POR Juan Pablo Gómez / Tomado de PRODAVINCI
Quien volviendo a hacer el viejo
camino aprende el nuevo, ese puede considerarse un maestro
Confucio
Cuando Franco redactó el último parte de guerra en Burgos, el
1 de abril de 1939, para ser leído por el locutor radiofónico Fernando
Fernández, exigió que hubiese énfasis en la frase: “La guerra ha terminado”.
Habría todavía algún iluso que creía que empezaría una era de normalización en
la que los franquistas ofrecerían hojas de olivo a los derrotados. Pero el
impulso fascista del franquismo ya se había desatado, y se trataba ahora de
blindar los resortes y mecanismos de control del poder para instaurar un
régimen opresivo ultra-católico que, además, intentaría culpabilizar a los
supuestos responsables (“los rojos”) de la tragedia nacional. Podía hasta
olerse el clima represivo y de religiosidad asfixiante más acorde a los tiempos
de Felipe II, sólo que con más crueldad debido al anacronismo.
Pero la mayoría de los intelectuales republicanos que habían
podido sobrevivir se hallaban a resguardo más allá de los Pirineos, dando
inicio a lo que se llamó “La España peregrina”. La sensación de desolación
general entre los exiliados era abrumadora, como si en todos retumbaran no sólo
los fusiles de la guerra, sino todavía con más estridencia el pregón “masón,
rojo y maricón” previo al salvaje fusilamiento de García Lorca, que fue símbolo
de todo lo que pasaría. Las dos Españas una vez más se habían peleado, pero
esta vez los perdedores que no aceptaran la purga o la supremacía fascista
tenían que irse y el país escondía ignominiosamente un sinnúmero de fosas
comunes. A América llegaron más de 200 mil desterrados. Entre los países
hispanoamericanos que dieron acogida sin chistar, se hallaban México,
Argentina, Chile, República Dominicana y Venezuela. De todos ellos, México –o
Lázaro Cárdenas- fue quien más y mejor impulsó la acogida, viendo con
suficiente claridad la oportunidad: los intelectuales españoles republicanos
enriquecerían la cultura y la educación mexicana del mismo modo que España
empobrecería la suya durante la posguerra de forma dramática. Si cabe el
cinismo, no sólo ganaba el franquismo la guerra, América Latina ganaba
algo muchísimo más valioso.
El caso del exilio republicano en Venezuela también fue
fascinante, porque se dio de una forma más paulatina, más dispersa y tal vez
más afortunada. Desde Pedro Grases en el viejo pedagógico de Caracas
impartiendo con entusiasmo clases de gramática (que en realidad eran lecciones
de vida y de amor a la docencia, como decía Alexis Márquez Rodríguez) hasta el
maravilloso cúmulo de luces que trajeron a la UCV ni más ni menos que Juan
David García Bacca, Manuel García-Pelayo, Manuel Pérez Vila, Juan Nuño, Eugenio
Imaz, Federico Riu, Marco Aurelio Vila, sólo por nombrar a unos pocos muy
destacables. Algunos estuvieron de paso pocos años, otros muchos, y hubo
quienes se quedaron para siempre. Franco le “regalaba” a Venezuela un conjunto
consistente de intelectuales de distinta formación y variadas disciplinas que
fundarían o continuarían cátedras de enseñanza de alto nivel, pocas veces
visto en el país. Además, se trataba de gente que había vivido en sus carnes la
guerra, la derrota y el exilio. Esa enseñanza añadida era invaluable. La
Venezuela que encontraron era más bien un paisaje casi pastoril y arcádico: la
Universidad recién estrenaba los espacios de la Hacienda Ibarra en los que
Carlos Raúl Villanueva había levantado ese complejo de entramado artístico,
idílico y eficaz para formar a nuevas generaciones que, además, respetaban con
altura y devoción a estas figuras que tenían en común una afianzada lealtad a
su vocación de docentes. En ese entonces, Venezuela era un radiante futuro y
España un doloroso pasado.
Pero la vida da muchas vueltas. La situación de Venezuela en
el presente no tiene precedentes en nuestra historia republicana. No se trata
de hacer panorámicas interesadas de añoranzas, ni de decir que antes estuvimos
mejor. Porque Venezuela siempre ha tenido serias dificultades. Desde la
emancipación que degeneró en una guerra salvaje y cruenta a niveles
incuantificables, pasando por una segunda mitad del siglo XIX atroz que parece
haber continuado el impulso bélico y violento casi por inercia disipado en revoluciones
cada cual más absurda y estéril, hasta la desgracia definitiva: el petróleo.
Siempre fue un país violento, desigual, opresivo, superficial
y precario en el que todo parecía estar signado por lo efímero, lo provisional,
lo circunstancial. El país de los carros, las autopistas, la gasolina barata y
los clubes privados en el que la gente de a pie no importaba demasiado. Ese
carácter de “campamento” con el que Cabrujas se refirió a la nación, hoy es
todavía más preciso. De modo que tener una consciencia crítica de nuestra
historia hace que corramos el riesgo de no ver más que momentos oscuros
(algunos más que otros) y un futuro poco promisorio. Pero la diferencia de
algunas épocas con respecto al presente quizás sea que antes había afán de un
nuevo comienzo, podía empezarse de nuevo, podía haber promesa, podía haber
espacios (aunque reducidos como la UCV) en los que pudiesen integrarse en clave
educativa nuevas formas de desarrollo, de progreso, de porvenir. Ahora la
desazón generalizada pasa por la realidad migratoria: las estadísticas empiezan
a hablar seriamente de diáspora. La UCV es un reducto cada vez más
nebuloso en el que los estudiantes aspiran rápidamente a un título como recurso
desesperado para intentar salir del país. Lo poco que se forma y se educa bien,
ve su plenitud en el extranjero (y muchos de ellos malgastando su talento
desempeñando oficios por la supervivencia). Porque los problemas crónicos se
han multiplicado y se han afianzado como estructurales: la crisis moral, la
corrupción generalizada y la delincuencia desbordada. De allí es más difícil
salir. Un país bachaquero y malandro no tiene mañana.
Una gran subida de los precios del petróleo o un súbito
cambio de gobernantes no sacará a la nación de condiciones tan lamentables a menos
de que haya una reestructuración masiva del sistema completo y de todas las
instituciones. La clave siempre es la misma: la educación, la formación, el
afecto. Pero siempre se escucha esa recomendación como un ritornello barato,
aburrido y siempre desatendido, porque la mayoría de la gente suele enfocarse
en rentabilidad y bienestar inmediato. En general, no suele haber
consciencia de que ese deseo tan elemental nunca ha contribuido a un colectivo
sólido, educado y valioso que puede llegar a constituir un lugar mejor y más
humanizado para todos.
Invertir seriamente en instituciones educativas, otorgar los
mejores salarios a los docentes (desde pre-escolar hasta posgrados), abrir
concursos de oposición para aspirar a esos cargos docentes en todos los niveles
y con unas reglas muy bien definidas. Con medidas parecidas, tal vez más de la
mitad de la población joven desearía convertirse en docente y la ganancia
estaría asegurada porque se formaría, inevitablemente, a toda la sociedad como
ciudadanía crítica, consciente, productiva y respetuosa de los valores comunes.
Una sociedad así ve reducidos al mínimo problemas como la criminalidad, el
embarazo precoz, el deseo de ganar dinero sin prestar ningún servicio (es
inmoral que haya gente que gane dinero sin ofrecerle nada a la sociedad, como
los especuladores financieros, por ejemplo) y sobre todo la productividad
general: alimentos, medicinas, bienes y servicios.
Una sociedad que no ha educado ni formado a su gente está
condenada a ser gobernada después por esa gente. Está clarísimo. Y no sólo en
nuestras latitudes. Siempre se ha dicho que la UCV es un fiel reflejo del país.
Nunca la UCV estuvo en una crisis (presupuestaria, de personal, anímica,
social, etc.) como esta, porque es una agonía por inanición, lenta y dolorosa.
Pero el reflejo también es inverso: cuando la UCV dé signos serios de
recuperación –porque morir también es arduo- podríamos empezar a hablar
de nuevos intentos de comienzos para el país. Uno nunca sabe. Mientras tanto,
muchos docentes resisten en estas condiciones y siguen empeñados en formar con
entusiasmo, tesón y obstinadamente a los que vengan. Seguramente esos
merecerían la admiración y el respeto de los Grases, García-Pelayo, Nuño o
García Bacca. Seguramente a esos Franco tampoco los querría.