroamericano, Barack Obama, y en los años de su doble
mandato, ese legado fue sepultado, es decir, sufrió un segundo y cruel
entierro.
En una cruel paradoja, bien podría decirse que este
esperanzador comienzo del siglo XXI para los afroamericanos se ha
tornado en una realidad que hace parecer actual el duro juicio enunciado
por el Dr. King en su discurso en Washington: ciento cincuenta años
después, “la vida del negro es todavía minada por los grilletes de la
discriminación”. Ciento cincuenta años después, “el negro vive en una
solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad
material”. Ciento cincuenta años después “el negro todavía languidece en
los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo
exiliado en su propia tierra”. Así lo testimonia el incremento de
agresiones policiales, asesinatos, el renacimiento de una feroz ola
racista, que provocó en 2013 la aparición del movimiento Black Lives Matter
(BLM), que surge como denuncia de la brutalidad policial y el racismo
del sistema penal y penitenciario de los EEUU contra los negros. Como se
recordará, la expresión irrumpe como hahstag en las redes
sociales (2013), a raíz del asesinato del adolescente afroamericano
Trayvon Martin (, denunció Obama) por un disparo de un adulto blanco,
George Zimmerman, que fue absuelto. La indignación subió en 2014, con
motivo de las muertes a manos de la policía, en Ferguson y Staten
Island, de otros dos afroamericanos, Michael Brown y Eric Garner. Como
veremos enseguida, los enfrentamientos en Charlottesville, en 2017, ya
bajo la presidencia de Trump, encendieron aún más la reacción.
Desde entonces, el BLM se extendió por todos los EEUU y
se ha hecho global, aunque mantiene el espíritu que, de acuerdo con una
de sus tres fundadores, Alicia Garza, le dio origen:
“Cuando decimos Black Lives Matter, estamos
hablando de las formas en que los negros se ven privados de sus derechos
humanos básicos y de la dignidad. Es un reconocimiento de la pobreza
negra y el genocidio, es un estado de violencia. Es un reconocimiento de
que un millón de personas negras están encerrados en jaulas en este
país - la mitad de las personas en las prisiones o cárceles son negras- y
esto es un acto de violencia estatal. Es un reconocimiento de que las
mujeres negras siguen soportando la posibilidad de un asalto implacable a
sus hijos, y sus familias: esos asaltos son un acto de violencia de
Estado…Negros homosexuales y personas transgénero llevan una carga única
en una sociedad hetero-patriarcal que dispone de nosotros como basura y
al mismo tiempo nos fetichiza, nos resta valor: esa es la violencia del
Estado. El hecho de que 500.000 personas negras en los EE.UU. son
inmigrantes indocumentados y relegados a las sombras, es la violencia
del Estado; el hecho de que las niñas negras son utilizados como moneda
de negociación durante los conflictos y la guerra, es la violencia del
Estado; Los negros que viven con discapacidades y diferentes
capacidades, soportan el ser víctimas de experimentos darwinianos
patrocinados por el Estado, que tratan de acomodarnos en cajas de
normalidad definida por la supremacía blanca, es la violencia del
Estado. Y el hecho es que la vida de las personas negras -no todas -
sucede dentro de estas condiciones, y es consecuencia de la violencia
del Estado” [7].
Este importante retroceso en la situación de los afroamericanos ha sido analizado lúcidamente en libros como El color de la justicia: la nueva segregación racial en los EE.UU., de la jurista afroamericana Michelle Alexander, o Race Matters de Cornell West[8].También en el cine, en dos excelentes documentales de 2017: Enmienda XIII de Ava du Vernay, y I’M not your Negro
de Raoul Peck, basado en la obra homónima de James Baldwin. Y, por
supuesto, en la cinematografía de ficción de carácter antirracista,
entre la que coincido con Ricardo Sanín en destacar la hábil ironía de
Tarantino: tras el brutal envoltorio de Django unchained, su
mensaje resulta mucho más corrosivo que las bienintencionadas,
previsibles y multipremiadas películas oficialmente antirracistas, como 12 years a slave[9].
Trump y el supremacismo que nunca desapareció
El tercer entierro del legado de King, que parece
retrotraernos aún más al comienzo de los 60, es el que ha causado la
presidencia de Trump, en la que es patente el peso del supremacismo
blanco, como lo representa por ejemplo el movimiento extremista y
racista Alt Right, comandado por Steve Bannon[10].
Lo significativo de este viaje atrás en el tiempo no
son, evidentemente, los ofensivos tuits o las expresiones groseras del
Presidente contra <shitholes countries, como Haiti, El
Salvador o “esos países africanos”>, afirmaciones consideradas
expresamente racistas por el Alto Comisionado de derechos humanos de la
ONU, sino sus decisiones políticas, que traducen una visión supremacista
y, como mínimo, una alarmante ausencia de compromiso a la hora de
combatir comportamientos y manifestaciones de carácter racista y
xenófobo.
La envergadura de este tercer entierro del legado de King,
de este paso atrás que supone la administración Trump, reside en el
hecho de que es la misma presidencia la que contribuye a lo que se puede
considerar, como se pone de manifiesto en su cerrado propósito de
impulsar leyes migratorias que destilan la peor ideología supremacista
contra latinos, mejicanos o musulmanes. El mismo juicio merece el
compromiso personal de Trump de ignorar la gravedad de comportamientos
discriminatorios o incluso equiparar movimientos racistas con los
movimientos de defensa de los derechos.
Puede decirse que Trump recuperó las peores leyes antimigratorias que haya conocido los EEUU, las que se dictaron contra los inmigrantes chinos entre 1840 y 1850
El debate sobre la seria posibilidad de que Trump
fuera un racista y un xenófobo se abrió paso con las decisiones del
presidente de impulsar una legislación migratoria claramente restrictiva
–discriminatoria– en razón de origen geográfico y creencias
(islámicas), lo que se conoce como Muslim Ban. Puede decirse
que Trump recuperó las peores leyes antimigratorias que haya conocido
los EEUU, las que se dictaron contra los inmigrantes chinos entre 1840 y
1850. Ya en su campaña electoral utilizó el argumento del , básicamente
en tres frentes: (a) la necesidad de impedir la llegada de inmigrantes
irregulares, asociados al incremento de la criminalidad, a su condición
de gorrones (free riders) y a la pérdida de empleos de los ;
(b) la necesidad de levantar un muro para impedir la llegada de
inmigrantes mejicanos (y de ); así como (c) el esfuerzo por expulsar de
los EEUU a todos los inmigrantes sin papeles que se han establecido en
el país, con especial atención a los denominados dreamers[11].
Apenas llegado a la Presidencia se empeñó en una
batalla legal por impedir la llegada de inmigrantes provenientes de
países que generan terrorismo, asociados por él a países musulmanes y
puso bajo el foco de sospecha, en realidad, a todo inmigrante de
confesión islámica. La firme reacción de los tribunales de justicia y de
las asociaciones de derechos civiles –como la potente ACLU- le
ocasionaron importantes derrotas en su propósito, que se niega a
abandonar.
El caso del indulto al sheriff Joe Arpaio, considerado
la cara más visible del racismo antiinmigrante yanqui, en agosto de
2017, incrementó la percepción de complicidad de Trump con el racismo
para una parte de los estadounidenses. Arpaio, sheriff del condado de
Maricopa (Arkansas) durante 24 años, perdió las elecciones gracias al
voto del electorado latino que castigó sus tiránicos usos frente a los
inmigrantes irregulares, sus prácticas de detención basadas en el color
de la piel y las constantes violaciones de derechos civiles de quienes
pertenecieran a etnia latina. Para Arpaio, la inmigración irregular es
el origen de buena parte de los males que afectan los EEUU, un mensaje
en el que coincide con Trump. Demandado por discriminación racial, un
juez federal le condenó en 2012 y le ordenó que cesara en estas
prácticas. Arpaio ignoró la orden, y en julio de 2016 fue condenado por
desacato, aunque se trataba de una condena menor. El indulto fue
entendido también como un gesto simbólico, muestra de la obsesión de
Trump por borrar toda huella del mandato de Obama. Añadamos que Arpaio y
Trump coincidieron en divulgar el bulo de que Obama no había nacido en
los EEUU. De hecho, Arpaio utilizó un tuit para agradecer a Trump el
indulto, con el siguiente texto: "Gracias Donald Trump por ver mi
condena como lo que es: una caza de brujas política de los restos de
Obama en el Departamento de Justicia".
Un episodio particularmente significativo lo
constituyó la actitud del Presidente ante los disturbios en
Charlottesville, en agosto de 2017, a propósito de la retirada de una
estatua del general Lee, donde los enfrentamientos entre grupos racistas
(vinculados a la ideología de Alt Right e incluso el Ku Kux Klan) y
movimientos antirracistas y de defensa de los derechos provocaron la
muerte de una mujer que apoyaba la retirada de los símbolos confederados
y más de 30 heridos. Trump se negó inicialmente a condenar la presencia
de grupos nazis, racistas y vinculados al KKK, habló de la necesidad de
evitar “la violencia de uno y otro grupo”, equiparando al BLM con el
KKK y aunque a los pocos días hizo una declaración afirmando “el racismo
es el mal”, casi de inmediato, en una nueva rueda de prensa, condenó la
ideología de lo que denominó “Alt Left”, en contraposición a los grupos
inspirados en el movimiento Alt Right, y se negó a considerar a los
racistas como terroristas domésticos, tal y como les calificó el
entonces fiscal general Sessions.
Resulta, pues, difícil no coincidir con el editor
asociado del New York Times en su artículo publicado en enero de 2018 y
titulado Just say it: Trump is a racist,
en el que recorre el historial de Trump como empresario inmobiliario
desde 1970, donde llevó a cabo todo tipo de prácticas discriminatorias
contra posibles inquilinos afroamericanos y los meses de ejercicio de
presidencia, para concluir en sentido afirmativo: sí. Trump es un
racista. Peor: con Trump parece reaparecer el más grosero racismo, como
si formara parte de un pecado original de los EEUU del que no parece que
se consigan desprender, tal y como señalara el ya mencionado escritor
afroamericano y redactor de la revista The Atlantic, Ta-Nasehi Coates, que califica a Trump como “el primer presidente explícitamente blanco”, en su libro We were eight Years in power: An American Tragedy,
al tratar de hacer balance de lo que significa pasar de los ocho años
del mandato de Obama, pese a las frustraciones evidentes, a esta
perspectiva de al menos cuatro años con Trump. En efecto, Trump fue
elegido desde la base de promesas ligadas a la ideología supremacista y
racista: prometió a la clase obrera blanca que mejoraría sus condiciones
porque solucionaría la raíz de sus problemas, la presencia de latinos,
musulmanes y negros que les roban sus trabajos y, además, son la mayor
fuente de criminalidad. No parece que su presidencia sea propicia al
legado del Nobel de la paz.
¿Tendría que resucitar M.L King? Quizá lo haya hecho ya: las mujeres y los hombres del Black Lives Matter,
por ejemplo, encarnan su espíritu y ofrecen un motivo de esperanza para
la resistencia en la lucha por los derechos, aunque haya que volver a
empezar casi desde el principio.
[1]
Recordemos, en efecto, que la esclavitud era una práctica legal en todo
el territorio de los EEUU aunque fuera más generalizada en los estados
del Sur, cuya economía dependía directamente de esa institución. La XIII
Enmienda, ratificada en 1865, al poco de acabar la guerra civil,
prohibió la esclavitud en los EEUU y otorgó un cierto grado de
ciudadanía a los antiguos esclavos. Luego, la XIV Enmienda completó el
reconocimiento de la condición de ciudadanos a todas las personas
nacidas o naturalizadas en EEUU e incluyó el derecho al debido proceso y
las cláusulas de igualdad de protección. Finalmente, en 1870, la XV
Enmienda prohibió la discriminación por motivos raciales en el derecho a
voto.
[2] No me resisto a indicar que en Go, set a Watchman, la novela de Harper Lee que ha dado la vuelta a la figura de Atticus Finch (el protagonista de su archifamosa Matar un ruiseñor), la hija de Atticus, Jean-Louise, más conocida como Scout, aparece enrolada en la NAACP durante sus estudios en Nueva York.
[3] Los dos líderes del SNCC (Stokely Carmichael y Willy Ricks) acuñan esa noción con motivo de esta marcha (“personas
negras uniéndose para formar una fuerza política que elige
representantes u obliga a sus representantes a defender sus intereses”), aunque la expresión había sido utilizada por primera vez como título de un libro de Richard Wright, en 1954, Black Power. La noción de Black Power es utilizada en otro sentido por grupos como Black Panters Party (inicialmente Black Panters Party for self-Defence) fundado
por Bobby Seale y Huey Newton en 1966 y al que perteneció, antes de
decantarse por el Partido Comunista, la filósofa y activista Angela
Davis. Además del recurso a la violencia, los Black Panters se diferencian de las organizaciones del Movimiento de derechos civiles porque, como explicaba Seale en su libro Seize Time,
subrayan que la opresión de los negros era el resultado de un sistema
político basado sobre todo en la explotación económica, más que en el
racismo.
[4]
La marcha proponía cinco objetivos. Los tres principales: el fin de la
segregación racial en las escuelas públicas; una legislación
significativa sobre los derechos civiles -incluyendo una ley que
prohibiese la discriminación racial en el mundo del trabajo- y una
protección de los activistas de los derechos civiles de la violencia
policial
[5]
Así lo formuló en ese discurso: “En un sentido llegamos a la capital de
nuestra nación para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra
república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la
Declaratoria de la Independencia, firmaban una promisoria nota de la que
todo estadounidense sería el heredero. Esta nota era una promesa de que
todos los hombres tendrían garantizados los derechos inalienables de
"Vida, Libertad y la búsqueda de la Felicidad". Es obvio hoy que Estados
Unidos ha fallado en su promesa en lo que respecta a sus ciudadanos de
color. En vez de honrar su obligación sagrada, Estados Unidos dio al
negro un cheque sin valor que fue devuelto marcado "fondos
insuficientes". Pero nos rehusamos a creer que el banco de la justicia
está quebrado. Nos rehusamos a creer que no hay fondos en los grandes
depósitos de oportunidad en esta nación. Entonces hemos venido a cobrar
este cheque, un cheque que nos dará las riquezas de la libertad y la
seguridad de la justicia”.
[6]
Dejando aparte los clásicos, como A.Césaire, F.Fanon o más
recientemente, E.Said, vale la pena remitir a los trabajos de D. Cole (Engines of Liberty. How Citizen Mouvements Suceeded), B. Santos (Descolonizar el poder, reinventar el poder), o A. Mbembé (Crítica de la razón negra).
[7] Cfr. «A Herstory of the #BlackLivesMatter Movement». The Feminist Wire.
[8]
Este, en polémica con el diagnóstico del mandato de Obama ofrecido por
otra figura de referencia del periodismo y la literatura afroamericana
actual, Ta-Nehisi Coates, en su We Were Eight Years in Power: a American Tragedy
(2017). Ta-Nehisi Coates es también autor de un libro
extraordinariamente crítico, dedicado a su hijo adolescente, en el que
denunciaba la condición racista casi como un elemento inserto en el ADN
de los EEUU: Between the World and Me (2015).
[9]
Cfr. Ricardo Sanín, “Lincoln unchained: is Obama the global Uncle
Tom?”,
http://criticallegalthinking.com/2013/03/08/lincoln-unchained-is-obama-the-global-uncle-tom/
[10] El movimiento Alt Right está vinculado a la revista Radix Journal, dirigida
por el creador del término, Richard B. Spencer, quien se autodefinió
durante un tiempo en su cuenta de Twitter como “el Karl Marx de la Alt
Right”. La revista Radix se vincula también con un think tank
supremacista blanco, el National Policy Institute (NPI), dirigido
asimismo por Spencer. Con todo, la figura más conocida de los Alt Right
es Stephen Bannon, director de la web de noticias Breitbart News,
considerada altavoz de Alt Right, que llegó a ser consejero de Trump y
estratega jefe de la Casa Blanca y participaba en las reuniones del
Consejo de Seguridad Nacional, hasta que fue cesado por Trump.
[11]
Aunque inicialmente Trump se proponía expulsar a todos los inmigrantes
indocumentados, a comienzos de 2018 ha propuesto al Congreso un cierto
giro a este respecto, una reforma migratoria que permitiría legalizar a
1,8 millones de inmigrantes indocumentados, que
llegaron a EEUU de niños, los dreamers, a cambio de 25.000 millones de
dólares para reforzar la seguridad fronteriza. Entre los legalizados se
incluiría a los 690.000 actualmente protegidos por el programa DACA
(Acción Diferida para los Llegados en la Infancia) creado en 2012 por el
presidente Obama, cuya vigencia acabó recientemente, a finales de
marzo. Para acceder a DACA, esos jóvenes tuvieron que probar que habían
llegado a EEUU antes de los 16 años y que tenían menos de 31 años en
2012.
Autor
-
Javier de Lucas
Es catedrático de Filosofía del Derecho en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia. Su último libro es Mediterráneo, el naufragio de Europa (2ª edic), Valencia, Tirant lo Blanch, 2016.