Mil
palabras por una imagen
Antonio Caballero escribe sobre el
"sorprendentemente"
popular líder espiritual.
Por: Antonio Caballero
Este
anciano jovial y a la vez acongojado (esas cejas, esa sonrisa indecisa) que
saluda o bendice con unción eclesiástica, a la manera de los exalcaldes de
Bogotá, es en realidad el modelo que les inspira a ellos su manera de saludar
(o bendecir): es el Dalái Lama, mezcla de Papa infalible y rey feudal por
derecho divino, jefe religioso de la rama vajrayana del budismo y gobernante
teocrático y autocrático del Tíbet desde los cuatro años de edad. Era un niño
llamado Lhamo Dhondup en una aldea perdida del Himalaya cuando fue descubierto
y reconocido como la reencarnación de los trece grandes lamas tibetanos desde
el siglo xiv, rebautizado como Tanzin Gyatso con el nombre de sus antecesores y
llevado a educarse y a la vez a enseñar en su gigantesco palacio y además
templo de Potala, en Lhassa. Hasta que en 1959, cuando tenía veinticuatro años,
la invasión del Tíbet por las tropas chinas lo mandó al exilio. (...)
Pero sigue
siendo considerado
por muchos gobiernos el gobernante legítimo de su país ocupado, y también, más
sorprendentemente, tenido por gran maestro espiritual por millones de personas
en el mundo: en el Tíbet, en la India, en la propia China y, por supuesto,
entre la crédula masa de hippies supérstites de Occidente.
Digo
“sorprendentemente” porque, a mi parecer, este Dalái Lama no dice sino bobadas.
No he leído sus textos de doctrina –tiene unos veinte libros publicados–, pero
si juzgo por dos largos sermones, un florilegio de aforismos escogidos
publicado en el mismo periódico de donde tomo la foto, El Nuevo Siglo, y
un puñado de tuiteos encontrados en internet, está a la altura del autoayudador
Paulo Coelho. Escribe cosas como esta: “Cualquier ser busca la felicidad y no desea
el sufrimiento”. O como esta, metiéndose en honduras: “Como han sugerido
algunos científicos, el Big Bang no es tanto un punto de partida como un
momento de inestabilidad termodinámica”. O como esta otra, hablando de lo suyo,
pero incomprensible: “El budismo explica la evolución del cosmos según el
principio de la originación dependiente, en que el origen y la existencia de
todo ha de entenderse en términos de la complicada red de causas y condiciones
interrelacionadas”. O como esta, desconcertante en su pretensión
místico-matemática: “El número más alto es el ‘cuadrado indecible’, que se
supone corresponde a la función de lo ‘inenarrable’ multiplicado por sí mismo.
Un amigo me ha dicho que ese número se puede representar como 10 a la 59”.
No
sé si sea un problema de traducción. ¿Del inglés? ¿Del tibetano? ¿Del
sánscrito? O de la selección de textos, hecha por el director de Humanidades de
la Universidad de La Sabana, Hernán Alejandro Olano García. Pero tampoco los
tuiteos de internet son particularmente profundos. “Es importante la
contribución que el calor humano le hace a la felicidad”, dice uno. Y otro:
“Así como hablamos de higiene física debemos hablar también de higiene mental y
emocional”.
El Dalái
Lama va vestido de monje mendicante del Oriente remoto y milenario: brazos
desnudos, cráneo rapado, tosca túnica de sayal color mostaza y azafrán oscuro.
Pero, a la vez, va aureolado con baratijas del presente occidental: gafas de
lentes bifocales, micrófono colgado de la oreja, y en la muñeca unas pulseras o
manillas como las que fabrican los hippies en las aceras o los indios en la
selva o los políticos presos en La Picota para obtener una reducción de pena
por trabajo y buena conducta. Tal vez se las regaló el presidente Álvaro Uribe
cuando vino de visita a Bogotá en el año 2006.
Porque al
Dalái Lama en su exilio lo reciben los reyes y los presidentes. Lo recibió hace
poco el de los Estados Unidos. Hace unos años le dio una audiencia el Papa de
Roma (brazos desnudos, hábito de sayal, etc.). En 1989 le dieron el Premio
Nobel de la Paz, y poco después la Medalla del Congreso de los Estados Unidos.
Todos estos homenajes enfurecen al gobierno de la China, que lo juzga una
amenaza por su influencia espiritual y política sobre el pueblo tibetano, aun
desde su largo exilio. Pero esa influencia occidental en Oriente, y ese
prestigio oriental en Occidente, se los debe el Dalái Lama a la pura chiripa,
como sucede a veces en las carambolas del billar: pues si algo puede ser más
debido al arbitrario azar que la sucesión dinástica de los reyes es la
reencarnación metempsicótica de los lamas. Y a este propósito llama la atención
uno de los aforismos que vengo citando: “Cada uno de nosotros es el producto de
nuestros padres”. Extraña reflexión viniendo de alguien que no es exactamente
el hijo de sus padres biológicos, sino la reencarnación número catorce de sus
predecesores, hijos de ellos, desde el primero, de padres anteriores y
distintos.
Tal vez
eso explique en esta fotografía, tras la jovialidad aparente del Dalái Lama, su
expresión de contenida angustia: se le nota que sufre porque no está del todo
seguro de ser quien es.