Jorge Alemán
Página 12 - Argentina
En la actualidad, nos encontramos con la “izquierda clásica” que defiende los “intereses de la clase obrera”, a la que todavía considera –contra toda realidad histórica del Capital– la fuerza material que cumplirá con la desconexión definitiva del modo de producción vigente y con la “izquierda posmoderna”, advertida ya del “posfordismo” y de que no se dispone a priori de ningún sujeto histórico que sea identificable y necesario sin que medie la contingencia de la construcción política. Estas vertientes de la izquierda, a pesar de sus notables diferencias, coinciden en un punto crucial: en la crítica permanente a las experiencias populares latinoamericanas y las que despuntan en Europa, por no haber sido capaces de llegar a tocar, alterar o transformar lo “real” del capitalismo.
Por ello una y otra vez, con distintas
variaciones, repiten el mantra de que no se pudo salir del “modelo
extractivista” y de la excesiva dependencia del valor de las materias primas en
el mercado mundial, de que no se superó una lógica distributiva que sólo
consiguió finalmente producir el efecto indeseado de una nueva “clase media
consumista”, etc. Estos argumentos solo serían veraces, si se admite que el
partido se juega en un terreno distinto al que la agenda neoliberal propone, y
ya sabemos que casi nunca es así. Lo que suele ocurrir es que la experiencia
popular o el intento de una “hegemonía populista” funciona de un modo siempre
frágil e inestable en los pliegos del poder neoliberal y está expuesta a su
arma más directa: la producción de subjetividades. Esto provoca en la propia
vida íntima una relación bloqueada casi en su totalidad con todo intento de
transformación, que no coincida con una mera “gestión” y rendimiento de la
relación consigo mismo y con los otros.
En este aspecto, conviene señalar también
la emergencia de una nueva “derecha progresista”, que en los últimos años ha
sabido conjugar una suerte de sincretismo entre los manuales de autoayuda, la
desafección por la política, una demagogia del amor, la felicidad y la
proclamación de un mundo sin conflictos, donde todo intento de transformación
estructural es rápidamente anatemizado como “autoritario” y “antidemocrático”.
El derechista “progre”, que habla desde una supuesta democracia, utilizándola
como un valor incondicionado y universal, absolutamente descontextualizada de
las relaciones de poder del Capital, se ha convertido en una de las figuras
privilegiadas –incluso con más posibilidades de seducción que las derechas
reaccionarias– del ordenamiento neoliberal tanto público como privado. En este
sentido, conviene recordar que la apropiación neoliberal de las distintas
esferas de la realidad ya han desestabilizado definitivamente la oposición
público-privado.
Por otra parte, la izquierda, ya sea en su
versión clásica o posmoderna, no habla de cómo sería de verdad “tocar” al
capitalismo, ni de cuantas miles de vidas habría que sacrificar, ni de que modo
el Capitalismo volvería a reproducirse en la lógica de Estado propuesta. Es
cierto que la izquierda posmoderna, al estar plenamente advertida de todo esto,
emplea lógicas más esquivas con respecto al Poder, como “nomadismo”,
“sustracción” o “reinvención de lo Común”, todas posibilidades muy
interesantes, pero que sólo alcanzan su verdadera inteligibilidad si se
describe como corresponde el antagonismo, condición inherente a toda
estructuración de la sociedad. También la izquierda posmoderna debería dar
cuenta de como actuaría en el caso de afrontar los antagonismos que surgen en
cualquier experiencia que sea capaz de afectar al poder neoliberal y su
apropiación de todas las esferas de la realidad.
Por último, si estas experiencias
populares están tan sobredeterminadas por el reformismo inoperante que nunca
afecta a la estructura misma de las cosas propias de la dominación neoliberal,
¿por qué tanto empeño en las oligarquías financieras nacionales e
internacionales en pagar cualquier precio por arruinar a esos proyectos y contratar
a todo tipo de mercenarios mediáticos para destruirlos? En la época del
capitalismo, en su versión neoliberal, las políticas transformadoras de signo
popular tienen la ventaja histórica de haber roto con el círculo del terror
sacrificial propio del modo de ser revolucionario, pero a su vez, sus
transformaciones se inscriben en un orden donde no existe una totalidad
abarcable cómo estructura. Se trata sólo de superficies de nuevas practicas de
lo común, de experiencias subjetivas de invención de nuevos lazos sociales, de
distintas formas de anudamiento entre el Estado y los actos instituyentes
surgidos de los movimientos sociales surcados por la heterogeneidad y en donde
nunca se encuentra la respuesta definitiva sobre el verdadero alcance de la transformación.
La nueva izquierda tal vez deba encontrar
en la insistencia y en la reformulación teórica y práctica permanente su nuevo
estilo de mantener a lo político como un deseo y una apuesta y no como un Ideal
que sólo sirva para restituirle al narcisismo su estatua de bronce inerte.