Asignar
a toda una comunidad una serie de estereotipos es un acto de violencia
simbólica para quienes intentan superar el estigma
María Sierra / Manuel Ángel Río Ruiz
Deportación de población romaní en Asperg, Alemania. 1940.
Bundesarchiv
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Quienes ignoran la historia están condenados a
repetirla, dice un viejo adagio. Más grave es que la historia de una
sociedad sea ignorada por sus intelectuales, por quienes tienen voz
pública. En ese caso, empujan a sus conciudadanos por el despeñadero de
un desconocimiento que tiene graves consecuencias cívicas.
Xavier Martínez Celorrio ha firmado recientemente,
como profesor de Sociología de la Universidad de Barcelona, un artículo
sobre el pueblo gitano titulado Violencia eterna entre linajes
que, aunque hace alusión a la historia, ignora la investigación
historiográfica existente: son ya bastantes los trabajos hechos desde
universidades europeas y americanas que muestran cómo las comunidades
romaníes del mundo han servido históricamente a las sociedades
mayoritarias para construir una imagen del “otro” con la que reforzar
sus propias normas y modelos. Un contra-espejo útil para marcar los límites de la autollamada civilización,
para instruir en lo que se debe ser y lo que no se debe ser; un
discurso y unas representaciones que han castigado secularmente a sus
protagonistas involuntarios.
En España, como en Europa, una larga colección de leyes y medidas se dedicó a perseguir a los gitanos durante los siglos XVI, XVII y XVIII, buscando supuestamente su integración
El pueblo gitano llegó a España a finales del siglo
XV, en uno de tantos movimientos migratorios de los que han nacido las
actuales poblaciones europeas. En ese tiempo, la mayoría de los Estados
del viejo continente estaban empezando a poner en marcha medidas
radicales de homogeneización cultural en aras de una mayor cohesión
política: expulsiones como las de los judíos y moriscos son solo algunas
muestras de la orientación que tomó la construcción del Estado-nación
moderno. En España, como en Europa, una larga colección de leyes y
medidas se dedicó a perseguir a los gitanos durante los siglos XVI, XVII
y XVIII, buscando supuestamente su integración. Memorialistas e
historiadores de distinto signo dieron argumentos eruditos para la
violencia estatal. La iniciativa más extrema, la Gran Redada, fue un
proyecto de exterminio de la población gitana puesto en marcha por el
marqués de Ensenada en 1749 que sacó de sus casas a los gitanos
avecindados en muchas localidades del país (tómese nota: los
avecindados), separó a sus familias y les quitó sus propiedades antes de
llevarlos a lugares de trabajo forzado. Al cabo de los años, una parte
de los encarcelados fue puesta en libertad; otra cosa era rehacer sus
vidas. Es una historia que ha sido bien estudiada por Gómez Alfaro y Martínez Martínez, cuya lectura recomendamos.
Con el siglo XIX pareció llegar la paz, pero lo que
llegaron fueron los estereotipos. Escritores, pintores, fotógrafos,
viajeros de clase acomodada “descubrieron” a los gitanos y los
tipificaron como exóticos, arcaicos, diferentes, interesantes de
observar… Y, puestos a observar, los científicos se erigieron en los más
adecuados diagnosticadores de una realidad social que construían a la
vez que estudiaban: en este escenario, en la estela de los anteriores
arbitristas, nos encontramos ahora con los primeros antropólogos y
sociólogos, médicos, eugenistas, criminólogos y una amplia panoplia de
profesiones que los Estados del siglo XIX y principios del XX
auspiciaron con el objeto de controlar y moldear la vida social de
acuerdo a los principios de gubernamentalidad de la época. Se definió
entonces una catalogación de pueblos organizada según un modelo blanco
de civilización, que implicaba una jerarquización racial de gran
utilidad para el proyecto colonial de fin de siglo. La ciencia colaboró a
instituir “la desigualdad de las razas humanas”, según rezaba el título
del famoso libro de Gobineau, por mucho que la voz de otros como Anténor Firmin denunciara la ilegitimidad de esa clase de antropología y afirmara que otra bien distinta era posible.
En un siglo en el que la ciencia se convirtió en la
nueva fe para las sociedades occidentales, la mayoría de las disciplinas
que estudiaban al hombre en sociedad aceptaron el supuesto implícito de
la existencia de una jerarquía “natural” de naciones o pueblos. También
se construyó la figura del “enemigo interno”, referida en este caso ya
no a los “otros” que vivían en las lejanas tierras de África o Asia sino
a aquellos “otros” vecinos que vivían dentro de las sociedades blancas.
Al final de aquel camino, recogiendo argumentos de
unos y otros, los científicos raciales –y racistas-- del nazismo
definieron a los gitanos como un pueblo genéticamente delincuente y
amoral, que no debía mezclarse con la bonita raza aria. El 70% de la
población romaní del territorio europeo controlado por el III Reich,
desde Francia a Rumanía, fue asesinado en el Holocausto. Dio igual haber
sido ciudadano alemán durante muchas generaciones, dio igual haber
participado en las glorias deportivas de la nación, dio igual incluso
haber servido en el ejército alemán… El campo de concentración fue el
destino de un gitano sinto como Walter Winter, cuyas memorias de
Auschwitz también recomendamos a cualquier interesado en la historia del
siglo XX. La confianza en que estaban cumpliendo con sus deberes como
ciudadanos (y que eso les permitiría tener derechos) llevó a más de un
gitano alemán a recorrer el mismo camino. Como en la Gran Redada
española, los vecinos que cumplían con las normas de la sociedad
mayoritaria fueron la presa mayor de las políticas de exterminio.
El 70% de la población romaní del territorio europeo controlado por el III Reich, desde Francia a Rumanía
Creemos que, si se conocen estas y otras historias, se
puede concluir que las comunidades gitanas no han tenido muchos motivos
para confiar en la acción salvífica del Estado y de la cultura oficial.
En vez de criminalizar a todo un pueblo sin considerar la variedad de
sus integrantes en todos los momentos históricos, el conocimiento de la
historia ayuda a entender por qué los gitanos en conjunto lo han tenido
más difícil que ninguna otra minoría nacional, por qué tiene especial
mérito lo que están logrando recientemente con mucho esfuerzo las
gitanas y gitanos en este y otros países, por qué la bota del pasado les
aplasta aún en los niveles inferiores de bienestar económico, sanitario
y educativo, a pesar de esas supuestamente benéficas “modernidad y
políticas de integración” de las que habla el articulista de El Periódico.
El artículo de Martínez Celorrio se lee rápidamente,
pero en este caso reproduce una ciencia fácil y acrítica. Mediante
atajos culturalistas, reviste de categorías sociológicas lo que en
cambio son explicaciones esencialistas: cuatro estereotipos sirven para
distinguir arcaicos de modernos y para identificar a toda una comunidad.
Se generalizan así rasgos puntuales, existentes también en otras
formaciones sociales, castigando con una imagen esencializada a todo un
pueblo cuya diversidad queda invisibilizada. Al final, todo se resume en
la manida acusación del “no quieren integrarse”; y que un científico la
mantenga tiene importantes efectos sobre la opinión pública de la
sociedad mayoritaria, que además se ve así exonerada de cualquier
responsabilidad con respecto a la llamada “cuestión gitana”.
Entendemos, en cambio, que esta misma opinión y esta
misma sociedad deberían antes bien saber que, en tiempos recientes y en
democracia, algunos grupos de lo que Martínez Celorrio llama la sociedad
paya (su “nosotros”) han reaccionado bajo lógicas no precisamente
“modernas”, violentamente y fuera de la ley, a la hora de tomarse la
justicia por su mano e incendiar viviendas gitanas, como sucedió en
Martos y otra amplia lista de localidades de la geografía española. Hay
trabajos dedicados a analizar estos casos
de violencia grupal de las mayorías (ya sean estructuradas por linajes o
como masas terroríficas) contra los derechos fundamentales de minorías.
Invitamos a Xavier Martínez Celorrio a reflexionar
sobre las condiciones y climas de opinión que fomenta la materialización
violenta de prejuicios contra los gitanos, como el que acusa a todos/as
sin distingo del recurso a la violencia familista y les deja esta
tarjeta de visita como única forma de presentación en sociedad.
Es importante reflexionar sobre el daño que causan las
palabras. Artículos como este dificultan y frenan los resultados de
trabajos de muy largo radio que desde distintos lugares se vienen
desarrollando para mejorar la vida (y la imagen, algo que está
estrechamente relacionado) de personas reales. Reales y diversas, porque
son muchas las formas de ser gitana o gitano a pesar de la insistencia
en encerrarlos a todos en la jaula de una única identidad colectiva
descrita como clánica y atávica. Creemos que asignar a toda una
comunidad –en palabras de Martínez Celorrio– unas “identidades
adscriptivas y conservadoras que no permiten evolucionar y revisar la
etnicidad gitana desde otros modelos más plurales basados en las
libertades individuales” es un acto de violencia simbólica, profunda e
injusta para quienes intentan superar el estigma aun sufriéndolo en
forma de discriminaciones cotidianas.
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María Sierra es catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla.
Manuel Ángel Río Ruiz es profesor de Sociología de la Universidad de Sevilla.
Ambos son investigadores del proyecto de I+D Historia de los gitanos: exclusión, estereotipos y ciudadanía.
Este artículo está publicado en Paradojas de la ciudadanía.