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31 marzo, 2014

S cualquiera (testimonio)


Por Carlos Sandoval

 A Alfredo Romero y Gonzalo Himiob, defensores del pueblo

Día 1. El único delito de S. –el verdadero– fue la curiosidad. Estaba en la planta baja escuchando las declaraciones de varios vecinos a la periodista de un diario, a propósito de la incursión que sobre las siete de la mañana había perpetrado la Guardia Nacional en la avenida Páez. Detuvieron a la señora del 15-A, quien bajó a hacer ejercicios, y al aseador –decía un testigo– cuando ambos se refugiaron en la vigilancia para escapar de las bombas lacrimógenas. Los sacaron de la caseta ubicada en esa zona definida por la Ley de Propiedad Horizontal como área común, es decir, dentro de los límites del conjunto de viviendas. Todo porque desde las residencias les gritaban “cubanos”, “malditos”, “asesinos”; una respuesta natural de la sociedad civil ante los abusos de las fuerzas represivas en las manifestaciones del último mes.
El gas aún saturaba el ambiente; S. estruja sus ojos y oye una débil letanía que en segundos se torna escándalo: “colectivos”, “colectivos”. La advertencia viene de los balcones de la Torre B; al lado de S. alguien grita: “saltaron la cerca”. Todos corren: hacia las pérgolas, a la placita central, al parque. De reojo, S. ve a un hombre de franela roja apuntándolo; detrás de éste, un camisa negra balancea su escopeta al ritmo de la frenética carrera. S. enrumba al estacionamiento techado, pero comprende que no le dará tiempo de acceder por la entrada. La posible salvación se halla del otro lado de un muro. Escucha un disparo, no sabe si le dieron. Se aferra al borde de la pared, el hombre de camisa roja intenta agarrarlo: S. cae unos cinco metros; mal: el tobillo cruje. Disminuye la velocidad. Cree estar a salvo. De pronto, los ve subiendo al primer piso. Retoma como puede la huida. Piensa que quizá pueda salir por cualquiera de las puertas –son cuatro edificios– en el tercer nivel del parqueadero. La pierna no da tregua. Se detiene: las rejas están cerradas.(...)

El hombre de franela roja le pone el arma en la cabeza: “arrodíllate”. S. implora que no lo mate; “arrodíllate”, insiste la 9 milímetros. El otro, el de la escopeta, convierte la culata en mazo y golpea a S. en el costado, quien cae, cómo no, de rodillas. Le colocan –brazos atrás– unas esposas improvisadas, de plástico, y lo levantan. S. llora: el dolor es insoportable, sube más arriba del muslo. Sus captores lo obligan a correr de espaldas, lo halan del grillete hundido en la carne de las muñecas. Desde las torres la gente lanza botellas, latas de atún, macetas. A S. el recorrido le parece infinito. Llegan al portón del complejo y entonces ve el contingente de guardias acorazados tomando posiciones, afinando la mira hacia donde suenan cacerolas.
El de rojo, o el otro, lo entrega a unos uniformados en moto. Embutido entre el conductor y el parrillero, rumbo al comando, recibe cascazos: el chofer acciona la parte posterior de su cabeza como látigo; el compañero hace lo propio en sentido inverso, con el frente de su morrión, mientras grita: “somos la guardia, te agarró la guardia mamagüevo”. Casi colisionan con un autobús. En una curva cerrada, porque le impidieron apoyar las piernas, el pie herido de S. se estrella contra la cuneta y no puede evitar un dramático alarido.
Tienen que ayudarlo. Llega saltando en un pie hasta la oficina de reseñas; lo tiran en una banqueta. Un guardia toma sus datos y concluye el trámite informando en voz alta: “listo, mi teniente”. Aparece el hombre de chemise roja, nítido, con jeans y zapatos de goma (caros, piensa S.); cierra la puerta y pregunta cuántos había guarimbeando, dónde están, cómo se llaman. S. explica que sólo curioseaba, que vive en la Torre A y que corrió por instinto al escuchar la terrible expresión “colectivos” en el mismísimo patio de su casa, porque la placita resulta allí una extensión de los apartamentos (forma parte del perímetro privado, junto con las jardineras, el parque y, por supuesto, el estacionamiento). Pero el teniente no atiende razones, reclama nombres y sitios; S. no entiende de qué le habla, repite “curiosidad”, “miedo”, “colectivos” hasta cuando un espasmo cerca de la tetilla izquierda le corta el aliento: es un taser, el hombre ha aplicado una descarga eléctrica. Vuelve el ciclo de preguntas. S. se desmadeja en llanto. Niega, reitera no saber las respuestas. Otra vez el taser, ahora en la superficie derecha del pecho. Entra una mujer de uniforme y pide al teniente que pase a S. a la habitación contigua.
S. desea pararse, pero no puede. Notifica al teniente, quien le propina un gancho en las costillas que lo saca del asiento. Cae sobre las manos esposadas; una, la izquierda, se fractura. El militar le ordena ir a la sala de al lado. S. suplica ayuda. El hombre pone una bota en los pectorales del muchacho y camina sobre su cuerpo, visto que, alega, es parte del piso. S. no para de llorar, más aún después de las patadas en el tobillo roto. De súbito, al sujeto se le ocurre una idea: “arrástrate”; S. llega, por fin, como un gusano, al otro cuarto.
Desde el suelo, ve a un funcionario de alto rango quien indaga por su estado. Alguien da el parte. El capitán, mayor o lo que sea (S. no alcanza a oír la jerarquía) gira instrucciones para trasladarlo al Hospital Militar de modo de hacerle los mínimos auxilios. Una vez atendido, lo deja claro, S. debe ser devuelto al centro de detención. Dos guardias lo suben a un jeep; apenas se ponen en marcha, el copiloto saca su pistola y advierte a S. que al primer quejido le pondrá un tiro en la pierna para terminar de destrozarla.
Hay cola.
Los distinguidos o cabos conversan y manipulan sus celulares. El que ha ofrecido la bala pregunta a S. si quiere una llamada. S., sorprendido, da un número; el guardia ladra: “mira, tenemos a tu novio detenido, lo llevamos al hospital… No sé, averigua”.
En la emergencia le colocan férulas y, de inmediato, lo encaraman en el rústico. Al llegar al comando, una fiscal pasa revista a los detenidos; ve a S. y habla a los milicos sobre las faltas penales en que pueden incurrir si se agrava la situación con sus extremidades. El mayor o capitán envía de nuevo a S. al hospital: el médico de guardia prescribe operación en ambas roturas y una cama en la unidad de traumatología.
Día 2. A esa ala del piso ocho la llaman ”el barrio chino” porque ahí es donde internan a los maleantes: las piernas atravesadas de barras metálicas, mantenidas con rigidez gracias a contrapesos construidos con botellas desechables por ingeniosos parientes. S. no pudo dormir, se pasó la noche hablando con el custodio, un maracucho de su misma edad con sueños de alcanzar una profesión liberadora de las tareas marciales. El otro guardia duerme afuera, en el frío de una terraza que da a un cerro asfixiado de ranchos. Incómodo por las esposas, S. detalla a los tres enfermos de la habitación, percibe sus ronquidos y el de sus acompañantes tirados a un costado, sobre colchonetas, como la que su madre comparte con la hermana del sujeto de enfrente.
Tiene señalado analgésico, pero la enfermera olvida aplicárselo al enterarse de su supuesto delito. S. acepta el dolor hasta cuando se le doblega la vergüenza; entonces recibe una dosis luego de varias solicitudes. A media mañana aparece una médico con sus estudiantes e interroga a S. sobre las causas de sus lesiones. Da la vuelta y dice “este no es paciente nuestro”; no obstante, regresa (¿un rapto de profesionalismo?) y comprueba los vendajes, la carne mórbida bajo las precipitadas tablillas. Instruye placas y evaluación quirúrgica, según el diagnóstico preliminar del residente de emergencia. El custodio inquiere si, en efecto, hay que operar y pasa la novedad a su superior.
Según la ley, S. debe ser impuesto de cargos en el transcurso de cuarenta y ochos horas contadas a partir de su detención. Si requiere quirófano, es difícil para la fiscalía trasladarlo hasta los tribunales, por lo que los abogados del Foro Penal pujan porque la audiencia se realice en el propio hospital. Llamadas van y vienen a través de una intrincada burocracia de defensores y fiscales, militares y jueces. A mediodía nadie sabe cuál será el procedimiento; los guardias, olvidados por su guarnición, aceptan la comida ofrecida por la tía de S. y ríen de los chistes del viejo andino de la cama derecha, quien desde hace tres meses reúne el dinero para la prótesis de su pelvis, derruida en la estación del metro de Plaza Venezuela por una estampida de apremiantes usuarios.
Ir al baño constituye una dolorosa labor. Sostenido por unas precarias muletas, S. vacía no sólo su cuerpo, sino la incontenible tristeza anudada en la garganta. Alguien pregunta: “¿te pasa algo, chamo?, ¿te duele?” Se asusta. Del cubículo contiguo sale un hombre en silla de ruedas y pierna enyesada; afirma: “el truco es tener paciencia. Llevo aquí siete semanas y todavía no sé cuándo me operan porque no tengo para comprar el reemplazo de mi fémur; seguro que al reunir el monto, sesenta palos, ya ha subido de precio. A veces tienes los repuestos y no hay cupo para el quirófano, como le pasó a mi compañero de cuarto. Pero tenemos patria, hermanito”, sonríe. Fuera del sanitario, S. encuentra a dos camareras: discuten si hacer un álbum “con todo lo de Chávez” para sus nietos o, mejor, adquirir la revista con las cincuenta fotos del comandante hecha por Últimas Noticias.
Pasadas las dos de la tarde se produce el cambio de guardias: más de siete horas después de lo reglamentado. Uno de Elorza, el otro de San Cristóbal, toman sus puestos de manera displicente; no ocultan el tedio. La tía se los gana rápido: café y galletas, periódico y agua. El llanero suelta la lengua: están agotados de órdenes y contraórdenes; sobre todo, de discursos políticos. Tienen treinta días y una semana sin librar. Al tachirense le avisan que acaban de detener a su primo en una barricada. Hace unos contactos y, ufano, dice: “ya lo van a soltar”.
El paciente del lado derecho al fondo relata cómo se cayó de un andamio hace diecinueve días; suplica a la nada por una rápida intervención: “si llego a un mes así, no habrá remedio”. Su cuñada da detalles patológicos y montos, cifra toda esperanza en un organismo no gubernamental; S. asiente y mira el televisor donde lee “oferta por tiempo limitado”. En eso entra una comitiva de oficiales menores y sargentos que llevará a S. (veintiocho horas luego de los hechos) a la medicatura forense. La movilidad se complica: no hay ambulancia ni silla de ruedas, S. depende de las débiles muletas. Lo suben a un jeep abarrotado de detenidos.
En rigor, el chequeo dura diecisiete minutos; lo lento ha sido el recorrido hacia el Cuerpo Criminalístico, en el centro de Caracas, debido a que el Presidente, acompañado por el actor Danny Glover, entrega un inconcluso bloque de la Misión Vivienda, justo al lado de la sede policíaca. Cuando el sol muere en el parabrisas, entran al organismo para marcar las huellas de S. en el expediente, pero los ascensores no funcionan: tres guardias lo suben en peso cinco pisos, en el último escalón uno de los sargentos se desmaya. A trompicones sientan a S. para atender al desvanecido, a quien abofetean con rudeza y nerviosismo. Apenas el chico vuelve en sí, estallan las burlas; S. observa sin unirse a las risas.
De regreso al hospital, S. regala su arepa, comprada por la infatigable tía, al pálido uniformado, verde de hambre y pudor: agradecido.
Día 3. Las quejas del andino negado a recibir la intravenosa le impidieron a S. dormir completo. Vainas de viejo, piensa, y ve luces amarillas de postes lejanos y el tono indeciso del alba. El enfermero da su ronda final, verifica el nivel de la solución, “buena suerte” —se despide. S. está consciente de que llegó el día, su día. En unas horas sabrá si lo aguardan otros males: a él, inocente objeto de un extraño destino.
El abogado del Foro explica la dinámica de la comparecencia ante el juez; S. memoriza, obsesivo, las indicaciones. Todavía no está claro si habrá que trasladarlo al Palacio de Justicia. A la hora de almuerzo un miembro de la defensa comunica, desde el tribunal, la postura del magistrado: dependerá del informe médico movilizar o no al detenido hasta el despacho. La madre de S. consulta en el puesto de enfermeras, pero todas aseguran desconocer el caso. Llaman al residente quien se percata de que S. tiene órdenes de exámenes no cumplidos y fases de calmantes sin administrar.
Lo bajan a rayos X. En la cola del departamento de imaginología, un maestro mayor se acerca y exige parte al custodio. El distinguido manifiesta que se trata de uno de los aprehendidos en las protestas. El suboficial comenta: “esos chamos están luchando por ti y por mí, no lo olvides”. Las placas traban la máquina. Hora y media tarda el estudio. Enseguida vino el yeso y otros fármacos, en tanto se programa, en lista de espera, la operación. Ahora era definitivo: el tribunal vendría a imponer o desestimar cargos en el propio hospital.
“Si usted dice A, tiene que mantenerse en A. Si le pegan no diga B o C, siempre A, A, A. Grítelo: ¡AAAAA! Se lo digo por experiencia, los jueces buscan contradicciones”. Es el sujeto de enfrente: unos ex-compinches le dieron cuatro tiros; declaró asalto para quitarle la moto y de ese modo neutralizar cualquier investigación relacionada con sus penas anteriores. A S. le recuerda a un profesor de básquet del bachillerato quien siempre alardeaba de sus orígenes petareños y de su hombría. A la 1:12 p.m. (S. no deja de ver el reloj) una abogada pasa recogiendo el informe y sentencia: “entre tres y media y cuatro vendrá el tribunal”.
Cambia la custodia. El maracucho saluda con familiaridad; la timidez del segundo (merideño de Ejido), sólo le permite una sonrisa. El relevo coincide con la hora de visita. Hay anécdotas y carcajadas, un tarro de pastas secas, refrescos. S. quiere concentrarse en los pormenores desgranados por el veterano de enfrente: no puede, la esfera blanca de su Casio lo mantiene en vilo.
A las 4:55, finalmente, arriba el cortejo: la jueza, una fiscal, un par de alguaciles, el secretario del juzgado y los dos defensores de S. asignados por el Foro. Un soldado corre la visita, desaloja el pasillo y ordena a los pacientes entrar a sus cuartos. El acto se hará delante de los tres enfermos que comparten la estancia.
Aun cuando se le había recomendado acogerse al derecho de no declarar, uno de los abogados conmina a S. a referir lo ocurrido, pues los cargos imputables son graves. Con lentitud y seguridad S. describe las escenas más impactantes de su vida: la persecución dentro del estacionamiento y la captura. Se salta los golpes y la electricidad. Calla el peso de la bota y la pistola en la sien. Tiene miedo. La fiscal enumera, según el Ministerio Público, los agravios cometidos. S. no entiende el término “agavillamiento”, piensa en la palabra mientras intenta seguir las otras acusaciones (“tenencia de material inflamable”, “desacato a la autoridad”). En suma, son siete delitos. Comienza el cotejo de aspectos legales entre la defensa y la parte acusadora. S., mudo, recuerda, no sabe por qué, la franela negra –Polo– del hombre de la escopeta. Oye varias veces: “a lugar”, en el seco timbre de la juez. En síntesis, queda con cinco imputaciones y en libertad provisoria con presentación cada treinta días. Hay un sutil regocijo en la sala (incluidos los guardias). La madre de S. llora; la tía solícita, confundida, da gracias a la fiscal, quien la mira con distancia. Los defensores estrechan manos y aceptan abrazos. S. soba, con tres dedos, la muñeca liberada.
Esa misma noche es internado en una clínica. La tarde siguiente es intervenido; una semana después comparece, en silla de ruedas, en el Palacio de Justicia y hace su debut como indiciado.