Por Orlando Arciniegas
Conocí a Harry –sí, el peludo, irreverente, de razones
contundentes—en los pasillos de la Escuela de Educación, en Valencia; él quizá
de estudiante, y yo, al inicio de la docencia universitaria. Creo que fue así,
porque entre Harry y yo había una diferencia de edad, que iba en mi contra.
Bueno, en verdad, no fue que lo conocí, apenas si me crucé con él varias veces,
y algo nos dijimos. Supe que era poeta. Lo que entonces podíamos compartir era
la política, el marxismo, al que luego cada uno abandono a su manera. Él porque
se hizo de la “tendencia groucho”, y yo porque lo declaré liberticida y
antidemocrático.
Confieso que su mirada no me gustaba, la apreciaba
desconfiada, escrutadora, mucho para mí que he sido tímido. Más tarde, Lacan me
aclararía el porqué. El efecto psicológico –según Lacan—es la pérdida de
autonomía que se siente al darse uno cuenta de ser un objeto visible
–consciencia de ser un objeto--. Más tarde, cuando tuvimos trato, hasta llegar
a compartir el vino, un tiempo y apuradas confidencias, me di cuenta de que su
mirada, cuando era contra el sexo femenino, era además impúdica; pero a mí ya
no me importaba, me aguijoneaba la curiosidad, eso sí, de que se pudiera mirar
con tanta desfachatez; pero ya sabía que, ¡vainas aparte!, Harry era una buena
persona.
Donde nos pudimos conocer, si eso se puede decir así, fue en
el Madrid de 1996. Harry, siempre peludo, barbudo, se ocupaba de lo suyo, la
poesía, la literatura y del mundo del libro, otra de sus grandes pasiones.
Asistía a un curso para profesores de Lengua y Literatura Española y cursaba un
postgrado en Técnicas Editoriales en la Universidad de Barcelona. Afinando un
poco más el recuerdo, sé que nos vimos, entre libros, por vez primera, en la
Casa del Libro, la que queda en Gran Vía.
En aquel encuentro, recuerdo, que se mostró un tanto
extrañado de que fuera normal en el español de España, el uso de la secuencia
de las preposiciones “a por”, en expresiones como “Ve a por el pan”; Salió a
por los chicos”. Pero esto se disolvió en un intercambio de rarezas del español
del uno y otro lado... Allí me prometió que nos reuniríamos con Adriano
González León, a la sazón agregado cultural de Venezuela en España... Promesa
que me repitió un par de veces, pero no sé, nunca faltó una razón de última
hora que la frustró.
Pero a ese encuentro le siguieron otros, en un bar o en casa.
Y ya muy próximo a su regreso, en mi lugar de residencia, Harry conoció a
Almudena, una estupenda españolita, hija del destape, llena de gracia y
coquetería. En un santiamén se prendó de ella, pero la irresistible Almudena
tenía amores muy frescos con un antioqueño guapo y modosito, que le había sido
presentado por Clara Inés, una amiga de todos, e historiadora colombiana, que
sabía de trucos para enloquecer hombres, con los que se pagaba sus estudios de
postgrado. A Harry, Almudena --sin la intervención de Clara Inés--, lo
enloqueció. Próximo a su regreso, como dije, me confesó que si Almudena se
decidía se quedaría en Madrid. No se quedó, y cuando nos volvimos a ver ni se
habló del asunto. Recuerdo, en uno u otro bar, que Harry me comentaba el
detalle del vello axilar de Almudena, y me decía que eso anunciaba un coño muy
caliente. Se lo perdió, seguro.