_Por. Humberto González Briceño / Tomado de El Nacional
El asesinato del ex inspector del Cicpc Oscar Pérez y sus
compañeros en El Junquito ha estremecido a la Fuerza Armada de Venezuela. La
forma en que todos ellos fueron masacrados pone en evidencia, una vez más, el
relajamiento del profesionalismo y la quiebra total del código de honor en la
FANB.
La Convención de Ginebra, de la cual Venezuela forma parte,
prohíbe expresamente matar al adversario que se rinde o está fuera de combate,
incluso en conflictos internos, no solo internacionales. Este es un principio
del derecho en la guerra jus in bello que forma parte de la doctrina militar de
la Fuerza Armada venezolana.
La documentación del incidente en redes sociales por parte
del mismo Oscar Pérez e integrantes de su grupo evidencia que desde el
principio ya estaban rendidos. Los dramáticos mensajes que cada uno de ellos
envió a sus familias y al gobierno en los que imploraban respeto a la vida no
dejan lugar a interpretaciones. Sin embargo, por órdenes expresas de Nicolás
Maduro, endosadas públicamente por Diosdado Cabello, los funcionarios ignoraron
el inobjetable hecho de la rendición y, a pesar de ello, ejecutaron la masacre.
Miles de funcionarios militares y policiales han expresado
–en privado, y públicamente a través de las redes sociales– su indignación ante
una masacre que deja a la Fuerza Armada en una situación impresentable. Muchos
han cuestionado la falta de ética y profesionalismo en una operación que quedó
degradada al ámbito de carnicería. Gracias, quizá, a esa indignación, dos
funcionarios de la DGCIM hicieron público el video que muestra cuando miembros
de las FAES usan un lanzagranadas RPG-7 ruso para aniquilar al grupo que ya se
había rendido.
Los pranes políticos del régimen se apresuraron –como ya es
habitual en estos casos– a banalizar la masacre de El Junquito. Diosdado
Cabello, en una intervención mediocre, contradictoria y muy poco convincente,
trató de argumentar que Oscar Pérez era un terrorista.
Pero, ¿cómo podía ser terrorista un hombre que
deliberadamente lanzó granadas de utilería a la sede del TSJ, justamente para
evitar daño y solo llamar la atención a su causa? ¿Cómo acusar de asesino a un
hombre que tomó un puesto militar en diciembre pasado en una operación limpia y
respetó la vida de los sometidos y sin ningún tipo de bajas?
La masacre de El Junquito fue una vergonzosa e innecesaria
orgía de sangre del régimen. Sin duda se trata de un episodio completamente
reñido con el honor, la doctrina y el profesionalismo militar que forma parte
de una conducta sistemática de violación de los derechos humanos y perpetración
de delitos de lesa humanidad.
La FANB queda así hoy enfrentada a su propia miseria. ¿Es una
Fuerza Armada o una vulgar banda de asesinos armados de fuerza? ¿A qué
propósito, doctrina o ideología se sirve cuando se asesina a un hombre ya
rendido? ¿Puede el solo principio de obediencia al superior seguir justificando
masacres contra la población civil?
Se trata de una crisis existencial sobre la cual todos hablan
con indignación en los cuarteles. Todos menos uno: Vladimir Padrino López, el
cauteloso ministro de la Defensa cuya única función es poner sellos, firmar
circulares y ser el comedido emisario entre el alto gobierno y la FANB.
Que el ministro Padrino López no haya dado la cara en más de
una semana sobre este incidente no debe ser considerado un mero acto de
cobardía. El silencio de Padrino López también podría ser el reconocimiento
obligado al desarrollo de fuerzas cada vez más potentes que escapan a su
control en el seno de la FANB, y que luchan por recomponer un honor militar que
hoy está quebrado.