Durante la más prolongada de las
pájaras que padeció Sabina en el pasado, el poeta Luis García Montero le llevó
los versos de 'La nube negra'
En el éxito y en el fracaso, la diferencia entre un
artista y un burócrata del arte suele estar marcada por la soledad. Es que
tiene muchas tablas, decimos de aquellos que, después de muchos años, consiguen
acercarse a las palabras o a un escenario como quien cumple un trámite. Son los
que convierten la profesionalidad en una receta, no en un oficio. Porque hay
otros artistas con oficio y años que no pueden acomodarse a las recetas, que
viven cada cita como un acontecimiento y se sienten solos, inseguros, en medio
de las ovaciones. La verdad en el arte puede consolidar con fuerza un mundo
propio, pero condena al creador a una perpetua debilidad. Una exigencia
continua, una vida a la intemperie.(...)
Joaquín
Sabina reapareció el pasado sábado en
Madrid, después de cinco años de giras por el mundo. Cuando se anunció el
concierto, las entradas volaron como pájaros dispuestos a anidar en un
acontecimiento. En una hora se colgó el cartel de aforo completo en el Palacio
de los Deportes y los organizadores tuvieron que programar una segunda
actuación para dar respuesta a las ilusiones desatadas.
El éxito de convocatoria intensificó su soledad.
Madrid me rejuvenece, le dijo a sus amigos, porque sintió de nuevo ante el
concierto ese estado quebradizo del muchacho que empieza, los nervios del
cantautor que sueña con un escenario, una banda y un puñado de canciones
memorables. Los protagonistas de las canciones de Joaquín son seres solitarios,
almas que sobreviven en una ciudad y negocian con la pérdida el saldo rojo de
la memoria y el sentimiento. Sus letras conmueven porque encierran una verdad,
su verdad, la verdad de Joaquín convertida en arte y en la verdad de todos.
Cuando el sábado salió al escenario, todo estaba en su
sitio: una banda cómplice y trabajada, la voz en plena forma sabinera, el
espectáculo acompañado por pantallas con imágenes bien seleccionadas y el
público decidido a corear cada verso de sus 500 noches para
una crisis. La gente aplaudió, bailó, cantó y preparó el éxito fácil de un
cantante que pertenece desde hace muchos años a nuestra educación sentimental.
Pero de pronto, Joaquín
empezó a sentirse débil, su cara reflejó un
esfuerzo de resistente combatido por la tristeza y salió del escenario para
dejar que Jaime Asúa y Pancho Varona cantaran El caso de la rubia
platino y Conductores suicidas.
Joaquín pudo haber engañado a su público, porque todo
estaba dentro de la normalidad. Poca gente podía sospechar lo que estaba
escondido el camerino. El miedo y la insatisfacción de un creador son poco
visibles cuando un estribillo mil veces cantado desata ovaciones. Pero al salir
de nuevo al escenario, decidió confesar que no se encontraba bien, que había
tenido un ataque de inseguridad, un pánico escénico parecido al de Pastora
Soler. Siguió después con el programa previsto y completó hora y media larga de
actuación. Con eso y un bis, hubiera podido dar por bueno un concierto regular.
Pero necesitó de nuevo ser honesto, decirle al público que no estaba bien y que
no iba a hacer los bises que habían preparado. En realidad, pidió perdón por no
cantar esos dos o tres éxitos que se guardan para asegurar el éxito final de un
concierto. Joaquín no estaba contento con él mismo y quiso decírselo a la
gente.
Lo de Joaquín, me comentó al salir del Palacio de los
Deportes el poeta Felipe
Benítez Reyes, ha sido un problema
de falta de vanidad. Otro artista cualquiera hubiese estado feliz consigo
mismo, dichoso de la convocatoria y de la entrega del público. A Joaquín le
hubiera bastado con callar sus propios sentimientos y con utilizar un par de
estrategias profesionales para despedirse con la apariencia de un éxito. Pero
Joaquín estaba delante de Madrid —buenas noches, Madrid—, y engañar a Madrid era
tanto como perder la lealtad consigo mismo, como romper el lazo de honestidad,
libertad, impertinencia y verdad que definen su mundo.
Joaquín Sabina es poeta no porque haga endecasílabos
perfectos y sonetos bien pulidos, sino porque ha creado su propia verdad, la
historia a la que necesita ser leal. Los amigos lo hemos visto dudar muchas
veces, llenar de tachaduras los papeles, dejar abandonada una canción, vivir la
soledad del que se responsabiliza de manera íntima de cada palabra que decide
asumir. Los amigos lo hemos visto soportar muchas nubes negras, muchas
depresiones y algunas muy graves. Cuando el ictus lo dejó desarmado, llegó a
pensar incluso que se acababa su carrera. Pero lo más débil es lo más fuerte a
la hora de superar los propios abismos. Los amigos lo hemos visto levantarse
muchas veces y salir reforzado de las lluvias más secas.
Joaquín es una persona acostumbrada a admirar mucho lo
que hacen los demás. Sus devociones lo acompañan de hotel en hotel y de casa en
casa. El éxito lo ha hecho generoso con los demás y vigilante con él mismo. No
quiere perder la lealtad, engañar a su vocación, borrar la melancolía insegura
del joven que leyó a César Vallejo y escuchó a Brassens o
a Dylan. Allí, en el refugio débil de una lealtad vital, está
su fortaleza.
de un artista son poco visibles
Un
día, quizá en el último verano de la juventud, Joaquín Sabina cambió en una
canción el Sur de su nacimiento por el Madrid de su guitarra, sus causas
perdidas, sus malditos, sus benditos y su historia. A ese Madrid le pidió
perdón Joaquín Sabina porque no estaba bien. Prefirió no engañar, no engañarse.
Ante ese Madrid se levantará mañana una vez más. De ese Madrid se despedirá
para siempre cuando sospeche que la burocracia del arte y los escenarios
intenta sobrevivir a costa de devorar la verdad de sus canciones.