Nunca antes en toda la historia de Venezuela un grupo
político en el poder había promovido tanto el odio, el desprecio, la ira, el
repudio, incluso el asco y el apartheid contra quienes no le apoyan, como la
saga de golpes de Estado, primero, y luego de gobiernos de la ultraizquierda
militarista que desde febrero de 1992 ha ido destrozando la que alguna vez fue
nuestra nación.
Todo bajo la égida fundacional de Hugo Chávez.
El teniente coronel nacido en Sabaneta no entró a la escena
política repartiendo abrazos. Ni flores. Como la Revolución de los claveles en
Portugal. Aquella que se deshizo del dictador Salazar sin echar ni un solo
tiro.
No. Chávez se estrenó en la política a lo bestia. En el más
puro estilo de Pinochet o de Galtieri. A mano armada. Echando tiros. Metralleta
en mano. Disparen y no miren a quien. Masacrando a cuanto soldadito inocente se
encontraban en el camino. Asesinándolos sin piedad. Más de 60 quedaron muertos
en el pavimento de las calles caraqueñas.
Pero era un oficial mediocre. Bueno payaseando.
Cantando tonadas llaneras. Echando chistes. Pero malo batallando. No por
casualidad había estado entre los últimos de su promoción. Los militares
respetuosos de la Constitución le cortaron el vuelo. Lo derrotaron y lo
hicieron preso. Y, por suerte, no hubo más muertos.
Desde esa noche de 1992 Venezuela más nunca volvió a ser la
misma. Los demonios del militarismo y el autoritarismo la invadieron. Los
mismos que generaron la Guerra Federal, los que trajeron la larga saga de
dictadores tachirenses, los que se llevaron en los cachos a centenares de
dirigentes demócratas que murieron en las cárceles o asesinados en las calles,
comenzaron a bailar –y a cobrar cifras descomunales en dólares– libremente en
la superficie moral de un país entrenado por dos siglos en el culto a un
militar de pequeño tamaño al que se supone se le debe la independencia patria.
Fue entonces cuando Venezuela se convirtió en la República
del odio. El golpista devenido en candidato presidencial anunciaba que le
freiría la cabeza en pailas de aceite hirviendo a sus adversarios políticos. A
los adecos.
Ya hecho presidente el militar golpista se convirtió en un
gran estigmatizador. A los adversarios los convirtió en enemigos. Con todo el
poder en sus manos vomitaba bilis. “Águila no caza moscas”, decía con la
arrogancia del resentido social que por más esfuerzo que hiciera nunca iba a
ser aceptado como igual por las élites que odiaba pero cuyo reconocimiento
mendigaba.
Chávez no era un democratizador. Ni un sanador. No quería
suturar las heridas de una sociedad rota para comenzar de nuevo en el camino
del perdón. No era Mandela. El tenientico coronel barinés, tan acomplejado como
el poeta Crespo, en vez de ayudarnos a comenzar de nuevo, se convirtió como
Boves en un vengador.
No le importaba construir. Necesitaba destruir. Por eso
cuando juró frente a la Constitución de 1961 vomitó sobre ella y dijo, frente a
Caldera, un anciano atolondrado, con aspecto de momia, que nunca debió haber
sido presidente por segunda vez: “Juro frente a esta Constitución moribunda”.
Era un narciso. Cuando fue derrotado en la consulta sobre la
reforma de la Constitución del 2D se volvió loco y gritó, frente a los
periodistas extranjeros, golpeando la mesa con los nudillos ya rotos: “Esta es
una victoria de mierda”. Después se dedicó a auspiciar programas de TV en los
que el odio era el combustible. Uno se llamaba La hojilla.
Otro Con el mazo dando. Una enfermedad mortal se lo llevó de la
Tierra.
Dejó en la cárcel al general Baduel, el mejor de sus amigos
que lo salvó del fracaso. Detestaba, me consta, a Leopoldo López, porque en las
encuestas que él mismo pagaba le superaba en afectos. Planificó su cárcel. Con
la ayuda de un comunista mediocre al que Petkoff llamaba Ruffián lo inhabilitó.
Era una catarata del odio. La ley que acaba de aprobar la
asamblea nacional prostituyente así lo reconoce.