BUENOS AIRES, Argentina – Nada nunca empieza, todo
sigue, pero si esto fuera un cuento se podría decir que empezó hacia 2010,
cuando la crisis económica global se ensañó con España. Ese año el Partido
Popular consiguió que el Tribunal Constitucional anulara el Estatuto de
Autonomía que los catalanes habían votado cuatro años antes. Gobernaba Cataluña
el mismo partido de la derecha catalanista que ya lo había hecho durante más de
dos décadas y nunca había hablado de independencia para su región. Tampoco lo
hizo entonces.
Pero la crisis arreciaba, y el Govern catalán decidió
cortar por lo más débil. Entre 2010 y 2015 redujo los presupuestos de vivienda, educación y salud públicas más del
15 por ciento. En ninguna otra comunidad española los recortes fueron tan
brutales.
Hubo protestas, miles, en las calles. El Govern se
asustó: debía hacer algo. Freud –cuánto hace que no citábamos a Freud– habló de
los recuerdos pantalla, esos que sirven para tapar lo que no soportamos
recordar. Más universales aún son los proyectos pantalla: los que sirven para
tapar lo que no soportamos prever, las amenazas del futuro. Cualquier religión,
muchos discursos políticos son buenos ejemplos. El partido de la derecha
catalana recurrió al más clásico: el viejo truco de la patria.
Toda la culpa, dijeron, era de Madrid. Y allí el
gobierno de la derecha española, también golpeado por la crisis, vio la
oportunidad y saltó sobre ella: ¿qué mejor que imitar a sus correligionarios
catalanes y agitar el mismo espantajo? Fue una curiosa coincidencia: Artur Mas
en Barcelona y Mariano Rajoy en Madrid pensaron que los fantasmas patrios les
servirían para disimular otros fantasmas, y los llamaron a los gritos. “El
patriotismo es el último refugio de los canallas”, repite el doctor Samuel
Johnson. A estos dos les convenía pelearse, revolear banderas: así empezó esta
carrera de provocaciones, bravatas y tonterías que amenaza con crear nuevas
fronteras.
La patria es una idea paranoica –funciona en
referencia a una amenaza externa– y la paranoia siempre vende bien. Es fácil
entusiasmarse con la patria. Es fácil imaginarnos distintos de los otros; es
fácil imaginarnos mejores que los otros. Es fácil suponer que todos los males
vienen de los que están más lejos, los que no son nuestros parientes, nuestros
vecinos, los nuestros. Es más cómodo, más tranquilizador: evita ciertos roces y
evita, sobre todo, el esfuerzo de pensar.
El mayor efecto de la patria es aplastar las
diferencias, los matices: hace que cualquier consideración desaparezca ante la
fuerza de esa banda de –supuestos– iguales. Frente al aumento de la desigualdad
en la sociedad catalana –como en el resto de la sociedad española– en los
últimos años por la concentración de la riqueza y la pérdida de empleo y los
errores económicos, lo más fácil para muchos catalanes es decir “Espanya ens
roba” (España nos roba). Es lo mismo que hicieron los británicos que votaron
el brexit, los estadounidenses que votaron a Trump, y siguen los
éxitos.
Así que la gran derecha catalana, extrañamente aliada
con la izquierda republicana, con mayoría en el Parlament autonómico, convocó un referéndum para que los catalanes voten si quieren o no la
independencia. Lo anunciaron para el domingo 1 de octubre y la ley que lo prevé
dice que si gana el sí –por mayoría simple de votos, sin mínimo de
participación–, el Parlament debe declarar, en menos de 48 horas, la
independencia.
Independencia es un concepto vaporoso. Creo que muchos catalanes no se imaginaban el
esfuerzo, el costo, la voluntad que requiere poner en marcha un país nuevo. No
se veía –viví allí varios años– en la sociedad catalana esa energía y esa
urgencia necesarias para inventar un país, para construir la realidad de una
idea. Parecía que se imaginaban la independencia como un estado idílico, de
amor y tradición, de retorno a un pasado que nunca existió. Que no consideraban
que los obligaría a crear un gran aparato de Estado, a salir de la Comunidad
Europea, a perder por un tiempo su mercado principal –España–, a resignar nivel
de vida. Y que el Barça tendría que jugar un campeonato de segunda.
Por eso, hace unos meses no habría sido difícil
contener ese impulso o, por lo menos, encauzarlo. El gobierno central podría
haber buscado las maneras: informar sobre las complicaciones de una separación,
insistir en que España quiere y necesita a Cataluña, discutir mejores términos
de convivencia. Y, en última instancia, organizar un referéndum legal,
consensuado, que aceptara que para plantear su secesión la población de una
región necesita dos tercios o tres cuartos de los votos, con un mínimo de
participación. Al fin y al cabo, todas las encuestas dicen que tres de cada cuatro catalanes quieren votar y decidir, pero menos de la mitad elegiría la
independencia. Votar y votar por la independencia son dos cosas radicalmente
distintas; la testarudez de Rajoy y los suyos las ligaron.
Tenían muchas opciones y las despreciaron: se creen
que para complacer a su público les conviene mantener la imagen de caballeros
altivos inflexibles —que tan bien sirvió a sus ancestros para construir la
famosa leyenda negra—. Y ahora insisten en su exquisita mezcla de sordera y
agresión: siguen negándose a cualquier diálogo, secuestraron millones de
boletas y carteles electorales, mandaron fuerzas de intervención policial con
helicópteros y barcos, acusaron a más de 700 alcaldes, detuvieron a una docena
de dirigentes, crearon un clima de ocupación que solo favorece a los otros
nacionalistas. La imagen de la Guardia Civil española impidiendo votar a los
ciudadanos de Cataluña es de esas que pueden durar décadas.
El gobierno del Partido Popular insiste en que el referéndum es inconstitucional. Lo es, según la ley, pero el texto de la ley no
siempre traduce su espíritu. Es difícil, en una democracia, sostener que un
pueblo no tiene derecho a expresarse en las urnas. Y es más difícil todavía
reprimirlo por intentarlo. El referéndum puede ser ilegal; con su violencia, el
Estado central lo está legitimando.
Siempre se dijo que la principal característica de los
catalanes era el seny –el sentido común, la razón serena–; en
este caso, la intolerancia centralista está acabando con él. Más y más
catalanes se deciden por un independentismo que, hace unas semanas, los
asustaba o no les interesaba. Más y más personas dicen que ya no importa lo que
les cueste; que no quieren seguir tolerando los agravios y ataques españoles.
Si alguna vez queremos saber cómo se llega a situaciones que parecían
imposibles, el caso catalán será objeto de estudio: de cómo dos bandos que
creyeron que podrían mantener controlada una pelea de baja intensidad rodaron
al abismo.
El viernes Mariano Rajoy anunció que su intervención
policial y judicial ya había logrado desarmar el referéndum. Es probable que el
Govern, acorralado, no consiga realizarlo. La votación será remplazada por los
intentos de votar: el próximo domingo esos intentos se convertirán en marchas,
acampes, ocupaciones varias —como la que ya empezó en la Universidad de
Barcelona—.
Así que nunca se sabrá qué habrían votado los
catalanes. No habrá datos ni hechos ciertos sino nuevas ilusiones: lo que
podrían haber logrado si no los hubieran reprimido. Los hechos se pueden
discutir; las ilusiones no. Y nadie descarta que el lunes 2 el president Puigdemont
declare la independencia de Cataluña y que España intervenga manu militari y que catalanes resistan y que quién sabe qué.
Mariano Rajoy pasará a la historia como ese necio que de tanto escalar una
suave colina la convirtió en el Everest: gracias a sus esfuerzos los
independentistas están ganando esa legitimidad que solo consiguen, en nuestras
sociedades, las víctimas. Nada le sirve tanto al viejo truco de la patria.
*Martín Caparrós es periodista y
novelista argentino. Sus libros más recientes son "El hambre" y
"Echeverría". Vive en España y es colaborador regular de The New York
Times en Español.