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Muchos de los griegos que hace una semana votaron “No” en el referéndum, conscientes de que la permanencia de su país en el euro quedaba muy comprometida, se consolaban diciendo que al fin y al cabo no era posible ir a peor. Y que otra cesión en forma de nuevos ajustes les resultaría insoportable para su bienestar y dignidad. Es una actitud comprensible que, sin embargo, no responde a la realidad. Pese al sufrimiento padecido durante cinco años de austeridad económica y de creciente impotencia política, todavía pueden empeorar mucho su situación en todos los terrenos si finalmente han de volver al dracma; y más aún, si eso supone también dejar la Unión.
Una justificación similar,
aunque desde un punto de partida obviamente opuesto, se escucha estos días
entre aquellos muchos que en el resto de la eurozona han llegado a la conclusión
de que Grecia no debe continuar. Aducen que, después de haber forzado mucho la
interpretación del Tratado articulando dos rescates y otras varias actuaciones
para aliviar su situación (como la quita de deuda privada o las diversas ayudas
de emergencia por el BCE), aquel país parece no tener remedio. Y que las
consecuencias de un Grexit son ya menos malas para el resto de la UE
que las que resultan de llegar ahora al enésimo compromiso después de tantos
engaños, acreditada falta de voluntad para regenerar aquel Estado y aparente
incapacidad de tener una economía sostenible.
También parece una actitud
comprensible. No obstante, pasa lo mismo que con la sufrida contraparte griega
que se ha hartado de seguir negociando. Simplemente no es cierto. Las
consecuencias económicas y, sobre todo, políticas de forzar un abandono de
Grecia serían mucho peores que un nuevo intento de resolver el problema.
Atrapados por el corto plazo de la frustración que supone no llegar a acuerdos
creíbles y con la vista puesta simultáneamente en las cada vez más impacientes
opiniones públicas de ciertos países acreedores, a algunos de sus líderes políticos
les cuesta trabajo tomar perspectiva y ser conscientes del desastre histórico
que amenaza hoy al proyecto europeo.
Merece la pena recordar aquí un
discurso memorable, realizado en Berlín en 2011, por el entonces ministro de
asuntos exteriores de Polonia y antiguo periodista, Radek Sikorski. Arrancó
aquella intervención contando que veinte años atrás, haciendo de reportero en
los Balcanes previos a la guerra y mientras entrevistaba a un banquero, éste
recibió una llamada de teléfono que le comunicaba que Serbia había decidido
unilateralmente imprimir moneda propia al margen del dinar común. Tras colgar,
el entrevistado dijo con enorme preocupación: “este es el fin de Yugoslavia”.
Y no se equivocó. Aquella federación se disolvió pronto y de forma traumática.
Porque, como recordaba el ministro polaco a su homólogo alemán hace ahora
cuatro años (en el momento de mayor inflexibilidad intelectual y política sobre
la forma de gestionar la crisis), el destino de Yugoslavia nos recuerda que el
dinero, además de un medio de pago, una unidad de cuenta y un depósito de
valor, simboliza la unión; o la desunión. La confianza o la desconfianza. En
realidad, el dinero es un simple papel al que le otorgamos enorme valor sólo
porque confiamos en que una comunidad política lo respalda.
Por supuesto, incluso si el
resultado final de esta crisis supone el regreso del dracma, no estamos ante
una perspectiva tan dramática como la que se vivió en Yugoslavia pero sí se
habrá roto la confianza y, como se dirá enseguida, esa será una fractura difícilmente
reparable en esa comunidad política tan delicada y casi naciente a la que
llamamos Unión Europea. Los halcones que predican el Grexit conceden
que será sin duda doloroso para los griegos pero que, en definitiva, ellos se
lo han buscado con sus incumplimientos de años, culminados recientemente con
esa agresividad desafiante que tan intolerable les resulta. Es en parte cierto.
Nadie niega, salvo algunos economistas de prestigio que frivolizan desde el
otro lado del Atlántico sobre el futuro de los griegos, que el golpe de una
salida sería durísimo para ellos. Pero el error consiste en no valorar
el enorme daño que ese desenlace también causaría al otro lado.
La integración europea es un milagroso ejercicio de confianza. No dispone de fuerzas coercitivas y su autoridad se basa
en la predisposición voluntaria asumida por un grupo de Estados especialmente
orgullosos (algunos de ellos, los más antiguos del mundo y con un insuperable
historial de guerras mutuas) de cumplir los tratados y las demás decisiones que
van acordando bajo la frágil vigilancia de unos miles de burócratas en Bruselas
o Fráncfort y de un puñado de jueces en Luxemburgo. Se trata de tener
confianza entre los socios pero también de generarla en los ciudadanos, en las
empresas que deciden invertir o comerciar o en el resto del mundo que confía
que el proyecto es creíble, que su moneda es irreversible.
Hay quien dice que la confianza
económica no está en peligro con la salida de Grecia porque se han creado
suficientes cortafuegos para los demás y porque sería más bien la permanencia
del socio díscolo la que pone en peligro la credibilidad. Y es posible que si
Atenas se empeña en incumplir sistemáticamente y sin motivo los acuerdos y las
normas llega un punto en el que, en efecto, resulta tristemente preferible
aplicar una mutilación. Pero tendríamos que estar muy seguros de que ese umbral
se ha cruzado en un país que sigue siendo mayoritariamente partidario de seguir
en el euro, que ha sufrido los errores de cálculo que tanto abundaron entre
2010 y 2012 y que, pese a todo, ha acometido reformas muy duras.
Y tendríamos que estarlo
porque, llegados a ese punto de no retorno, se alegrarán los eurófobos en la
misma medida que se decepcionarán muchos europeístas que seguramente dejarán de
serlo al comprobar que los ideales éticos de la integración no han resistido el
primer embate serio. Resultaría triste, como advierte Miguel Otero-Iglesias,
que enfrentados a un temporal sólo hubiéramos acertado, con razón o sin ella, a
tirar por la borda al miembro más débil y problemático del proyecto ¿Y qué
pensará el resto del mundo de nosotros? Seguramente algo parecido a lo que
opinaríamos nosotros si, por ejemplo, el norte de Italia hubiera decidido –algunos
años después de inventarse el Risorgimento e incorporar al Sur en una
nueva comunidad política- que su proyecto político exigía expulsar alMezzogiorno
por no estar a la altura de los demás. Un pecado así resulta inaceptable,
imperdonable.
Por eso, en este momento
decisivo al que nos enfrentamos, es de esperar que sus gobernantes en
uno y otro lado de la mesa negociadora tengan la magnanimidad y la altura de
miras que ya tuvo Europa en los años cincuenta cuando concibió una alianza de
intereses mercantiles y políticos fundada en valores. En unos ideales éticos
que estaban por encima de la conveniencia económica concreta. Entonces
fue el deseo de dar una nueva oportunidad a Alemania como socio igual, a pesar
de que en los setenta años que fueron de 1870 a 1939 sus ejércitos habían
invadido por tres veces a sus vecinos. Una oportunidad basada en la confianza
de que esta vez el incumplidor de la paz no volvería a las andadas. Y
correspondida por el compromiso adquirido por éste de construir una
credibilidad en ese sentido. De igual modo, por el bien de todos, Grecia merece
hoy una nueva oportunidad y por supuesto empezar a ganársela a partir de mañana.