Por Carlos Sandoval
Día 1. El único delito de S. –el verdadero– fue la curiosidad. Estaba
en la planta baja escuchando las declaraciones de varios vecinos a la
periodista de un diario, a propósito de la incursión que sobre las siete de la
mañana había perpetrado la Guardia Nacional en la avenida Páez. Detuvieron a la
señora del 15-A, quien bajó a hacer ejercicios, y al aseador –decía un testigo–
cuando ambos se refugiaron en la vigilancia para escapar de las bombas
lacrimógenas. Los sacaron de la caseta ubicada en esa zona definida por la Ley
de Propiedad Horizontal como área común, es decir, dentro de los límites del
conjunto de viviendas. Todo porque desde las residencias les gritaban
“cubanos”, “malditos”, “asesinos”; una respuesta natural de la sociedad civil
ante los abusos de las fuerzas represivas en las manifestaciones del último
mes.
El gas aún
saturaba el ambiente; S. estruja sus ojos y oye una débil letanía que en
segundos se torna escándalo: “colectivos”, “colectivos”. La advertencia viene
de los balcones de la Torre B; al lado de S. alguien grita: “saltaron la
cerca”. Todos corren: hacia las pérgolas, a la placita central, al parque. De
reojo, S. ve a un hombre de franela roja apuntándolo; detrás de éste, un camisa
negra balancea su escopeta al ritmo de la frenética carrera. S. enrumba al
estacionamiento techado, pero comprende que no le dará tiempo de acceder por la
entrada. La posible salvación se halla del otro lado de un muro. Escucha un
disparo, no sabe si le dieron. Se aferra al borde de la pared, el hombre de
camisa roja intenta agarrarlo: S. cae unos cinco metros; mal: el tobillo cruje.
Disminuye la velocidad. Cree estar a salvo. De pronto, los ve subiendo al
primer piso. Retoma como puede la huida. Piensa que quizá pueda salir por
cualquiera de las puertas –son cuatro edificios– en el tercer nivel del
parqueadero. La pierna no da tregua. Se detiene: las rejas están cerradas.(...)
El hombre de
franela roja le pone el arma en la cabeza: “arrodíllate”. S. implora que no lo
mate; “arrodíllate”, insiste la 9 milímetros. El otro, el de la escopeta,
convierte la culata en mazo y golpea a S. en el costado, quien cae, cómo no, de
rodillas. Le colocan –brazos atrás– unas esposas improvisadas, de plástico, y
lo levantan. S. llora: el dolor es insoportable, sube más arriba del muslo. Sus
captores lo obligan a correr de espaldas, lo halan del grillete hundido en la
carne de las muñecas. Desde las torres la gente lanza botellas, latas de atún,
macetas. A S. el recorrido le parece infinito. Llegan al portón del complejo y
entonces ve el contingente de guardias acorazados tomando posiciones, afinando
la mira hacia donde suenan cacerolas.
El de rojo,
o el otro, lo entrega a unos uniformados en moto. Embutido entre el conductor y
el parrillero, rumbo al comando, recibe cascazos: el chofer acciona la parte
posterior de su cabeza como látigo; el compañero hace lo propio en sentido
inverso, con el frente de su morrión, mientras grita: “somos la guardia, te
agarró la guardia mamagüevo”. Casi colisionan con un autobús. En una curva
cerrada, porque le impidieron apoyar las piernas, el pie herido de S. se
estrella contra la cuneta y no puede evitar un dramático alarido.
Tienen que
ayudarlo. Llega saltando en un pie hasta la oficina de reseñas; lo tiran en una
banqueta. Un guardia toma sus datos y concluye el trámite informando en voz
alta: “listo, mi teniente”. Aparece el hombre de chemise roja, nítido,
con jeans y zapatos de goma (caros, piensa S.); cierra la puerta y pregunta
cuántos había guarimbeando, dónde están, cómo se llaman. S. explica que sólo curioseaba,
que vive en la Torre A y que corrió por instinto al escuchar la terrible
expresión “colectivos” en el mismísimo patio de su casa, porque la placita
resulta allí una extensión de los apartamentos (forma parte del perímetro
privado, junto con las jardineras, el parque y, por supuesto, el
estacionamiento). Pero el teniente no atiende razones, reclama nombres y
sitios; S. no entiende de qué le habla, repite “curiosidad”, “miedo”,
“colectivos” hasta cuando un espasmo cerca de la tetilla izquierda le corta el
aliento: es un taser, el hombre ha aplicado una descarga eléctrica.
Vuelve el ciclo de preguntas. S. se desmadeja en llanto. Niega, reitera no
saber las respuestas. Otra vez el taser, ahora en la superficie derecha
del pecho. Entra una mujer de uniforme y pide al teniente que pase a S. a la
habitación contigua.
S. desea
pararse, pero no puede. Notifica al teniente, quien le propina un gancho en las
costillas que lo saca del asiento. Cae sobre las manos esposadas; una, la
izquierda, se fractura. El militar le ordena ir a la sala de al lado. S.
suplica ayuda. El hombre pone una bota en los pectorales del muchacho y camina
sobre su cuerpo, visto que, alega, es parte del piso. S. no para de llorar, más
aún después de las patadas en el tobillo roto. De súbito, al sujeto se le
ocurre una idea: “arrástrate”; S. llega, por fin, como un gusano, al otro
cuarto.
Desde el
suelo, ve a un funcionario de alto rango quien indaga por su estado. Alguien da
el parte. El capitán, mayor o lo que sea (S. no alcanza a oír la jerarquía)
gira instrucciones para trasladarlo al Hospital Militar de modo de hacerle los
mínimos auxilios. Una vez atendido, lo deja claro, S. debe ser devuelto al
centro de detención. Dos guardias lo suben a un jeep; apenas se ponen en
marcha, el copiloto saca su pistola y advierte a S. que al primer quejido le
pondrá un tiro en la pierna para terminar de destrozarla.
Hay cola.
Los
distinguidos o cabos conversan y manipulan sus celulares. El que ha ofrecido la
bala pregunta a S. si quiere una llamada. S., sorprendido, da un número; el
guardia ladra: “mira, tenemos a tu novio detenido, lo llevamos al hospital… No
sé, averigua”.
En la
emergencia le colocan férulas y, de inmediato, lo encaraman en el rústico. Al
llegar al comando, una fiscal pasa revista a los detenidos; ve a S. y habla a
los milicos sobre las faltas penales en que pueden incurrir si se agrava la
situación con sus extremidades. El mayor o capitán envía de nuevo a S. al
hospital: el médico de guardia prescribe operación en ambas roturas y una cama
en la unidad de traumatología.
Día 2. A esa ala del piso ocho la llaman ”el barrio chino” porque ahí
es donde internan a los maleantes: las piernas atravesadas de barras metálicas,
mantenidas con rigidez gracias a contrapesos construidos con botellas
desechables por ingeniosos parientes. S. no pudo dormir, se pasó la noche
hablando con el custodio, un maracucho de su misma edad con sueños de alcanzar
una profesión liberadora de las tareas marciales. El otro guardia duerme
afuera, en el frío de una terraza que da a un cerro asfixiado de ranchos.
Incómodo por las esposas, S. detalla a los tres enfermos de la habitación,
percibe sus ronquidos y el de sus acompañantes tirados a un costado, sobre
colchonetas, como la que su madre comparte con la hermana del sujeto de
enfrente.
Tiene
señalado analgésico, pero la enfermera olvida aplicárselo al enterarse de su
supuesto delito. S. acepta el dolor hasta cuando se le doblega la vergüenza;
entonces recibe una dosis luego de varias solicitudes. A media mañana aparece
una médico con sus estudiantes e interroga a S. sobre las causas de sus
lesiones. Da la vuelta y dice “este no es paciente nuestro”; no obstante,
regresa (¿un rapto de profesionalismo?) y comprueba los vendajes, la carne
mórbida bajo las precipitadas tablillas. Instruye placas y evaluación
quirúrgica, según el diagnóstico preliminar del residente de emergencia. El
custodio inquiere si, en efecto, hay que operar y pasa la novedad a su
superior.
Según la
ley, S. debe ser impuesto de cargos en el transcurso de cuarenta y ochos horas
contadas a partir de su detención. Si requiere quirófano, es difícil para la
fiscalía trasladarlo hasta los tribunales, por lo que los abogados del Foro
Penal pujan porque la audiencia se realice en el propio hospital. Llamadas van
y vienen a través de una intrincada burocracia de defensores y fiscales,
militares y jueces. A mediodía nadie sabe cuál será el procedimiento; los
guardias, olvidados por su guarnición, aceptan la comida ofrecida por la tía de
S. y ríen de los chistes del viejo andino de la cama derecha, quien desde hace
tres meses reúne el dinero para la prótesis de su pelvis, derruida en la
estación del metro de Plaza Venezuela por una estampida de apremiantes
usuarios.
Ir al baño
constituye una dolorosa labor. Sostenido por unas precarias muletas, S. vacía
no sólo su cuerpo, sino la incontenible tristeza anudada en la garganta.
Alguien pregunta: “¿te pasa algo, chamo?, ¿te duele?” Se asusta. Del cubículo
contiguo sale un hombre en silla de ruedas y pierna enyesada; afirma: “el truco
es tener paciencia. Llevo aquí siete semanas y todavía no sé cuándo me operan
porque no tengo para comprar el reemplazo de mi fémur; seguro que al reunir el
monto, sesenta palos, ya ha subido de precio. A veces tienes los repuestos y no
hay cupo para el quirófano, como le pasó a mi compañero de cuarto. Pero tenemos
patria, hermanito”, sonríe. Fuera del sanitario, S. encuentra a dos camareras:
discuten si hacer un álbum “con todo lo de Chávez” para sus nietos o, mejor,
adquirir la revista con las cincuenta fotos del comandante hecha por Últimas
Noticias.
Pasadas las
dos de la tarde se produce el cambio de guardias: más de siete horas después de
lo reglamentado. Uno de Elorza, el otro de San Cristóbal, toman sus puestos de
manera displicente; no ocultan el tedio. La tía se los gana rápido: café y
galletas, periódico y agua. El llanero suelta la lengua: están agotados de
órdenes y contraórdenes; sobre todo, de discursos políticos. Tienen treinta
días y una semana sin librar. Al tachirense le avisan que acaban de detener a
su primo en una barricada. Hace unos contactos y, ufano, dice: “ya lo van a
soltar”.
El paciente
del lado derecho al fondo relata cómo se cayó de un andamio hace diecinueve
días; suplica a la nada por una rápida intervención: “si llego a un mes así, no
habrá remedio”. Su cuñada da detalles patológicos y montos, cifra toda
esperanza en un organismo no gubernamental; S. asiente y mira el televisor
donde lee “oferta por tiempo limitado”. En eso entra una comitiva de oficiales
menores y sargentos que llevará a S. (veintiocho horas luego de los hechos) a
la medicatura forense. La movilidad se complica: no hay ambulancia ni silla de
ruedas, S. depende de las débiles muletas. Lo suben a un jeep abarrotado de
detenidos.
En rigor, el
chequeo dura diecisiete minutos; lo lento ha sido el recorrido hacia el Cuerpo
Criminalístico, en el centro de Caracas, debido a que el Presidente, acompañado
por el actor Danny Glover, entrega un inconcluso bloque de la Misión Vivienda,
justo al lado de la sede policíaca. Cuando el sol muere en el parabrisas,
entran al organismo para marcar las huellas de S. en el expediente, pero los
ascensores no funcionan: tres guardias lo suben en peso cinco pisos, en el
último escalón uno de los sargentos se desmaya. A trompicones sientan a S. para
atender al desvanecido, a quien abofetean con rudeza y nerviosismo. Apenas el
chico vuelve en sí, estallan las burlas; S. observa sin unirse a las risas.
De regreso
al hospital, S. regala su arepa, comprada por la infatigable tía, al pálido
uniformado, verde de hambre y pudor: agradecido.
Día 3. Las quejas del andino negado a recibir la intravenosa le
impidieron a S. dormir completo. Vainas de viejo, piensa, y ve luces amarillas
de postes lejanos y el tono indeciso del alba. El enfermero da su ronda final,
verifica el nivel de la solución, “buena suerte” —se despide. S. está
consciente de que llegó el día, su día. En unas horas sabrá si lo
aguardan otros males: a él, inocente objeto de un extraño destino.
El abogado
del Foro explica la dinámica de la comparecencia ante el juez; S. memoriza,
obsesivo, las indicaciones. Todavía no está claro si habrá que trasladarlo al
Palacio de Justicia. A la hora de almuerzo un miembro de la defensa comunica,
desde el tribunal, la postura del magistrado: dependerá del informe médico
movilizar o no al detenido hasta el despacho. La madre de S. consulta en el
puesto de enfermeras, pero todas aseguran desconocer el caso. Llaman al
residente quien se percata de que S. tiene órdenes de exámenes no cumplidos y
fases de calmantes sin administrar.
Lo bajan a
rayos X. En la cola del departamento de imaginología, un maestro mayor se
acerca y exige parte al custodio. El distinguido manifiesta que se trata de uno
de los aprehendidos en las protestas. El suboficial comenta: “esos chamos están
luchando por ti y por mí, no lo olvides”. Las placas traban la máquina. Hora y
media tarda el estudio. Enseguida vino el yeso y otros fármacos, en tanto se
programa, en lista de espera, la operación. Ahora era definitivo: el tribunal
vendría a imponer o desestimar cargos en el propio hospital.
“Si usted
dice A, tiene que mantenerse en A. Si le pegan no diga B o C, siempre A, A, A.
Grítelo: ¡AAAAA! Se lo digo por experiencia, los jueces buscan
contradicciones”. Es el sujeto de enfrente: unos ex-compinches le dieron cuatro
tiros; declaró asalto para quitarle la moto y de ese modo neutralizar cualquier
investigación relacionada con sus penas anteriores. A S. le recuerda a un
profesor de básquet del bachillerato quien siempre alardeaba de sus orígenes
petareños y de su hombría. A la 1:12 p.m. (S. no deja de ver el reloj) una
abogada pasa recogiendo el informe y sentencia: “entre tres y media y cuatro
vendrá el tribunal”.
Cambia la
custodia. El maracucho saluda con familiaridad; la timidez del segundo
(merideño de Ejido), sólo le permite una sonrisa. El relevo coincide con la
hora de visita. Hay anécdotas y carcajadas, un tarro de pastas secas,
refrescos. S. quiere concentrarse en los pormenores desgranados por el veterano
de enfrente: no puede, la esfera blanca de su Casio lo mantiene en vilo.
A las 4:55,
finalmente, arriba el cortejo: la jueza, una fiscal, un par de alguaciles, el
secretario del juzgado y los dos defensores de S. asignados por el Foro. Un
soldado corre la visita, desaloja el pasillo y ordena a los pacientes entrar a
sus cuartos. El acto se hará delante de los tres enfermos que comparten la
estancia.
Aun cuando
se le había recomendado acogerse al derecho de no declarar, uno de los abogados
conmina a S. a referir lo ocurrido, pues los cargos imputables son graves. Con
lentitud y seguridad S. describe las escenas más impactantes de su vida: la
persecución dentro del estacionamiento y la captura. Se salta los golpes y la
electricidad. Calla el peso de la bota y la pistola en la sien. Tiene miedo. La
fiscal enumera, según el Ministerio Público, los agravios cometidos. S. no
entiende el término “agavillamiento”, piensa en la palabra mientras intenta
seguir las otras acusaciones (“tenencia de material inflamable”, “desacato a la
autoridad”). En suma, son siete delitos. Comienza el cotejo de aspectos legales
entre la defensa y la parte acusadora. S., mudo, recuerda, no sabe por qué, la
franela negra –Polo– del hombre de la escopeta. Oye varias veces: “a lugar”, en
el seco timbre de la juez. En síntesis, queda con cinco imputaciones y en
libertad provisoria con presentación cada treinta días. Hay un sutil regocijo
en la sala (incluidos los guardias). La madre de S. llora; la tía solícita,
confundida, da gracias a la fiscal, quien la mira con distancia. Los defensores
estrechan manos y aceptan abrazos. S. soba, con tres dedos, la muñeca liberada.
Esa misma
noche es internado en una clínica. La tarde siguiente es intervenido; una
semana después comparece, en silla de ruedas, en el Palacio de Justicia y hace
su debut como indiciado.